El presidente Spencer W. Kimball dejó en claro que la diferencia entre amor verdadero y lujuria no es un simple detalle de lenguaje, sino un asunto de vida o muerte espiritual. El amor puro se expresa en sacrificio, servicio, respeto y fidelidad; la lujuria, en cambio, degrada, esclaviza y conduce al pecado. El profeta advierte a la juventud que no se engañe con las racionalizaciones del mundo ni con las voces que justifican la inmoralidad, porque tales caminos solo traen dolor, culpa y destrucción.
Sin embargo, también afirma con poder que el arrepentimiento es posible: aun quienes han caído en transgresiones sexuales pueden ser perdonados si abandonan por completo el pecado, confiesan con sinceridad y cambian su vida en obediencia a Dios. La pureza no es una utopía, sino una exigencia divina y una promesa de verdadera libertad.
En un mundo saturado de mensajes que distorsionan el amor, Kimball llama a volver al ejemplo supremo: el amor de Cristo, que dio Su vida por nosotros. Ese es el amor eterno y santo que los hijos de Dios deben cultivar en su noviazgo, matrimonio y vida familiar.
En definitiva, el discurso invita a la juventud a elegir la pureza sobre la pasión, el servicio sobre el egoísmo, y el amor divino sobre la lujuria carnal. Solo así se obtiene paz en esta vida y esperanza en la eternidad.
Amor versus Lujuria
Por Spencer W. Kimball
Un discurso dado a los estudiantes de la Universidad Brigham Young, 5 de enero de 1965.
Comprender la diferencia entre el amor y la lujuria puede ayudarnos a entender las leyes de Dios acerca de reservar la intimidad sexual para el matrimonio.
Mis queridos jóvenes:
Aunque esta es una responsabilidad muy seria y no fácil de cumplir, estoy deseoso de discutir con ustedes algunos asuntos de gran importancia.
Yo amo a los jóvenes, me regocijo con ellos cuando crecen limpios, fornidos y altos. Yo sufro con ellos cuando tienen remordimientos, desventura y problemas.
En medio del océano han ocurrido numerosos desastres por el choque de barcos, algunas veces con icebergs, y muchísima gente ha ido a parar a las sepulturas profundas del mar. Muy pronto tales cosas no sucederán, porque todos los barcos serán equipados con radar, el cual alertará a los oficiales del barco de que una colisión es inminente. Una grabación será activada automáticamente, repitiendo desde la oscuridad: “Esta es una alerta. El barco se está aproximando a un objeto. Esta es una alerta. El barco se está aproximando a un objeto”, y la voz no será acallada hasta que el encargado vaya a la sala de radar y corte la grabación. Esto permitirá que los barcos alteren sus cursos y salven vidas.
Yo creo que nuestros jóvenes son completamente y básicamente buenos y sanos; pero ellos también se encuentran viajando en océanos, los cuales para ellos son por lo menos parcialmente desconocidos; donde existen bancos de arena, donde grandes desastres pueden ocurrir a menos que se ponga atención a las amonestaciones.
Ayer, a medida que mi avión se elevaba ganando altura, la voz de la azafata se escuchó claramente en el parlante: “Nos aproximamos a un área donde hay tormentas. Vamos a bordear el peligro, pero va a haber un poco de turbulencia. Verifiquen que sus cinturones estén abrochados en forma segura”.
Y como líder de la Iglesia, y en cierta medida siendo responsable por los jóvenes y por su bienestar, levanto mi voz para decirles: “Ustedes se encuentran en tiempos y áreas peligrosas. Abróchense los cinturones, resistan, y podrán sobrellevar la turbulencia”.
Entrevisto a miles de jóvenes y muchos parecen tropezar. Algunos dan excusas por sus errores y se entregan a racionalizaciones injustificadas. Hoy espero ser capaz de clarificar, por lo menos en parte, la posición del Dios del cielo y de su Iglesia en algunos temas vitales.
Me gustaría hablar primeramente de las palabras y relacionarlas con mi tema. Existe magia en usarlas de manera apropiada. Algunas personas las emplean en forma exacta, mientras que otras lo hacen descuidadamente.
Las palabras son medios de comunicación, y si se usan mal producen una mala impresión. El desorden y los malos entendidos son el resultado de ello.
Las palabras son las que sustentan nuestra vida por completo; son las herramientas de nuestros negocios, las expresiones de nuestro cariño y los registros de nuestro progreso. Las palabras hacen que el corazón palpite y que broten lágrimas de simpatía. Pueden ser sinceras o hipócritas. Muchos de nosotros nos encontramos desprovistos de palabras y somos, en consecuencia, torpes al hablar; algunas veces esto llega a ser solamente un balbuceo y murmullo. Pablo dijo:
“Si por la lengua no diereis palabra bien comprensible, ¿cómo se entenderá lo que decís? Porque hablaréis al aire”. (1 Corintios 14:9).
Y entonces Pedro habla de Pablo y dice en sus epístolas:
“Entre las cuales hay algunas difíciles de entender, las cuales los indoctos e inconstantes tuercen, como también las otras Escrituras, para su propia perdición”. (2 Pedro 3:16)
Al viajar por tierras extranjeras, uno llega a darse cuenta de su completa impotencia al carecer de símbolos y palabras comprensibles.
Los obreros encargados de construir la Torre de Babel eran artesanos diestros en su trabajo. Quítenles sus herramientas: ellos las reemplazarán. Quítenles su destreza: aprenderán una nueva. Pero quítenles sus medios para comunicarse con otros, y entonces la construcción de la torre debe ser abandonada. (Royal Bank of Canada Letter).
Las palabras que confunden al que escucha o al que lee son peores que aquellas que no tienen valor. Un vocabulario razonable de palabras bien escogidas nos da un matiz significativo, que nos permitirá hablar en forma refinada en vez de una manera burda.
Las palabras que son sinónimos poseen mucho en común, pero todavía tienen una aplicación peculiar, tal como: “niño y chiquillo”, “mano y puño”, “relato inexacto y mentira”. Ahora vean la diferencia en estas cuatro frases: “Juan miró a María”, “Juan dio un balazo a María”, “Juan miró fijamente a María”, “Juan miró con fiereza a María”.
Una buena definición para el estilo es: “Palabras adecuadas en lugares adecuados, con pensamiento en orden adecuado”.
La manera correcta de escribir encierra un gran arte. A medida que uno evita la pomposidad, la ambigüedad y la complejidad, logra simplicidad, la cual es una de las más grandes habilidades. Esta transmite significados adecuados a las mentes de otros en forma inmediata, sin ningún esfuerzo por parte de ellos. Ellos perciben un sentimiento de sinceridad e integridad. ¿Quién podría sospechar de los motivos de alguien que habla claramente y plenamente?
“Las notas agrias no llegan a ser dulces porque el músico esta vez haya ido con una corbata blanca y smoking”.
Las palabras deben ser amables y agradables, o firmes y audaces, de acuerdo con las necesidades del momento. Las palabras que traicionan son desagradables y las palabras que confunden son frustrantes.
Algunas personas tienen ideas excelentes, pero sus pensamientos flotan sin ningún propósito en sus cabezas, sin encontrar un paquete de comunicación para emerger, o bien afloran distorsionadas o en fragmentos.
Cada persona debe decir lo que quiere decir, hablando en forma clara e inequívoca. El político debe poner una atención particular a las sutilezas del idioma, para dirigirse a los votantes en forma significativa y no engañosa. La deformación del propósito para fines políticos se ha vuelto algo muy común.
En nuestra vida, nosotros debemos expresar claramente lo que tenemos en nuestras mentes, tal como un comprador diría: “Me gustaría comprar tres rollos de film Kodak”, o como otro comprador podría decir: “Me gustaría comprar tres rollos de film Kodak Ektachrome Color X, a la luz del día, EX 127”. En ese caso, el empleado sabría exactamente lo que desea.
Esto también sucede en la vida social, y ciertamente en lo moral: debe existir una cuidadosa selección de la palabra exacta para expresar el pensamiento.
Se ha informado que un niño ruso posee un vocabulario de 2.000 palabras en su primer año y 10.000 en su cuarto año, mientras que su contraparte en los Estados Unidos posee uno primario de 1.800 palabras; y cuando el niño ruso está leyendo a Tolstói, un niño de la misma edad en los Estados Unidos está trabajando con un libro que se titula “Un trineo divertido”. Esto se hace notar en un artículo en El Horizonte, de julio de 1963.
Aun las pruebas y exámenes, en muchos de los casos, no requieren la expresión del estudiante. Ellos solo tienen que colocar una “X” en el espacio apropiado, evitando así el esfuerzo intelectual de ordenar los pensamientos y expresarlos coherentemente, y teniendo un 50% de oportunidad de estar en lo correcto, aun cuando simplemente adivinen las respuestas.
Sin disciplina, el idioma decae: llega a ser flojo, impermisible, deforme y torpe. Se deteriora y llega a convertirse en lo que James Thurber llama “nuestra cultura oral de simples balbuceos”.
Ahora ustedes se preguntarán por qué he presentado mi discurso con el tema de las palabras. Podría mostrarles algunas palabras de pocas letras para que piensen en ellas: fino, fuego, bien, criar, hogar, piel, roto, deseo, llorar. Y existen otras: cojo, vida, acechar, amor y lujuria.
