Conferencia General Octubre 1971
Vislumbrando el cielo
Por el presidente Spencer W. Kimball
Presidente en Funciones del Consejo de los Doce
Mis amados hermanos, hermanas y amigos: Mucho es lo que se dice del tenebroso crimen que opaca las ventanas de los cielos. Nos estremecemos ante las inmoralidades que nos llenan de espanto. Casi nos dejamos llevar por el pánico a causa del gran número de divorcios, hogares disueltos y niños delincuentes que nos rodean; pero tal vez en ocasiones deberíamos detenernos a reflexionar que no todos son criminales, ni todos son malos y ni todos son rebeldes.
En más de una ocasión he repetido algo que me sucedió cuando se estaba pintando mi retrato.
En el cuarto piso del Templo está la sala del Consejo de los Doce Apóstoles en semicírculo, y donde se efectúan las reuniones importantes de dicho grupo. Alrededor de las paredes cuelgan los retratos de los Hermanos, y cuando entré en este servicio, los contemplé con admiración y cariño, porque éstos, con quienes me iba a asociar, eran verdaderamente hombres grandes.
Con el transcurso del tiempo, la Primera Presidencia de la Iglesia concedió la autorización para que mi retrato formara parte de los otros.
Se escogió como artista a Lee Greene Richards, y empezamos inmediatamente. Yo me sentaba en una silla sobre una plataforma elevada y me esforzaba por presentar una apariencia simpática, así como algunos de los otros hermanos. Con sus pinturas, pinceles y paleta en mano, el artista alternativamente examinaba mis facciones y pintaba sobre el lienzo. Volví muchas veces al estudio y después de algunas semanas se mostró el retrato a la Primera Presidencia, y más tarde a mi esposa e hija.
No fue aceptado, y tuve que volver para que se hiciera de nuevo.
Cambiamos de postura, pasaron las horas —muchas de ellas— y por fin el retrato estaba llegando a su fin. Este día particularmente había sido de muchas ocupaciones, igual que los otros. Supongo que yo estaba pensando en otra cosa muy ajena al asunto, y aparentemente al artista le era difícil transportar al lienzo mi distante mirada. Vi que puso su paleta y pinturas a un lado, se cruzó de brazos y me miró directamente. Salí sobresaltado de mi embeleso con esta abrupta pregunta: «Hermano Kimball, ¿ha estado usted alguna vez en el cielo?»
Mi respuesta pareció sorprenderlo en igual manera, cuando le dije sin titubear: «Sí, hermano Richards, como no. Precisamente antes de venir a su estudio se me concedió una pequeña mirada al cielo.» Noté que asumía una posición más desahogada y que me miraba fijamente con los ojos llenos de asombro. Continué diciendo:
«Sí, apenas hará una hora más o menos. Sucedió en el Santo Templo allí enfrente. La sala de sellar con sus gruesos muros pintados de blanco nos aislaba del ruido del mundo; tiene cortinas de color claro y atractivas; los muebles, limpios y reservados; sendos espejos sobre dos de las paredes opuestas parecían proyectar la imagen de las personas hasta el infinito; y la, vidriera de colores frente a mí con sus suaves matices daba al conjunto un bello colorido. Todos los que se hallaban en la sala estaban vestidos de blanco. Uno, sentía allí paz, armonía y animada expectación. Un joven muy bien arreglado y una señorita lindamente ataviada se encontraban arrodillados en los lados respectivos del altar. Autorizadamente pronuncié la ceremonia celestial que los unió en matrimonio y los selló por la eternidad, tanto en la tierra como en el mundo celestial. Los puros de corazón estaban allí; el cielo estaba allí.
«Habiéndose solemnizado el matrimonio eterno y en medio de serenas felicitaciones, un padre feliz, rebosante de gozo, me ofreció la mano y dijo: ‘Hermano Kimball, mi esposa y yo somos personas comunes y corrientes y nunca hemos logrado mucho éxito; pero nos sentimos inmensamente orgullosos de nuestra familia: Entonces continuó: ‘Este es el último de nuestros ocho hijos en venir a esta Santa Casa para efectuar su matrimonio en el templo. Los otros, con sus compañeros, están aquí para tomar parte en el matrimonio de éste, nuestro hijo menor. Hoy es un día muy feliz para nosotros, con todos nuestros ocho hijos casados debidamente. Son fieles al Señor en su servicio a la Iglesia, y los mayores ya están criando familias en justicia.»
