Vosotros Sois la Luz del Mundo


CAPÍTULO 6

Pozos de Agua Viva

Conferencia general, octubre de 1943.


Cuando nuestros padres pioneros llegaron a esta región semiárida, se establecieron junto a los arroyos de las montañas, sin cuya presencia no habrían podido formar sus hogares ni establecer comunidades. Se organizaron en compañías de irrigación a fin de que el agua, tan vital para su bienestar, pudiera ser distribuida adecuadamente, y cada hombre recibiera porciones según su necesidad. Construyeron zanjas y canales; edificaron embalses para retener las aguas del deshielo primaveral para su uso en el verano tardío. Prestaron especial atención a la obtención de agua potable, de modo que pudieran obtener de los manantiales de las montañas el agua más pura para uso humano. Sabían que si transportaban esa agua a largas distancias por zanjas abiertas, existía el peligro de contaminación; que podrían surgir enfermedades y epidemias si no se tomaban precauciones especiales. Con eso en mente, protegieron los canales y más tarde construyeron tuberías colocadas por debajo del nivel del suelo para resguardarlas del calor y la escarcha.

Para disfrutar de los beneficios de este sistema, era necesario que trabajaran en conjunto, y a cada hombre se le asignaba una cuota que debía pagar, ya fuera con trabajo o con dinero, y para el mantenimiento del sistema se le exigía el pago anual de su membresía. Aquellos que se rehusaban a aceptar tales obligaciones eran penalizados por la compañía, que les negaba el suministro de agua al cual, por tanto, no tenían derecho.

Así como el agua era —y sigue siendo— esencial para la vida física, así también el evangelio del Señor Jesucristo es esencial para la vida espiritual de los hijos de Dios. Esa analogía está sugerida en las palabras del Salvador a la mujer junto al pozo en Samaria, cuando dijo: “… mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que brota para vida eterna.” (Juan 4:14.)

Grandes depósitos de agua espiritual, llamados escrituras, han sido provistos en nuestros días y han sido resguardados para que todos puedan participar y ser alimentados espiritualmente, y no tengan sed. Que estas escrituras han sido consideradas de gran importancia queda indicado en las palabras del Salvador: “Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5:39) y en la experiencia de los nefitas al ser enviados de regreso para obtener las planchas de bronce que contenían las escrituras, tan vitales para el bienestar del pueblo. El uso de las escrituras fue sugerido en la declaración de Nefi cuando dijo: “… porque apliqué todas las Escrituras a nosotros, para nuestro provecho y aprendizaje.” (1 Nefi 19:23.) Y nuevamente, cuando Labán prohibió su uso, el ángel declaró que era mejor que un hombre pereciera que una nación entera se desvaneciera y pereciera en la incredulidad.

A lo largo de estas generaciones, los mensajes de nuestro Padre han sido resguardados y cuidadosamente protegidos, y nótese también que en nuestros días las escrituras son más puras en su fuente, así como las aguas lo son en el manantial de montaña; la palabra de Dios más pura, y la menos propensa a ser contaminada, es la que proviene de los labios de los profetas vivientes que han sido puestos para guiar a Israel en nuestros propios días.

El sistema de distribución que nuestro Padre Celestial ha provisto es conocido como la Iglesia y el reino de Dios, que ha de servir de ayuda para su gran y divino propósito de llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre, por medio de lo cual puede venir el gozo eterno. Pero debido al albedrío que nuestro Padre, en su sabiduría, nos ha otorgado a nosotros, Sus hijos, los peligros de contaminación son grandes. Siempre atrayendo con brillo engañoso y paquetes envueltos con ostentación, con letreros de neón que llaman desde todos los rincones, el diablo ha procurado atraparnos, y bajo la etiqueta de “placeres” ha buscado disuadir a la humanidad de un camino recto que conduciría a la felicidad eterna. Multitudes enloquecidas por el placer se agolpan en los mostradores de ofertas de aquel que desea destruir de ese modo.

Los cuórumes del sacerdocio y las organizaciones auxiliares son los canales cuidadosamente resguardados que se han provisto dentro de la Iglesia, mediante los cuales se deben difundir las verdades preciosas. Algunos han especulado que la fortaleza de esta Iglesia radica en el sistema del diezmo; otros han pensado que está en el sistema misional; pero quienes entienden correctamente la palabra del Señor comprenden perfectamente que la fortaleza de la Iglesia, fundamentalmente, no está en ninguno de estos. La fuerza de la Iglesia no reside en una gran membresía, sino que la verdadera fortaleza radica en el poder y la autoridad del santo sacerdocio que nuestro Padre Celestial nos ha dado en estos días. Si ejercemos adecuadamente ese poder y magnificamos nuestros llamamientos en el sacerdocio, nos aseguraremos de que la obra misional avance, que el diezmo sea pagado, que el plan de bienestar prospere, que nuestros hogares estén seguros y que se resguarde la moralidad entre la juventud de Israel.