Aquí he encontrado finalmente las dos palabras sobre las cuales deseo hacer hincapié —palabras que son fuertes y poderosas, palabras que son de vida y de muerte: amor y lujuria.
Permítanme comenzar con una historia. Frente al escritorio se encontraba sentado un joven bien parecido de 19 años y una joven hermosa, tímida pero encantadora, de 18 años. Ellos parecían avergonzados, recelosos, casi aterrados. Él se encontraba a la defensiva y bordeaba la beligerancia y la rebelión. Habían existido violaciones de la ley moral a través del verano e intermitentemente desde que las clases habían comenzado, hasta la última semana. No me encontraba muy sorprendido: he tenido esta clase de visitas muchas veces. Pero lo que me inquietó fue que ellos no parecían tener remordimiento.
Admitieron que actuaron en forma contraria a algunas normas sociales, pero él hizo referencia a revistas, diarios y oradores que aprueban el sexo en la vida prematrimonial, poniendo énfasis en que el sexo es el cumplimiento de la existencia humana.
Finalmente el joven dijo: “Sí, nos entregamos el uno al otro, pero pensamos que no estaba errado, porque nos amamos”. Pensé que lo había entendido. Desde que el mundo comenzó, han existido innumerables inmoralidades, pero escucharlas justificadas por jóvenes de los Últimos Días me chocó. Él repitió: “No, no está errado porque nos amamos el uno al otro”. Aquí encontramos una palabra mal usada.
Ellos habían repetido esta abominable herejía tan a menudo que se habían convencido a sí mismos, y se habían construido una muralla de resistencia detrás de la cual se situaban tercamente y casi desafiantes. Si hubo señales de vergüenza en un comienzo, estas habían sido neutralizadas con su lógica. Se encontraban profundamente atrincherados en esa racionalización.
¿No habían leído en algunos diarios universitarios sobre la “nueva libertad”, donde el sexo en la vida prematrimonial no era sancionado, o por lo menos perdonado? ¿No veían ese relajamiento en cada película, en cada escenario, en las pantallas de televisión y en los diarios? ¿No lo escuchaban en los camarines, en conversaciones privadas? ¿No se había establecido, entonces, en su mundo, que el sexo antes del matrimonio no estaba tan errado? ¿No necesitaban, acaso, un periodo de ensayo? ¿De qué otra manera podían saber si eran sexualmente compatibles para el matrimonio? ¿No habían llegado, como muchos otros, a considerar el sexo como la base de la vida?
Y un proverbio vino a mi mente:
“El proceder de la mujer adúltera es así: come, limpia su boca y dice: ‘No he hecho maldad’” (Proverbios 30:20).
En su racionalización ellos han tenido bastante cooperación, como Pedro dijo:
“Habrá entre vosotros falsos maestros, que introducirán encubiertamente herejías destructoras, atrayendo sobre sí mismos destrucción repentina. Y muchos seguirán sus perniciosos caminos” (2 Pedro 2:1–2).
Y Pedro dijo algo más:
“Las cuales los indoctos e inconstantes tuercen, como también las otras Escrituras, para su propia perdición” (2 Pedro 3:16).
Y aquí ellos encuentran falsos profetas en todas partes, usando la oratoria y la literatura pornográfica, revistas, radio, televisión, conversaciones callejeras… extendiendo estas condenables herejías, las cuales destruyen las normas de la moral, y todo esto para complacer la lujuria de la carne.
Lucifer, en sus diabólicos planes, engaña al incauto y usa cada herramienta que tiene en su poder. Muy rara vez uno asiste a una conversación, a una reunión de un club, a una fiesta o reunión social sin oír vulgaridades, historias obscenas y sugestivas.
Pedro nuevamente advierte:
“Sed sobrios y velad, porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar” (1 Pedro 5:8).
Y el Salvador dijo que aun los elegidos serían engañados por Lucifer si fuera posible. Él usaría su lógica para confundir, y sus racionalizaciones para destruir. Él sombreará los significados, abrirá las puertas pulgada a pulgada y conducirá desde el color blanco más puro a través de todos los tonos grises hasta el negro más oscuro.
Los jóvenes se encuentran confundidos por el astuto engañador, quien usa artificios para atraparlos.
Esta pareja de jóvenes miró más bien asustada cuando les afirmé con firmeza y en forma positiva: “No, mis queridos jóvenes, ustedes no se amaron el uno al otro. Más bien, ustedes se codiciaron el uno al otro”. Y aquí está la otra palabra mal usada.
Pablo dijo a Tito:
“Todas las cosas son puras para los puros; mas para los corrompidos e incrédulos nada les es puro, pues hasta su mente y su conciencia están corrompidas.
Profesan conocer a Dios, pero con los hechos lo niegan, siendo abominables y rebeldes, reprobados en cuanto a toda buena obra” (Tito 1:15–16).
Estoy seguro de que Pedro, Santiago y Pablo encontraban bien desagradable el estar llamando constantemente a la gente al arrepentimiento y previniéndoles de los peligros; pero ellos continuaron impávidamente. Así que nosotros, sus líderes, debemos ser constantes en esto. Si los jóvenes no entienden, entonces la falta puede ser parcialmente nuestra. Pero si les clarificamos el camino, entonces estaremos sin culpa.
“Y cuando el atalaya viere venir la espada sobre la tierra y tocare trompeta y avisare al pueblo, cualquiera que oyere el sonido de la trompeta y no se apercibiere, y viniendo la espada lo hiriere, su sangre será sobre su cabeza” (Ezequiel 33:3–4).
“El sonido de la trompeta oyó, pero no se dio por advertido; su sangre será sobre él; pero el que se dé por advertido salvará su vida.
Pero si el atalaya ve venir la espada y no toca la trompeta, y el pueblo no se apercibiere, y al llegar la espada se lleva a alguno de entre ellos, él, por causa de su iniquidad, será llevado; pero demandaré su sangre de mano del atalaya” (Ezequiel 33:3–6).
Entonces, deseo ayudarles hoy a definir el significado de las palabras y hechos, para fortalecerlos contra el error, la angustia, la pena y el dolor.
El joven y la muchacha permanecían inmóviles y respetuosos. No estaba seguro de si ellos estaban comprendiendo. Aparentemente, su concepto errado había sido sostenido firmemente y por tanto tiempo que era difícil para ellos cambiar inmediatamente.
Ahora conversamos nuevamente sobre esas palabras cortas, tales como: levantar e inclinar; esconder y ocultar; huir y permanecer; perder y ganar; caer y levantar; abrir y cerrar; seducir y salvar; vivir y morir; infierno y hogar; y nuevamente, amar y codiciar. La hermosa y sagrada palabra amor, que ellos habían corrompido, se había degenerado hasta llegar a ser un compañero de la lujuria, su antítesis.
Volviendo atrás con Isaías, los engañadores y racionalizadores eran condenados:
“¡Ay de los que a lo malo llaman bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!
¡Ay de los sabios ante sus propios ojos, y de los que son prudentes delante de sí mismos!” (Isaías 5:20–21).
Y nosotros podemos agregar: ¡Ay de aquellos que tuercen las Escrituras al interpretarlas para encubrir sus debilidades!
La pareja de jóvenes había excusado y justificado su transgresión bajo los términos de que ellos “se amaban” el uno al otro. ¿Existe alguna palabra en el diccionario más mal usada y prostituida que la palabra amor?
Muchos de los términos para el pecado no fueron usados en las Escrituras en los días antiguos, y algunas personas, por eso, excusan sus contaminaciones, porque las transgresiones de la antigüedad no se identifican con la terminología moderna. Pero, si uno lee las Escrituras con cuidado, todos los pecados se encuentran enunciados allí, con cada matiz del error.
Nuevamente Pedro, el grande, dijo:
“Amados, yo os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales, que batallan contra el alma” (1 Pedro 2:11).
Por seguro, cada alma que ha alcanzado la edad responsable, y especialmente aquellos que han recibido el Espíritu Santo después del bautismo, conoce la diferencia; pero tan a menudo nosotros oímos lo que queremos oír y vemos lo que queremos ver. Existe una guerra definitiva en contra del alma cuando la maldad es perpetrada. Y yo desafío a cualquier persona normal que se ha bautizado, que diga que no sabía que lo que estaba haciendo era malo.
No existe compatibilidad entre el pecado y la virtud, entre la culpa y la paz.
Pablo encargó a los Corintios:
“Huid de la fornicación… el que fornica, contra su propio cuerpo peca” (1 Corintios 6:18).
Y para evitar los desastres, Pablo previno:
“No os juntéis con los fornicarios” (1 Corintios 5:9).
Él instó a la gente a tener buena compañía y no comer con los malos, quienes los tentarían; y entonces concluye:
“Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros” (1 Corintios 5:13).
¡Oh, si nuestros jóvenes pudieran aprender esta lección básica! Que siempre tengan buena compañía, que nunca se les encuentre con aquellos que tienden a bajar nuestras normas. Dejemos que cada joven seleccione a sus asociados entre quienes lo mantendrán en la punta de los pies, tratando de alcanzar las alturas. Que nunca escoja entre sus amistades a aquellos que lo animarán a relajarse en la indiferencia.
Debemos repetir lo que hemos dicho muchas veces: la fornicación, con todos sus hermanos y hermanas, grandes y pequeños, es maldad y está completamente condenada por el Señor, tanto en los días de Adán, como en los días de Moisés, en los días de Pablo y en nuestra propia época. La Iglesia no tolera ningún tipo de perversión. El Señor ha indicado su falta de tolerancia, diciendo:
“Porque yo, el Señor, no puedo considerar el pecado con el más mínimo grado de tolerancia” (Doctrina y Convenios 1:31).