«Miré sus manos callosas, su áspero aspecto exterior y pensé dentro de mí: He aquí un hijo verdadero de Dios que está realizando su destino.
«Éxito, exclamé al estrechar su mano, es el relato más notable que he conocido. Bien podría usted haber acumulado millones de dólares en acciones y bonos, depósitos en los bancos, terrenos, industrias, y aún con todo eso fracasar. Ustedes están cumpliendo el propósito para el cual fueron enviados a este mundo conservando recta su propia vida, dando a luz y criando esta gran posteridad e instruyéndolos en la fe y las obras. Hermanitos, ustedes han logrado el éxito eminente. Dios los bendiga.»
Terminé el relato. Miré hacia el artista y vi que estaba inmóvil pensando profundamente, de modo que continué: «Sí, hermano mío, muchas veces he mirado el cielo.
«En una ocasión nos hallábamos en una estaca lejana para efectuar una conferencia. Llegamos a la modesta casa del presidente de la estaca el sábado a mediodía. Llamamos a la puerta, y la abrió una madre de dulce aspecto con un niño en los brazos. Era la clase de madre que no sabía lo que era tener un criado o criada. No podría servir de modelo a ningún artista, ni era dama de la sociedad. Su cabello estaba bien peinado; su ropa era modesta y de buen gusto; había una sonrisa en su cara, y aun cuando era joven, manifestaba esa rara combinación de la madurez y las experiencias y la alegría de la vida útil.
«La casa era pequeña, el cuarto de múltiples usos al cual se nos hizo pasar, estaba lleno, y en el centro se había colocado una mesa larga rodeada de muchas sillas, Fuimos conducidos a la pequeña alcoba que se puso a nuestra disposición alojando a algunos de los niños entre los vecinos, y entonces volvimos a la cocina. La madre había estado trabajando largas horas en la cocina. No mucho después su esposo, el presidente de la estaca, volvió de su trabajo del día, nos dio la bienvenida y con orgullo nos presentó a todos los niños a medida que iban llegando de sus tareas y juegos.
«Como si hubiera sido por un acto de magia quedó preparada la cena, porque donde hay muchas manos la faena no es pesada; y estas manos no sólo eran numerosas, sino diestras y expertas. Cada uno de los niños manifestaba que se le habían enseñado sus responsabilidades; cada cual tenia sus deberes particulares. Uno de ellos cubrió la mesa con un mantel; otro colocó los cubiertos y otro los cubrió con los platos grandes puestos boca abajo. (Los platos no eran lujosos.) Siguieron entonces amplias jarras llenas de leche, platos colmados con rebanadas de pan hecho en casa, un plato de fruta y otro de queso.
«Uno de los niños colocó las sillas con el respaldo hacia la mesa, y sin confusión todos nos arrodillamos frente a las sillas mirando hacia la mesa y se llamó a uno de los niños menores para que hiciera la oración familiar. Fue una oración espontánea, en la que rogó al Señor que bendijera a la familia, los bendijera a ellos en sus estudios, a los misioneros y al obispo. Rogó por nosotros que habíamos llegado a efectuar la conferencia, para que ‘predicáramos bien’; oró por su padre en sus responsabilidades en la Iglesia, por todos los niños para que fueran buenos y amables unos con otros, y por los pequeños corderitos que en medio del frío estaban naciendo en sus apriscos esa noche invernal.
«Uno de los más pequeñitos pidió la bendición sobre los alimentos, se dieron vuelta los trece platos y se procedió a cenar. No hubo disculpas por la comida, por el hogar, los hijos ni la situación general. La conversación resultó amena y constructiva y los niños se condujeron debidamente. Los padres hicieron frente a toda la situación con calma y dignidad.
«En estos días de familias limitadas o sin hijos, cuando en los hogares hay solamente uno o dos niños, muchas veces egoístas y extremadamente mimados, hogares lujosos con sirvientas, hogares divididos donde la vida se lleva a cabo fuera de casa, fue para nosotros un gran refrigerio sentarnos con una familia numerosa donde era palpable la interdependencia, el amor y la armonía, y donde aquellos niños se estaban criando, sin egoísmo. Tan satisfechos y cómodos nos sentimos en el centro de esta dulce sencillez y sana condición, que ni siquiera nos fijamos en que las sillas eran todas diferentes, en la alfombra muy desgastada, en las cortinas económicas, el tamaño reducido de la casa, o el número de almas que ocupaban las pocas piezas disponibles.»