Así como en la ilustración del sistema de agua, también aquí tenemos ciertas obligaciones que debemos asumir si queremos ser bendecidos. El precio que pagamos por estas bendiciones eternas y por el derecho al uso de esta corriente eterna de agua es, primero, rendir obediencia a las leyes y ordenanzas del evangelio; segundo, ofrecer sacrificio dispuesto y desinteresado; y tercero, asumir la responsabilidad y la obligación de servir a nuestros semejantes, mediante lo cual podamos obtener derechos y títulos a las bendiciones que nuestro Padre Celestial tiene reservadas para nosotros. Todo miembro fiel de la Iglesia puede dar testimonio del gozo y la felicidad profunda que vienen a aquel que ha guardado la ley; pero quizás todos nosotros también podamos testificar de la angustia y la desilusión que llegan por la falta de obediencia y por nuestra propia negligencia.

En una base militar del ejército estadounidense cerca de Corvallis, Oregón, una vez escuché a un joven médico militar santo de los últimos días relatar una experiencia que tuvo en una de las islas cercanas a Guadalcanal, donde se desarrollaba una feroz batalla. Dijo que habían establecido una base hospitalaria alejada del frente, donde estaban recibiendo a los heridos que llegaban desde esa zona. Debido a las instalaciones limitadas y a la gran necesidad de atención médica para tantos heridos, era necesario que alguien examinara cuidadosamente a los hombres que eran traídos, a fin de que se atendiera primero a los que estaban más gravemente heridos, y esa era su tarea: hacer ese examen inicial. Al inclinarse sobre los jóvenes que aún estaban conscientes, les susurraba, les preguntaba cómo se sentían, y luego a cada uno le decía: “¿A qué iglesia perteneces?”

En una ocasión, al inclinarse junto al oído de un joven que estaba bastante malherido y preguntarle a qué iglesia pertenecía, el muchacho le susurró: “Soy mormón.”

El médico dijo: “Pues yo también soy mormón. Soy élder en la Iglesia. ¿Hay algo que quisieras que hiciera por ti?”

El joven, apretando los dientes, con el rostro blanco y resuelto, respondió: “Quisiera que me administraras.”

El médico continuó: “Saqué mi pequeño frasco de aceite consagrado, y allí, ante la mirada de todos, porque no había oportunidad de privacidad, ungí su cabeza con aceite, y por la autoridad del santo sacerdocio lo bendije para que pudiera recuperarse. Lo llevé a la tienda hospitalaria para recibir el cuidado que tanto necesitaba, y regresé con los demás heridos. Por una extraña coincidencia, el siguiente joven que atendí también era uno de nuestros propios jóvenes santos de los últimos días, y le hice la misma pregunta: ‘¿Qué quisieras que hiciera por ti?’ y él respondió: ‘Quisiera un cigarrillo.’ Yo le dije: ‘Creo que puedo conseguirte un cigarrillo,’ y cuando el joven comenzó a fumar, le pregunté: ‘Hijo, ¿estás seguro de que no hay nada más que quisieras que hiciera por ti en este momento?’ Lágrimas llenaron los ojos del joven. Dijo: ‘Sí, doctor, sí hay algo más, pero me temo que no tengo derecho a pedir lo que tengo en el corazón. Me pregunto si el Señor aún tendría una bendición para mí. ¿Me administraría usted?’ Yo le dije: ‘Dejaremos que nuestro Padre Celestial juzgue eso. Si deseas una bendición, yo seré Su siervo al pedirle que te conceda esa bendición.’”

Les pregunto: ¿cuál es la condición de nuestra juventud hoy en día? ¿Qué papel han desempeñado ustedes en prepararlos para que participen profundamente de las corrientes de la vida eterna?

Tengo una fotografía muy preciada de un grupo de soldados en Nueva Guinea, llevando a cabo un servicio sacramental en esa isla agitada por la guerra. Sus rifles están cruzados sobre sus rodillas, lo cual evidencia que están en estado de alerta y esperando un ataque en cualquier momento.

Desde la Isla Midway, en el Pacífico, llegó una carta que relataba cómo también allí nuestros soldados se reunían para celebrar los servicios sacramentales. El autor de la carta expresaba que “sentíamos que, si la Iglesia podía acercarse tanto a nosotros, nos sentiríamos mejor y nuestras mentes estarían aliviadas.”

Y luego leí cómo uno de nuestros hombres santos de los últimos días obtuvo los nombres de aquellos miembros que habían muerto en una campaña en Italia, averiguando dónde iban a ser enterrados o dónde ya lo estaban, para poder ir y dedicar sus tumbas. Y al leer acerca de este joven y sus compañeros celebrando servicios dominicales en los olivares de ese lugar, sus cantos rasgando el aire sabático, recordé las palabras de nuestro Padre:

“Y para que más plenamente te conserves sin mancha del mundo, irás a la casa de oración y ofrecerás tus sacramentos en mi día santo.” (D. y C. 59:9.)

Sí, estos son santos de los últimos días, seguidores del Salvador, que han bebido profundamente de la fuente de aguas espirituales, y de ellos brotará un pozo de agua viva que fluye para vida eterna.

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