Aun así, Él ama al arrepentido. Pablo dijo que aun el gentil convertido debe ser enseñado a “apartarse de las contaminaciones de los ídolos, de fornicación” y de otras desviaciones (Hechos 15:20). Escribió a los Romanos sobre las prácticas corruptas llamadas fornicaciones que existían entre ellos. Exhortó a los Gálatas acerca de “las obras de la carne: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia” y luego agregó: “los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios” (Gálatas 5:19–21).
Ellos son como lo describe Judas:
“Fieras ondas del mar, que espuman su misma vergüenza; estrellas errantes, para las cuales está reservada eternamente la oscuridad de las tinieblas” (Judas 13).
“Estos son murmuradores, quejumbrosos, que andan según sus propios deseos, cuya boca habla cosas arrogantes, adulando a las personas para sacar provecho” (Judas 16).
Hágase saber en forma positiva que la Iglesia no está abandonando sus normas, ni abandona sus prácticas dadas por Dios. Aquellos que tergiversan las Escrituras para justificar sus propios caminos perniciosos son advertidos también en el Libro de Mormón:
“Mas ahora, he aquí, Satanás los arrastra como el tamo que se lleva el viento, o como el barco que, sin vela, ancla ni timón con que dirigirlo, es juguete de las olas; y así como la nave son ellos” (Mormón 5:18).
Cuando las Escrituras son tan claras, ¿cómo puede uno justificar y llamar a la inmoralidad amor? ¿Es lo negro blanco? ¿Es lo malo bueno? ¿Es la pureza inmundicia?
A medida que miraba al joven a los ojos, le dije: “No, muchacho, tú no estabas expresando tu amor cuando le quitaste su virtud”; y a ella le dije: “No existía realmente el amor en tu corazón cuando tú le robaste su castidad. Fue la lujuria lo que los juntó en esta, la más seria de todas las prácticas, próxima al asesinato”. Pablo dijo:
“El amor no hace mal al prójimo” (Romanos 13:10).
Continué: “Si uno realmente ama al otro, uno más bien moriría por esa persona antes que dañarla. A la hora del desenfreno, el amor puro es sacado por una puerta, mientras la lujuria entra furtivamente por la otra. Su cariño ha sido reemplazado por el materialismo biológico y por pasiones incontroladas. Ustedes han aceptado la doctrina que Satanás está tan deseoso de establecer: que las relaciones sexuales están justificadas sobre la base de que son una experiencia agradable en sí misma y que están más allá de las consideraciones morales”.
Cuando los no casados se entregan a la lujuria, la cual induce a la intimidad y a la indulgencia, han permitido que el cuerpo los domine y han encadenado al espíritu. No es posible pensar que alguien pueda llamar a esto amor. Ustedes han ignorado el hecho de que todas las situaciones, condiciones o acciones cuyos placeres o satisfacciones terminan con el acto mismo, nunca producirán pueblos grandes ni construirán grandes reinos.
“Para poder vivir consigo mismo, las personas que violan deben seguir uno u otro de dos caminos: uno de ellos es endurecer la mente y entorpecer la sensibilidad con tranquilizantes mentales, para que así la transgresión pueda ser continuada; el otro es permitir que el remordimiento nos lleve a una convicción total, al arrepentimiento y eventualmente al perdón”.
Esta convicción era precisamente el elemento del cual mis dos jóvenes visitantes carecían. Ellos eran más o menos como el impenitente de quien Isaías dijo:
“Y el hombre vil no se inclina, ni el grande se humilla; por tanto, no lo perdones” (2 Nefi 12:9).
Nadie puede ser perdonado de ninguna transgresión hasta que haya un arrepentimiento; y uno no se ha arrepentido verdaderamente hasta que ha desnudado su alma y admitido sus intenciones y debilidades, sin excusas ni racionalizaciones.
Debe admitir que ha pecado gravemente. Cuando uno se ha confesado a sí mismo sin la más mínima justificación, sin racionalizar su seriedad ni aligerar su gravedad, y admite que el pecado es tan grande como realmente es, entonces está listo para comenzar su arrepentimiento. Cualquier otro elemento del arrepentimiento tiene un valor reducido hasta que la convicción esté totalmente establecida; entonces el arrepentimiento puede madurar y el perdón podrá llegar eventualmente.
Por causa de esta tolerancia tan difundida hacia la promiscuidad, el mundo se encuentra en grave peligro. Cuando el mal es desacreditado, prohibido y castigado, el mundo todavía tiene una oportunidad; pero cuando la tolerancia hacia el pecado aumenta, la perspectiva es sombría y los días de Sodoma y Gomorra de seguro volverán.
Recuerdo que nos encontrábamos en Los Ángeles, años atrás, cuando las noticias estallaron acerca del amor ilícito de cierta actriz de cine, por lo cual quedó embarazada. Debido a su popularidad, fue una gran noticia y apareció en los principales titulares de cada diario del país. No estábamos sorprendidos por su adulterio —se informó que era algo común en Hollywood, como en el mundo en general—. Pero lo que me chocó fue que semejante insensatez fuera aprobada y aceptada por la sociedad.
Los diarios de Los Ángeles realizaron una encuesta entre la gente: clubes de mujeres y ministros, empleados y empleadores, secretarias, maestros y amas de casa. Y casi sin excepción, como si se tratara de una falta leve de un niño, estos líderes de la comunidad encontraron muy poca falta en ella. Criticaron como “puritanos” y “victorianos” a aquellos que lo desaprobaron. “Déjenla vivir su propia vida”, decían, “¿y por qué debemos nosotros interferir con las libertades personales de las gentes?”.
En un estado, en una nación y a través de los mares, la tolerancia hacia el pecado es terrible. No hay vergüenza. Isaías nuevamente lucha en contra del pecado:
“La apariencia de sus rostros testifica contra ellos; porque como Sodoma manifiestan su pecado; no lo ocultan. ¡Ay del alma de ellos!, porque trajeron mal para sí” (Isaías 3:9).
Para que sea entendida la posición de la Iglesia en cuanto a la moralidad, declaramos firmemente e inalterablemente que esta no es una prenda gastada, descolorida, pasada de moda y raída. Dios es el mismo ayer, hoy y siempre, y sus convenios y doctrinas son inmutables. Y cuando el sol se enfríe y las estrellas dejen de brillar, la ley de castidad todavía será básica en el reino de Dios y en la Iglesia del Señor.
Los valores antiguos son sostenidos por la Iglesia, no porque sean antiguos, sino porque, a través de los años, han probado estar correctos. Esta siempre será la regla.
Continué con la pareja de jóvenes, diciendo:
“La juventud de hoy día está viendo muchas películas que son para adultos solamente, las cuales exaltan el sexo. Hay demasiados internados mixtos en el campo universitario, demasiadas fiestas de tono elevado para los adolescentes, muchas chicas con vestidos llevados al extremo, con suéteres ajustados, llamando la atención con el sexo. Y demasiados jóvenes con prendas ajustadas y sugestivas.
La juventud, en general, ha escuchado mucha propaganda en la radio, la televisión y ha visto demasiado en los diarios, en avisos y en las revistas, donde el sexo es usado como estímulo para las ventas. Ha habido demasiados autos estacionados. Han leído muchas novelas donde el sexo es el tema central y dominante.
¿Qué clase de mundo tendríamos —les pregunté a estos jóvenes— si esta herejía por la cual ustedes han abogado, del relajo del sexo en la vida prematrimonial y el alegato por el “amor libre”, fuera correcta? El mundo, ya enfermo, expiraría. No estamos hablando de un mundo asexual, porque una generación asexual moriría en una sola generación, si en realidad pudiera suceder. Una civilización sexualizada perecerá por causa de su propia podredumbre, cuando esta madure en iniquidad.
La vida sexual pura en el matrimonio es aprobada. Hay un tiempo apropiado para todas las cosas que tienen valor. En la antigüedad, una ciudad o una civilización podía desintegrarse sin afectar seriamente al resto del mundo; pero hoy en día, por causa de las facilidades de comunicación y transporte, todo el mundo se ha convertido en una comunidad”.
En nuestra era de la producción en masa, en los últimos años hemos presenciado la reducción de las personas a cosas: un número de código, un suscriptor, una tarjeta perforada. Cada reducción indica que la persona es desechable, reemplazable.
“Una persona no es una función, ni un medio, ni un instrumento, sino un fin en sí mismo; pero el mundo habla con una voz amplificada por miles de canales de televisión y por medio millón de imprentas”.
Esto impulsa el materialismo biológico, según el cual el hombre es un ser consumidor, una función reproductora, una colección de destrezas, o una unidad en la fuerza laboral. Esto convierte a los hombres en simples funcionarios, destruye su ser y les hace perder su propio sí mismo, empequeñecido por el universo que lo rodea. Y es doblemente cierto cuando las personas son “usadas” para complacer pasiones físicas en la ilegitimidad.
Este repulsivo sentido de “cosas” se encuentra bien retratado en algunas líneas de John Pauker en The New Republic, del 5 de enero de 1963:
“Miré y miré nuevamente. No había gente: la gente había desaparecido. La gente se había ido. Pero las cosas que ellos habían creado todavía estaban allí. Un traje de tela y una bata caminaban del brazo con un perro al final del grupo de los tres. El perro estaba allí gruñendo. En la calle, un tráfico de vehículos fluía, pero sin conductores o pasajeros.
Las máquinas eléctricas asolaban y los revólveres disparaban como siempre. Las cosas iban y seguían sus pasos, y parecían estarse divirtiendo bastante. Deseaba mirarme en un espejo, pero no me atreví”.
Realmente nosotros no amamos las cosas. Usamos las cosas —como un limpiapiés, automóviles, ropa, máquinas—, pero amamos a la gente mediante el servicio que les prestamos y por la contribución que hacemos a su bien permanente. El Señor parecía reconocer esto cuando enseñó:
“Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mateo 6:33).
Y nuevamente, las diferencias fueron manifestadas en las instrucciones a Pedro, cuando el Señor preguntó tres veces:
“Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que estos?”
A lo que Pedro respondió:
“Sí, Señor; tú sabes que te amo”.
Y vino la respuesta:
“Apacienta mis ovejas” (Juan 21:15–17).
¿Cuáles fueron “estas cosas” que quedaron en segundo lugar por amor a su Señor y a su prójimo? Yo creo que fueron los barcos, las redes, los peces, los deseos y aun las pasiones.
Los contactos sexuales fuera del matrimonio legal convierten al individuo en una cosa para ser usada, explotada, desechada, cambiante, gastable y arrojada.
Y cuando nos encontremos ante el gran Juez en el Tribunal de Justicia, ¿nos pondremos delante de Él como una cosa, como un cuerpo carnal depravado y lleno de hechos carnales? ¿O como un hijo de Dios, erguido, digno y con honra? Y cuando respondamos a las preguntas vitales, ¿seremos capaces de decir?:
“Construí y no destruí. Levanté y no derribé. Crecí y no me marchité. Ayudé a otros a crecer y no los empequeñecí. Les ayudé y no los estorbé. Amé intensamente y bendije, y no codicié hasta llegar a dañar”.
Mi joven pareja todavía se encontraba racionalizando y excusándose, y dije nuevamente:
“Cualquier clase de hazaña sexual para el soltero —desde la primera emoción lujuriosa de las pasiones, relacionada consigo mismo o con otros— es un pecado. Y cuando los hábitos del pensamiento son pervertidos, las vidas manchadas y las leyes de Dios transgredidas, entonces las culpas deberán ser pagadas”.
Como algunos vendedores que exageran al promover sus productos, demandando mucho más de lo que estos pueden dar, la explotación sexual promete lo que nunca ha podido producir ni dar. Por lo tanto, la vida sexual impropia fuera del matrimonio solamente produce desengaños, disgustos y, generalmente, rechazo, mientras impulsa a sus participantes a lo largo de un camino con repetidos encuentros destinados al fracaso.
Muy a menudo, la pareja que ha sido promiscua, aquellos que han sido desenfrenados y han cruzado las líneas del decoro, llegan a disgustarse el uno con el otro e interrumpen sus amistades. Muchos llegan a sentir aversión, y algunos incluso a odiar a su compañero en el pecado.
La relación sexual ilícita es un acto egoísta, una traición y una deshonestidad. No estar dispuesto a aceptar la responsabilidad es ser cobarde y desleal.
El matrimonio es para esta vida y para la eternidad. La fornicación y todas las otras desviaciones son para el momento, para una hora, para el “hoy”. El matrimonio brinda la vida; la fornicación conduce a la muerte. El sexo en la vida prematrimonial promete lo que nunca podrá cumplir ni entregar. El rechazo es a menudo el fruto, al mover a sus participantes por caminos de repetidos tropiezos.
El octavo de los Diez Mandamientos dice:
“No robarás”.
Aun así, este acto inmoral es una explotación y un robo en su peor expresión. Sustrae —con o sin permiso— la posesión más inapreciable, irrecuperable e irremplazable de un individuo: la castidad y la virtud.
En una hora oscura y sin gloria las vidas pueden ser quitadas; pero, a lo largo de la vida, la salud perdida puede recuperarse, la fortuna perdida puede volverse a acumular, la libertad perdida puede lucharse y, posiblemente, recuperarse. Pero cuando se ha perdido la castidad, esta se ha perdido para siempre; y cuando se ha robado la virtud, esta no puede ser devuelta.
¿No es esta una de las razones principales por las que este pecado prohibido es tan aborrecible como el asesinato? Porque nunca podrá ser completamente compensado, devuelto ni reparado.
“No cometerás adulterio” (y nosotros agregamos su mellizo: fornicación) y también “No matarás”, vinieron tañendo desde el monte Sinaí.
Uno puede quitar una vida con facilidad, pero nunca podrá restaurarla. Y es así que, cuando el dolor de la futilidad y el remordimiento revelen la inutilidad del acto, tendrá que venir el momento en que el fornicario o el adúltero, al igual que el asesino, desearán poder esconderse: esconderse de todo el mundo, de todos los fantasmas —especialmente de los propios—, y no encontrarán un lugar donde ocultarse.
Hay esquinas oscuras, lugares apartados y autos cerrados donde se puede cometer la transgresión, pero ocultarla por completo es imposible. No hay noches tan oscuras, ni habitaciones tan completamente cerradas, ni cañones tan profundos, ni desiertos tan deshabitados donde uno pueda esconder sus pecados de sí mismo y del Señor. Eventualmente, uno todavía ha de enfrentarse consigo mismo y con su Gran Juez.
Caín tuvo dificultad para esconderse. El Señor le preguntó:
“¿Dónde está Abel, tu hermano?”
¿Pensó que estaba engañando al Señor o a sí mismo? La siguiente pregunta no fue una indagación simple, sino una acusación y una condenación:
“¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra. Y ahora maldito seas tú de la tierra, que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Errante y extranjero serás en la tierra”.
Y Caín dijo a Jehová:
“Grande es mi castigo para ser soportado. He aquí me echas hoy de la tierra” (Génesis 4:9–14).
Ese fue realmente un asesinato. En un grado más bajo, está la relación ilícita del sexo, la cual, por supuesto, incluye las caricias impuras, la fornicación, el adulterio, los actos de homosexualidad y otras perversiones.
El Señor podrá decir a los ofensores, tal como dijo a Caín:
“¿Qué has hecho?”
Los hijos que has concebido harán cargos condenables contra ti; los compañeros que han sido frustrados y violados te condenan; el cuerpo que ha sido corrompido clama en tu contra; el espíritu que ha sido empequeñecido te culpa. Tú mismo tendrás dificultades a lo largo de los años para perdonarte completamente.
Después de haber mirado el cuerpo abatido a sus pies —y especialmente después de que los tormentos del infierno comenzaron a perseguirlo, y que el fantasma de su hermano comenzó a seguirlo—, Caín debe haber deseado con todo su corazón poder devolver la vida de Abel.
El Señor no maldijo a Caín; fue Caín quien, al romper una ley eterna, se maldijo a sí mismo.
Y cada hombre o mujer que es culpable de conducirse moralmente mal, podrá mirar los cuerpos corrompidos —el suyo y el de otros—; reconocerá las mentes frustradas y deformadas; y, a medida que los fantasmas comiencen a seguirlo, deseará con todo su corazón poder devolver la castidad, restaurar la tranquilidad y la paz en las mentes, en los corazones y en las vidas de aquellos a quienes ha dañado.
Desde el mismo decálogo, desde el mismo Sinaí, vinieron las leyes de Dios. Después de haber creado al hombre a su propia imagen, varón y mujer, Dios ejecutó la sagrada ceremonia del matrimonio por las eternidades para Su Adán y Eva. En ese comienzo estableció un modelo de vida sexual, consecuente con todas las razones y decoros.
En esa primera bendición de matrimonio, el Señor dio un mandamiento a estos dos seres, quienes se complementarían el uno al otro: multiplicarse, ser fructíferos y traer hijos al mundo. Caín y Abel fueron solamente dos de los muchos hijos e hijas.
Este mandamiento no fue una licencia para satisfacer simples apremios biológicos, porque Dios siguió con otra ordenanza:
“Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” (Génesis 2:24).
Juntarse es adherirse, pegarse; y el Señor dio como propósito de esa unión poblar la tierra, llenarla, someterla y tener dominio sobre ella. Había un propósito sublime en la creación, en la relación correcta de esposo y esposa; pero nunca podrán justificarse las intimidades fuera del matrimonio.
Los actos sexuales en la vida prematrimonial son una decepción, una mentira. El Señor preguntó:
“¿Qué padre de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si pescado, en lugar de pescado, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión?” (Lucas 11:11–12).
El pan es el báculo de la vida, mientras que una piedra no tiene vida y, en realidad, a veces es un asunto de muerte. El pez como alimento nutre y sostiene el cuerpo, como también lo hace el huevo; pero la serpiente destruye la vida y es símbolo de la muerte.
Las funciones propias del sexo nos traen posteridad, responsabilidad y paz; pero la vida sexual prematrimonial trae dolor, pérdida de la autoestima y muerte espiritual, a menos que haya un arrepentimiento total y continuo.
¿Cuáles son los frutos de la inmoralidad? En vez de multiplicar y llenar la tierra, se hace todo esfuerzo por evitar la concepción y el nacimiento de la progenie. Desde el tiempo de Adán, ninguna alma ha sido feliz mediante la transgresión. El Señor ha dicho:
“Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego.
Así que, por sus frutos los conoceréis” (Mateo 7:19–20).
Y también se repite la advertencia:
“Ya también el hacha está puesta a la raíz de los árboles” (Mateo 3:10).
“Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces” (Mateo 7:15).
¿Sería posible que hubiera buen fruto de las indulgencias prematrimoniales?
Nuestro gran conocimiento científico acerca de nuestros cuerpos y sus funciones, y de nuestras mentes y sus operaciones, parece que no ha sido traducido en virtud. Como ejemplo, todo lo que hemos aprendido últimamente de las investigaciones sobre los efectos dañinos del tabaco ha contribuido muy poco para desanimar su uso; aun las sagradas revelaciones fueron ignoradas. Y todo lo que se ha dicho desde el punto de vista científico y médico sobre las enfermedades sociales parece haber influido muy poco en alejar a la gente de la inmoralidad —en realidad, menos aún que cualquiera de los mandamientos del Señor.
Recientemente, en un diario local, leímos del gran aumento de las enfermedades sociales en las grandes ciudades de nuestro país.
No vale tanto lo que sabemos, sino lo que hacemos con lo que sabemos. Del Dr. Jenkins, del Departamento de Salud de la Universidad de Utah, citamos lo que dijo: que la gonorrea y la epidemia de sífilis estaban atacando en ese mismo momento a treinta de las ciudades más grandes de la nación.
En Deseret News, del 13 de diciembre de 1964, se citaba lo dicho por un corresponsal de prensa en Washington:
“Algunos expertos generales han visto una decadencia moral en general”
Y señalaba el mayor aumento de las enfermedades venéreas entre los jóvenes.
Vivimos en una época estéril, o así parece: una edad cuando los jóvenes se vuelcan al sexo para escapar de la soledad, la frustración, la inseguridad y la falta de interés. “¿Qué podemos hacer?”, reclaman los jóvenes. Ellos se muestran muy poco interesados en la lectura, en la asociación familiar, en las actividades sociales de la juventud y en los bailes de la comunidad. Necesitan algo más estimulante.
Hace tiempo dejaron de crear sus propias entretenciones, las cuales podían ser tan limpias y dignas como ellos deseaban. Hoy miran televisión, van a espectáculos en la ciudad y a los llamados “fosos de pasiones” (autocines), donde son sobreestimulados sexualmente. ¡Oh, cuánto anhelo una generación de jóvenes que vuelva a la simplicidad! Lejos de los programas “enlatados”, en la mayoría de los cuales hay ingredientes que estimulan y agitan las pasiones humanas.
Cuando hablamos del sexo, nuestro primer pensamiento es el adulterio o la fornicación; pero nuestro segundo pensamiento, muy cercano a esos, es la estimulación sexual hacia uno mismo o con otros, algunas veces llamada acariciarse. Es una transgresión perjudicial y condenable en sí misma y, por supuesto, la puerta hacia los actos de fornicación y adulterio.
Y el mundo continuará muriendo, autodestruyéndose, hasta que la gente comience a usar las palabras en su verdadero significado; hasta que llamemos las cosas por su nombre: al pan, pan; al agua, agua, y no “líquido”; al acariciarse, pecado grave, y no “diversión sin trascendencia”. Hasta que arranquemos la desagradable máscara de su fea cara y saquemos del cuerpo lujurioso la piel de oveja con la cual este lobo vicioso ha escondido su verdadera personalidad.
El joven es desleal a su hombría cuando promete popularidad, seguridad, diversión e incluso amor, cuando todo lo que realmente ofrece es pasión con sus frutos diabólicos: complejos de culpabilidad, disgusto, odio, aborrecimiento, eventualmente abominación y, posiblemente, embarazo ilegítimo y deshonra. Defiende su supuesto “caso de amor”, pero lo único que ofrece es lujuria.
De la misma manera, la jovencita se vende demasiado barato. Ella le pide un pez, y él le da una serpiente. Él le pide pan, y ella le da una piedra. Ella trata de alcanzar higos, y se hiere las manos con espinas. Él pudo haber tenido uvas, y solo obtiene cardos. Ella pide un huevo, y él la aguijonea con un escorpión. El resultado es deterioro de la vida y gangrena del alma.
El reverendo Lawrence Lowell Gruman dijo:
“Es, en realidad, una moralidad muy curiosa la que minimiza el sexo y reduce a los seres humanos a enanos buscadores de placer. Porque si el sexo es bueno, tanto como el comer y el dormir son buenos, entonces este también es bueno, pero tiene límites específicos y un lugar apropiado: dentro del matrimonio”.
Y todavía estos jóvenes hablan de amor. ¡Qué manera de corromper este hermoso término! La palabra ha sido prostituida también en relación con la homosexualidad. Ambos —fornicación y homosexualidad— pertenecen al reino de sustraer, no de dar; de matar, no de salvar; de destruir, no de construir.
El fruto es amargo porque el árbol es corrupto. Sus labios dicen: “Te amo”, pero sus cuerpos dicen: “Te deseo”. El amor verdadero es bondadoso y saludable. Amar es dar, no quitar. Amar es servir, no explotar.
Cuando cantamos canciones populares hablamos de “amor”, pero en realidad estamos codiciando y deseando. ¿Por qué la gente se engaña a sí misma y engaña a los demás? ¿Por qué no decir las cosas como realmente son?
Indudablemente, la esposa de Potifar aduló a José y expresó su supuesto amor por él al principio. Cuando esto falló, usó la fuerza y la intriga; y cuando eso también fracasó, trató de cubrirlo con el chantaje. Con una conciencia limpia, aquella oscura ojeriza de la esposa de Potifar debe haber sido para José una prisión mucho más agradable que la explotación y la contaminación a que ella lo invitaba.
Ella le dijo a José: “Te amo”; pero lo que realmente quería no era a José, sino su cuerpo hermoso y atractivo.
El Dr. Gruman explica:
“El encuentro sexual debe ser una afirmación completa y libre de la otra persona… un compromiso total hacia ella, lo cual indica permanencia; y la permanencia se traduce en el matrimonio. Cuando usamos y somos usados, fracasamos como seres humanos e hijos de Dios”.
¿Qué es el amor?
Muchas personas lo piensan como una mera atracción física y hablan descuidadamente de “enamorarse” o del “amor a primera vista”. Esta puede ser la versión de Hollywood y la interpretación de aquellos que escriben canciones románticas o ficción. El verdadero amor no está envuelto en un papel tan endeble.
Uno puede sentirse atraído de inmediato hacia otra persona, pero el amor es mucho más que la atracción física. Es profundo, completo y comprensivo. La atracción física es solo uno de los muchos elementos, pero también deben existir la fe, la confianza, la comprensión y una gran dedicación y compañerismo. El amor es limpieza y progreso, sacrificio y generosidad.
Esta clase de amor nunca se cansa ni decae, sino que sobrevive a las enfermedades y penas, a la pobreza y privaciones, a los logros y desengaños, al tiempo y a la eternidad. Para que el amor continúe, debe existir siempre un aumento constante de confianza y comprensión, y una expresión frecuente y sincera de aprecio y afecto. Debe haber renuncia de sí mismo y una constante preocupación por el otro. Los intereses, esperanzas y objetivos deben enfocarse constantemente en un solo canal.
Por muchos años, vi a un hombre fuerte llevar a su esposa pequeña, debilitada y enferma de artritis, a las reuniones donde ella quería ir. No había allí expresión sexual, pero sí una generosa demostración de afecto. Pienso que eso es amor puro.
Vi a una mujer agradable servir a su esposo durante muchos años, cuando él se encontraba enfermo con distrofia muscular. Ella le sirvió de mano y de pie, noche y día, cuando todo lo que él podía hacer era cerrar los ojos en señal de agradecimiento. Yo considero que eso es amor.
Conocí a una madre que cargó a su desafortunado hijito hasta que su cuerpo pesó demasiado; entonces empujó una silla de ruedas durante los años que siguieron, hasta su muerte. Este niño enfermo nunca pudo expresar su aprecio. Me parece a mí que eso era amor.
Otra madre visitaba regularmente a su hijo en la cárcel. Ella no podía recibir nada de él, pero le dio muchísimo, todo lo que poseía.
Si alguno piensa que el acariciarse u otra desviación son demostraciones de amor, que se pregunte: ¿Si este cuerpo hermoso que he mal usado quedara repentinamente deforme o paralítico, serían mis reacciones las mismas? ¿Si este hermoso rostro fuera desfigurado por las llamas, o este cuerpo usado quedara rígido, o esta mente perspicaz con la que he disfrutado quedara en blanco, sería yo todavía un amante tan ardiente? ¿Si la vejez o alguna de sus consecuencias viniera repentinamente a mi novia, cuál sería mi actitud?
Las respuestas a estas preguntas podrían ser la prueba para saber si realmente se está enamorado, o si solo existe una atracción física que impulsa a los contactos impropios.
El joven que protege a su novia de todo uso o abuso, del insulto y la infamia, de sí mismo o de otros, ese joven podría estar expresando verdadero amor.
Pero el que usa a su compañera como un juguete biológico para darse una satisfacción momentánea, ese actúa por lujuria, lo opuesto al amor. La jovencita que procura ser espiritualmente, mentalmente y físicamente atractiva, y que no con sus palabras, ni con su vestido, ni con sus acciones provoca las reacciones físicas de su compañero, esa puede estar mostrando verdadero amor. Pero la que toca, incita, acaricia y tienta, está usando conocimiento y no amor; eso es lujuria y explotación.
Algunas veces hay mellizos, como Jacob y Esaú: uno peludo, grosero y diabólico; el otro llano, limpio y bien parecido. Así también había dos hermanos, los dos hijos de Adán: uno tosco, egoísta y perverso; el otro bueno, leal y digno. Sus nombres se componían de cuatro letras: Caín y Abel. Y así también, palabras como amor y lujuria son directamente opuestas.
Hablándole a mi joven pareja, les dije nuevamente:
“No, si se maneja egoístamente, no es amor, es egoísmo. No, si niega el bienestar del otro, no es amor, es irresponsabilidad.
Si las relaciones sexuales son solamente un alivio o una técnica, y el compañero se convierte en algo que se puede cambiar, entonces el sexo desciende al compulsivo nivel del animal”.
La inmoralidad trae consigo, por lo general, una honda y perdurable culpabilidad. Y este es un factor que no debemos descuidar. Estos complejos de culpabilidad no resueltos son la fuente de muchas depresiones mentales, del arma del suicidio, de personalidades torcidas, de heridas que dejan cicatrices y que pueden decapitar individuos o familias.
Juan el Revelador escribió:
“Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras” (Apocalipsis 20:12).
“Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego” (Apocalipsis 20:15).
“Y una pregunta que seguramente se formulará cuando llegue este momento vital es: ¿nos pondremos de pie delante del Gran Juez y estaremos orgullosos o avergonzados, satisfechos o frustrados? Y ningún joven o adulto normal que haya recibido el Espíritu Santo puede decir con conciencia que no sabía que estas cosas eran transgresiones.
Los amoríos sexuales prematrimoniales están equivocados, no porque la Iglesia se declare en contra de ellos, sino que la Iglesia se declara en contra de ellos porque están equivocados y porque hieren y destruyen a la gente, que son los hijos de Dios”.
La joven pareja todavía estaba sentada delante de mí. Ellos mencionaron una posible boda en el futuro, aparentemente pensaron impresionarme, y se asustaron un poco cuando yo dije en forma pasiva:
“Ustedes deberían estar casados inmediatamente”.
E hice acotación a esta escritura:
“Y si alguno engañare a alguna doncella que no fuere desposada, y durmiere con ella, deberá pagar dote por ella y tomarla por mujer” (Éxodo 22:16).
Y nuevamente en Moisés:
“Si alguno hallare a una joven virgen que no fuere desposada, y la tomare y se acostare con ella, y fueren descubiertos, …ella será su mujer, por cuanto la humilló; no la podrá despedir en todos sus días” (Deuteronomio 22:28–29).
Estas dos personas eran “mercadería dañada”. Se habían prostituido el uno al otro. Habían jugado con sus cuerpos. Pero ahora estaban horrorizados con solo pensar en un casamiento inmediato. Y él protestó:
“¿Por qué? ¡No podemos casarnos! No estamos preparados para el matrimonio. No hemos terminado nuestra educación. No tenemos trabajo. No estamos listos para formar un hogar, comprar ropa, pagar alimentos, arriendo, automóvil, médico, hospital. No estamos listos para asumir las responsabilidades de ser padres”.
Entonces les pregunté, con la mayor amabilidad que pude:
“Entonces, ¿por qué se precipitaron en esta situación? ¿Por qué realizaron el acto que los convertiría en padres? ¿Por qué se comprometieron en una relación que demanda un hogar, un empleo, un estado, responsabilidades? Su acto irresponsable los identifica como inmaduros. Ustedes no conocen el significado de la responsabilidad, pero ahora deben enfrentarla lo mejor que puedan. Apenas son capaces de caminar solos como niños pequeños, y ya están dispuestos a ser padres. No han aprobado el examen de primaria y ya se matricularon en la universidad.
Ustedes hicieron una elección cuando rompieron la ley de castidad y abandonaron la virtud. En esa hora, la libertad fue reemplazada por los grillos de la tiranía. Aceptaron las cadenas, limitaciones, penas y pesares, cuando pudieron haber tenido libertad y paz”.
El rey Benjamín dijo:
“Y ahora bien, os digo, hermanos míos, que después de haber sabido y de haber sido instruidos en todas estas cosas, si pecareis y obraseis contra lo que se ha hablado, de modo que os apartéis del Espíritu del Señor, para que no tenga cabida en vosotros para guiaros por las sendas de la sabiduría, a fin de que seáis bendecidos, prosperados y preservados,
os digo que el que hace esto se declara en rebelión abierta contra Dios; por tanto, prefiere obedecer al espíritu maligno y se convierte en enemigo de toda rectitud; por tanto, el Señor no tiene lugar en él, porque no habita en templos impuros.
De modo que, si ese hombre no se arrepiente, y permanece y muere enemigo de Dios, las demandas de la justicia divina despiertan en su alma inmortal un vivo sentimiento de su propia culpa, que lo hace retroceder de la presencia del Señor y le llena el pecho de culpa, dolor y angustia, que es como un fuego inextinguible, cuya llama asciende para siempre jamás” (Mosíah 2:36–39).
Ahora, sería completamente indecoroso condenar el pecado sexual sin explicar a aquellos que han caído en estas tentaciones y se han corrompido, que eventualmente existe perdón, siempre que haya un arrepentimiento proporcional.
“La vía del transgresor es dura”, larga y espinosa. Pero el Señor ha prometido que, para todos los pecados y errores —excepto los imperdonables—, existe el perdón.
Sin embargo, muchos entienden mal el principio del arrepentimiento y creen erróneamente que un cambio de política, el romper un hábito, o unas pocas oraciones pueden hacerlos regresar en horas o días las largas distancias que han descendido en meses o años.
El Señor ha dicho:
“No me recordaré más de sus pecados” y “serán perdonados”.
Pero, algunas veces, toma más tiempo escalar nuevamente la cumbre del cerro que lo que costó bajarlo. Y muchas veces es mucho más difícil.
Anteriormente hemos mencionado la autoconvicción. Uno no comienza su arrepentimiento hasta que el pecado ha sido cometido. Pero cuando una autoconvicción total se aplica a una nueva vida, y las oraciones y ayunos se multiplican en humildad, intensificados con lágrimas santificadas, entonces el arrepentimiento comienza a crecer y eventualmente llega el perdón.
El rey Benjamín dijo que el impenitente tendrá un:
“Vivo sentimiento de su propia culpa que lo hace retroceder de la presencia del Señor, y le llena el pecho de culpa, dolor y angustia, que es como un fuego inextinguible, cuya llama asciende para siempre jamás” (Mosíah 2:38).
Y el profeta Jacob enseñó que aquellos que rechazan el evangelio y se resisten al arrepentimiento:
“Se presentarán con vergüenza y terrible culpa ante el tribunal de Dios” (Jacob 6:9).
Un pensamiento básico que nadie puede desestimar es la declaración de Amulek:
“Y te vuelvo a decir que no puedes salvarlos en sus pecados… él ha dicho que nada inmundo puede heredar el reino de los cielos; por tanto, ¿cómo podéis salvaros en vuestros pecados?” (Alma 11:37).
Pero para aquellos que han quebrantado la ley de castidad y han caído, existe la promesa del perdón. El Señor encarga a los líderes de Su Iglesia que, cuando haya un arrepentimiento total, “vosotros les perdonaréis”. Y Él dice:
“He aquí, quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y Yo, el Señor, no los recuerdo más.
Por esto podéis saber si un hombre se arrepiente de sus pecados: he aquí, los confesará y los abandonará” (Doctrina y Convenios 58:42–43).
Pablo llamó la atención de los santos en Corinto:
“Y si la trompeta diere sonido incierto, ¿quién se preparará para la batalla?” (1 Corintios 14:8).
Creo que la juventud de Sion desea escuchar claramente y sin confusión los tonos de la trompeta. Y mi esperanza es poder tocar ese tono con exactitud y precisión, para que ninguna persona honesta sea jamás confundida. Espero estar aclarando la posición del Señor y de Su Iglesia en relación con estas prácticas que ni siquiera deberían mencionarse.
La masturbación, una indiscreción bastante común, no es aprobada por el Señor ni por Su Iglesia, sin importar lo que digan otros cuyas normas son más bajas. Se insta a los Santos de los Últimos Días a evitar esta práctica.
Una persona es el hacedor de sí misma. Puede controlar su propio destino, si es normal. James Allen escribió:
“El hombre es literalmente lo que él piensa; su carácter es la suma completa de todos sus pensamientos. El acto es la flor del pensamiento; el gozo y el sufrimiento son sus frutos. Deje que un hombre altere radicalmente sus pensamientos, y se asombrará de la rápida transformación que producirá en las condiciones materiales de su vida”.
Y nuevamente:
“El hombre se encadena solamente a sí mismo; los pensamientos y las acciones son los carceleros del destino: aprisionan al ser ruin; pero también son los ángeles de la libertad: liberan al ser noble”.
Cualquiera que se encuentre prisionero de esta flaqueza debe abandonar este hábito antes de ir a una misión, de recibir el santo sacerdocio o de entrar en el templo para recibir sus bendiciones.
Algunas veces la masturbación es la introducción para pecados más serios, como el exhibicionismo, y uno más burdo: la homosexualidad. Nos agradaría evitar mencionar términos tan profanos y prácticas tan reprobables, si no fuera por el hecho de que tenemos la responsabilidad con la juventud de Sion de que no sean engañados por aquellos que llaman a lo malo bueno y a lo negro blanco.
Esta transgresión profana o bien está creciendo rápidamente, o la tolerancia le está dando una publicidad más amplia. Si alguno posee tales tendencias o deseos, debe vencerlos de la misma manera que vencería el deseo de acariciar, fornicar o adulterar. El Señor condena y prohíbe esta práctica con el mismo vigor con que condena el adulterio y otros actos sexuales. Y la Iglesia excomulgará al adicto impenitente.
Nuevamente, y en contra de las declaraciones y creencias de mucha gente, este pecado —igual que la fornicación— puede ser vencido y perdonado, pero solo sobre la base de un arrepentimiento profundo y permanente, lo que significa un abandono total y una transformación completa de pensamientos y hechos. El hecho de que algunos gobiernos, iglesias o individuos corrompidos hayan tratado de rebajar esta conducta de la categoría de ofensa criminal a un simple “asunto personal” no cambia en nada la naturaleza ni la seriedad de la práctica.
Los hombres buenos, los sabios, los temerosos de Dios en todas partes todavía denuncian esta práctica como indigna de los hijos de Dios. Y la Iglesia de Cristo la denuncia y condena mientras los hombres posean un cuerpo que pueda ser corrompido.
Anteriormente en nuestro tratado citamos lo que dijo Pedro:
“Yo os ruego… que os abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma” (1 Pedro 2:11).
Y Santiago dice:
“El hombre de doble ánimo es inconstante en todos sus caminos. Bienaventurado el varón que soporta la tentación; porque cuando haya resistido la prueba, recibirá la corona de vida, que Dios ha prometido a los que le aman.
Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie. Sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido.
Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte. Amados hermanos míos, no erréis” (Santiago 1:8, 12–16).
Este pecado aborrecible de la homosexualidad viene desde tiempos antiguos. Muchas ciudades y civilizaciones han dejado de existir por causa de él. Estuvo presente cuando los israelitas vagaban por el desierto; fue tolerado por los griegos; y se hallaba en los años de la Roma corrompida.
En el Éxodo, la ley requería la muerte del reo que cometiera relaciones con animales, del que incurriera en incesto o del depravado que practicara la homosexualidad u otros vicios.
Es un tema desagradable de tratar, pero me siento urgido a hacerlo con firmeza, para que ningún estudiante en esta universidad y ningún joven en la Iglesia tenga jamás duda sobre la naturaleza ilícita y diabólica de este programa perverso.
Nuevamente, Satanás engaña e induce a la lógica y la racionalización, que destruirán al hombre y lo transformarán en siervo de Satanás para siempre.
Recuerden lo que Pablo dijo a Timoteo:
“Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias; y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas” (2 Timoteo 4:3–4).
Que nunca se diga que la Iglesia ha evitado condenar estas prácticas ociosas o ha cerrado los ojos ante este pecado abominable. Estoy seguro de que esta universidad nunca matriculará, a sabiendas, a ninguna persona impenitente que practique estas conductas, ni tolerará en su campus a nadie que, teniendo tales tendencias, falle en arrepentirse y poner su vida en orden.
Volvamos a las palabras. En la concordancia de mi Biblia, existen 500 referencias al amor. Ninguna lo interpreta como carnal, sexual, manoseado, acariciado, pervertido, fornicación ni manipulado. En las mismas concordancias hay 53 referencias al adulterio, y ninguna de ellas conecta este acto sexual condenable con la verdadera inclinación de lo que es el amor. También encontré 32 referencias sobre la fornicación, pero ninguna identifica este acto prohibido con un amor santo y sagrado.
El hombre habla del “acto del amor”, de “hacer el amor” y de la “vida de amor”, cuando en realidad quieren decir algo completamente diferente. No puede existir una vida de amor verdadero fuera del matrimonio.
Pablo aclaró esto cuando dijo:
“Pero el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo” (1 Corintios 6:13).
Esto también se aplica a las otras manifestaciones sexuales detestables ya mencionadas.
Y Pablo dio a los corintios un duro golpe de advertencia cuando les indicó que estos pecados cierran la puerta al reino:
“No erréis; ni los fornicarios, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones… heredarán el reino de Dios” (1 Corintios 6:9–10).
Para clarificar aún más: la fornicación es el mismo acto que el adulterio, excepto que uno corresponde a los solteros y el otro a los casados. Muchas veces las palabras pueden intercambiarse en la Biblia. La pena de dicha ley era la muerte, como se indica cuando los escribas y fariseos trajeron al Señor a la mujer sorprendida en adulterio y dijeron:
“En la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?” (Juan 8:5).
Es notable que el Redentor no negara la ley, pero hizo huir a sus enemigos con una frase certera:
“El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (Juan 8:7).
Más adelante no hay evidencia de que el Salvador le concediera perdón inmediato; lo que sí hizo fue mandarla a arrepentirse.
Yo no encuentro en la Biblia términos modernos como acariciarse ni homosexualidad. Sin embargo, hallé numerosas escrituras que prohíben tales actos bajo cualquier nombre con que se los intente disfrazar. Aunque no aparece la palabra homosexualidad, sí encontré muchas partes donde el Señor condena esa práctica con vigor, incluso estipulando la pena de muerte en la ley antigua.
Y el Señor llama a todos los que caen en estas prácticas a arrepentirse. Sus palabras son impresionantes:
“Por tanto, arrepiéntete; pues si no, vendré a ti pronto y pelearé contra ellos con la espada de mi boca” (Apocalipsis 2:16).
Y remitimos al lector al pasaje completo en Doctrina y Convenios 19:15–18.
Nosotros hemos afirmado que aun esta horrible práctica puede vencerse y ser perdonada. Como una de las muchas autoridades que podrían citarse, traigo lo publicado en Medical World News (Noticias Médicas Mundiales), el 5 de junio de 1964:
“La efectividad de la terapia depende del grado de profundidad de la perversión, como también de cuánto desea el paciente modificarla”.
Esta declaración del Comité de Salud Pública de la Academia de Medicina de Nueva York concuerda con nuestra filosofía. El hombre es creado a la imagen de Dios. Es un dios en potencia. Tiene las semillas de la divinidad dentro de sí y puede —si es normal— levantarse por sus propios medios y literalmente moverse desde donde está hacia donde sabe que debería estar. Como se dijo anteriormente, mientras más tiempo se ha mantenido un hábito, más difícil es romperlo.
Para aclarar el asunto a los que son honrados, debe afirmarse que es una “herejía abominable”, como dice Pablo, cuando alguien afirma: “Dios me hizo de esta manera”, o cuando pretende que una vida así es simplemente un modo diferente, pero aceptable, de vivir. Toda naturaleza, razón, escritura y revelación se declaran determinadamente en contra de tal excusa. No debe ser tolerada: debe ser corregida y vencida.
Quizás pueda citar un artículo propio de hace tiempo:
“Algunos hombres han venido abatidos, desanimados, avergonzados, casi aterrorizados, y se han ido después llenos de confianza y fe en sí mismos. Habían recobrado su respeto propio, la confianza de sus familias, fortalecido sus lazos familiares, y estaban listos para tomar varonilmente su parte en la sociedad y en la Iglesia, sobre bases de terapia aprobadas”.
En algunos casos, eran hombres con familias. Hemos visto a esposas agradecidas, con lágrimas en los ojos, por haberles devuelto a sus maridos. Ellas no siempre sabían qué ocurría, pero habían sentido que algo grave les estaba arrebatando a sus esposos.
Hemos visto hombres que llegaban con la vista baja y, años después, salían con la frente en alto, mirándonos a los ojos. Algunos, tras la primera entrevista, confesaban: “Estoy feliz de haber sido arrestado. Había tratado de corregirme, pero sabía que necesitaba ayuda y no tuve el valor de pedirla”. En pocos meses, algunos lograron dominarse totalmente, mientras que otros requirieron más tiempo para alcanzar la recuperación completa.
Sabemos que la cura dura tanto como el individuo quiera que dure. Es, como la rehabilitación del alcoholismo, un proceso sujeto a vigilancia continua. A tales hombres les decimos: “Médico, cúrate a ti mismo”. Y les prometemos que si permanecen lejos de las fauces de la tentación y de sus antiguos asociados, podrán sanarse, limpiar su mente y regresar a una ocupación normal y a un estado feliz. La cura para esta enfermedad yace en el autodominio, que es la base fundamental de todo el programa del evangelio.
“Dios me hizo así”, dicen algunos, al racionalizar sus perversiones. “No puedo evitarlo”, agregan. Esto es blasfemia. ¿No fue hecho el hombre a la imagen de Dios? ¿Y alguien se atreverá a decir que Dios es así? El hombre es responsable de sus propios pecados. Puede racionalizar y excusarse hasta que el hábito quede tan arraigado que salir de él sea difícil, pero puede hacerlo.
Las tentaciones vienen a todos. La diferencia entre una persona reprobada y una digna está en que una se somete y la otra resiste. Es verdad que la educación de una persona puede hacer la decisión más fácil o más difícil, pero con una mente alerta aún puede controlar su futuro. Este es el mensaje del evangelio: responsabilidad personal.
Quien culpa a sus padres por sus transgresiones debe recordar: el hombre es castigado por sus propios pecados. Aun si las frustraciones de la niñez pesan sobre él, puede levantarse y pararse sobre sus propios pies, respondiendo al papel para el que fue llamado.
Y si la persona que se somete continúa haciéndolo repetidamente, puede finalmente llegar a un punto de no retorno, donde ya no quiera salir.
Sobre esto, los médicos citados antes afirmaron sin equivocación:
“El homosexual no es un orden especial en la creación”.
(Para un análisis más detallado, véase “A Counseling Problem in the Church”, por el mismo autor, dado a los instructores de Seminarios e Institutos de la Iglesia, 16 de julio de 1964).
Y entonces encontré más de 550 referencias sobre el amor. Todas ellas se refieren generalmente a un amor puro y divino. Algunas veces se le llama caridad. La lujuria y los deseos carnales no se mencionan.
Encontré que Pablo dijo que tener caridad, o amor verdadero, es más grande que ser profeta, que entender los misterios o tener gran conocimiento. Es más que tener mucha fe, o gran poder, aun para mover montañas.
Siguiendo este tema del amor, Pablo dio consejo a Timoteo:
“Huye también de las pasiones juveniles, y sigue la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor” (2 Timoteo 2:22).
Y Pedro escribió:
“Y ante todo, tened entre vosotros ferviente amor; porque el amor cubrirá multitud de pecados” (1 Pedro 4:8).
El Cantar de los Cantares dice:
“Porque fuerte es como la muerte el amor, duros como el Seol los celos; sus brasas, brasas de fuego, fuerte llama” (Cantares 8:6).
Jeremías citó al Señor:
“Con amor eterno te he amado…” (Jeremías 31:3).
Y Ezequiel contrastó amor y lujuria:
“Y vendrán a ti como viene el pueblo… y oirán tus palabras, pero no las pondrán por obra, pues halagos hacen con sus bocas, pero su corazón anda en pos de su avaricia” (Ezequiel 33:31).
Cuando hablamos de amor verdadero, un nuevo concepto debe venir a nuestra mente. El Señor dijo:
“En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35).
Y continuó:
“Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que este: que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:12–13).
Y en las Bienaventuranzas enseñó:
“Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5:43–44).
En ninguna de estas citas hay la menor implicación de contacto corporal, de lujuria, de deseo o de pasión. Ciertamente, esta es la prueba del amor: honor, integridad y obediencia.
Pablo, hablando a los santos, dijo:
“Maridos, amad a vuestras mujeres” (Efesios 5:25).
Este no es un mandamiento carnal. No hay sexo en este mandamiento, pues ellos ya eran cónyuges legalmente. Y continúa:
“…así como Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella… Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque nadie aborreció jamás su propia carne…” (Efesios 5:25, 28–29).
Y concluye:
“Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne” (Efesios 5:31).
La propia vida sexual entre el esposo y la esposa es solamente una parte de este importante mandamiento. Cuando un hombre y una mujer se aman como a sí mismos, el fruto de ese árbol es rico y maravilloso.
Pablo también exhortó a Tito a enseñar:
“Que enseñen a las mujeres jóvenes a amar a sus maridos y a sus hijos; a ser prudentes, castas, cuidadosas de su casa, buenas, sujetas a sus maridos…” (Tito 2:4–5).
¿Puede verse aquí algo vulgar, destructivo, grosero, sensual o carnal en estas enseñanzas? No. Aquí se trata del verdadero amor, que une al esposo con la esposa y a ambos con sus hijos. En él no hay lujuria.
Y tenemos el mayor ejemplo de todos:
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).
Este fue el Salvador del mundo, que con Su supremo amor hizo el supremo sacrificio, dando su vida —que nadie podía quitarle— porque nos amaba tanto.
Esto es amor: amor sagrado, santo y eterno.
Y ahora, mis queridos jóvenes, he hablado franca y osadamente en contra de los pecados de nuestra época. Aun cuando no me agrada tratar este tema, creo que es necesario advertir a la juventud contra el ataque furioso del astuto tentador, que con su ejército de emisarios y todas las herramientas a su disposición, procura destruir a la juventud de Sion mediante el engaño, la falsa representación y la mentira.
Mis amados jóvenes, no justifiquen el “acariciarse” ni las intimidades físicas. Estoy seguro de que si este hábito ilícito, impropio y lujurioso pudiera ser eliminado, la fornicación pronto desaparecería de nuestro mundo. Recuerden lo que dijo el Señor:
“Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón” (Mateo 5:27–28).
Y si ha habido lujuria, arrepiéntanse de ella y mantengan sus mentes limpias, porque se convierten en prisioneros de una grave maldad cuando permiten que sus pensamientos permanezcan en lo prohibido, o cuando sus manos y cuerpos se someten al llamado de la lujuria.
Quizás concluya con esta escritura del Libro de Mormón:
“Sed prudentes en los días de vuestra probación; despojaos de toda impureza; no pidáis para satisfacer vuestras concupiscencias, sino pedid con una resolución firme, para que no cedáis a ninguna tentación, sino que podáis servir al Dios verdadero y viviente” (Mormón 9:28).
En el nombre de Jesucristo. Amén.
Comentario final
Este discurso del presidente Spencer W. Kimball es uno de los más directos, claros y francos que se han dado a la juventud de la Iglesia en el siglo XX. No suaviza las palabras ni busca agradar a los oyentes, sino que, como un verdadero profeta y atalaya, levanta su voz para advertir sobre los peligros de la inmoralidad sexual, la racionalización del pecado y la confusión entre el amor verdadero y la lujuria.
Kimball parte de una premisa sencilla pero contundente: la diferencia entre amor y lujuria es la diferencia entre la vida y la muerte espiritual. Mientras el amor es eterno, puro, desinteresado, dispuesto a sacrificarse y a dar, la lujuria es egoísta, momentánea, destructiva y centrada en la satisfacción carnal. Enfatiza que muchos jóvenes justifican el pecado con frases como “lo hicimos porque nos amamos”, pero recuerda que el verdadero amor nunca dañaría, nunca degradaría ni robaría la virtud del ser amado; al contrario, protegería incluso a costa de la propia vida.
El discurso denuncia también la presión cultural de los años 60 —revistas, cine, televisión, universidades, literatura y la permisividad social— que promovían la idea del “amor libre” y de la normalización del pecado. Para Kimball, esas influencias no eran meras modas, sino los instrumentos del adversario para arrastrar a la juventud hacia la perdición. Por eso advierte con firmeza contra el acariciarse, la fornicación, el adulterio, la homosexualidad y toda clase de desviaciones, dejando claro que la Iglesia no suaviza ni diluye la ley de castidad.
Sin embargo, su mensaje no se limita a condenar: ofrece también la esperanza del arrepentimiento. Con gran claridad enseña que el perdón es posible, pero exige un arrepentimiento real, profundo, doloroso y sincero, que incluya la confesión, el abandono del pecado y una vida transformada por la pureza. Deja claro que no hay atajos ni oraciones rápidas que compensen meses o años de transgresión; se requiere un cambio radical de corazón y conducta.
El discurso concluye resaltando la grandeza del amor verdadero: el amor de Dios, de Cristo, el amor conyugal dentro del matrimonio, el amor desinteresado de un esposo que cuida a su esposa enferma o de una madre que se sacrifica por su hijo. Ese amor es eterno, puro, sublime y divino; muy lejos de la lujuria que solo busca placer momentáneo.
El mensaje de Amor versus Lujuria sigue siendo profundamente relevante hoy, en una sociedad incluso más saturada de erotismo y relativismo moral que la de 1965. La claridad de Kimball corta de raíz la confusión entre amor y deseo carnal, y recuerda a la juventud de la Iglesia que la pureza sexual es una condición indispensable para la felicidad, la paz interior, el matrimonio eterno y la exaltación.
El discurso no es cómodo de escuchar, pero es necesario: nos invita a examinar la calidad de nuestros pensamientos, palabras y actos, y nos llama a vivir la ley de castidad no como una restricción, sino como un camino hacia la verdadera libertad y el verdadero amor.
La diferencia entre el amor verdadero y la lujuria, y cómo esta distinción es esencial para vivir la ley de castidad, proteger la virtud y alcanzar la pureza necesaria para la exaltación.
En otras palabras:
- El amor verdadero es puro, desinteresado, eterno y protector.
- La lujuria es egoísta, carnal, momentánea y destructiva.
El mensaje central es que los jóvenes deben aprender a reconocer y vivir esa diferencia, resistiendo las racionalizaciones del mundo y recordando que el amor auténtico nunca degrada ni destruye, sino que eleva y santifica.

























Tremendamente claro, veraz, aleccionador, impresionante. Gracias Presidente Spencer W. Kimball
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Es un gran tema y aunque nadie quiere hablarlo , es importante que los jóvenes conozcan como empieza con el acto pequeño de la caricia. Creo, que también puede haber lujuria dentro del matrimonio, pero sólo saben decir que es tema de alcohoba entre un matrimonio, y también me gustaría que nos enseñarán sobre ciertos actos que están de moda entre los casados. Sé sin duda que los apóstoles y profetas de la iglesia verdadera, nos enseñan con amor, pero como dice el pdte Kimball, muchos piensan que por no estar la palabra de manera clara en las escrituras, no esta mal. Sé que Jesucristo vive y es mi Salvador. Gracias
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