Me detuve un momento. «Sí, hermano Richards, continué, logré una mirada al cielo ese día, y muchos otros días en muchos otros lugares.» Parecía que él no tenía ningún interés en pintar. Se hallaba frente a mí, aparentemente deseoso de escuchar más; y casi involuntariamente empecé a referirle otra mirada de situaciones celestiales.
«Esta ocasión sucedió en una de las reservas para los indios. Aun cuando la mayor parte de las mujeres entre los indios navajos parecen poder procrear abundantemente, esta linda esposa lamanita no había sido bendecida con hijos propios durante los muchos años que tenía de casada. Su esposo tenia buen trabajo, y estos nuevos conversos estaban comprando sus provisiones para la semana. Al ver su cesta bien llena de compras, era palpable que sólo había allí alimentos sanos —nada de cerveza, café ni cigarrillos. ‘¿Les gustan las bebidas de cebada?’, preguntamos.
Su respuesta nos llegó al corazón.
“Sí. Habíamos bebido café y cerveza toda nuestra vida; pero desde que los misioneros mormones nos hablaron acerca de la Palabra de Sabiduría, hemos usado cebada para nuestras bebidas, y sabemos que es mejor para los niños, y a ellos les gusta.’ » ‘¿Niños? —preguntamos— pero si entendíamos que ustedes no tenían hijos.’
«Esto dio lugar a una explicación de que habían llenado su casa con dieciocho huérfanos navajos de todas edades. Su ‘hogar’ (casa rústica) era grande, pero más grande aún era su corazón. ¡Abnegación! ¡Compasión humana! ¡Amor no fingido! Estos buenos indios podían avergonzar a muchos de sus contemporáneos que llevan vidas de egoísmo y autocomplacencia.»
Entonces le dije al artista: «El cielo puede hallarse en un ‘hogar’ o una tienda en el campo, hermano Richards, porque el cielo es nuestra propia hechura.»
Yo estaba dispuesto a seguir trabajando, pero aparentemente no había en él tal inclinación; pues seguía escuchando atentamente.
«En esta ocasión estaba yo en Hawai, en el hermoso templo situado en Laie. Me hallaba con un grupo de misioneros. Se podía sentir el espíritu en ese lugar; los jóvenes apenas podían esperar su turno para testificar del evangelio del Señor. Por último una pequeña misionera japonesa logró su oportunidad. Se arrodilló reverentemente a un lado del púlpito, sin zapatos, y con un corazón que apenas podía contener su agradecimiento por el evangelio y sus oportunidades, ella desahogó su alma ante el cielo.
«Allí estaba el cielo, mi hermano, en esa pequeña sala, en ese lugar sagrado, en ese paraíso del Pacífico, con esos queridos, devotos, jóvenes soldados de Cristo.»
Después de un momento continué: «También en mi propio hogar he visto el cielo, hermano Richards, al efectuar nuestra noche de hogar. En el curso de los años el cuarto se llenaba con nuestros hijos, cada uno de ellos deseoso de tomar su turno, bien fuera cantando, dirigiendo un juego, recitando una historia o escuchando un acontecimiento para fortalecer su fe, o una enseñanza del evangelio, de padres que los amaban.
«Una vez en Europa hallé el cielo. El élder Vogel era un joven converso alemán de mucha fe. Sus padres se negaron a ayudar para sostenerlo en la misión que él deseaba cumplir. Un generoso miembro de los Estados Unidos le enviaba un cheque mensual para ayudarle con los gastos de su misión. Estaba gozando mucho de su obra, y por un año y medio todo iba bien. Un día recibió una carta de la esposa del que lo había estado sosteniendo, haciéndole saber que su esposo había muerto en un accidente automovilístico, y que sería imposible mandarle más dinero.
«El élder Vogel ocultó dentro de si su pesar y oró sinceramente en busca de una solución. Un día él y su compañero norteamericano, el élder Smith, pasaron por un hospital, y le vino a la mente la solución de su problema económico. Al día siguiente se disculpó y se ausentó por un tiempo. Al volver no dijo mucho, pero se acostó temprano; y al preguntársela la razón, respondió que estaba algo fatigado. A los pocos días el élder Smith notó una pequeña venda en el brazo de su compañero alemán, pero su pregunta pasó inadvertida.
«Pasó el tiempo y el élder Smith empezó a sospechar de las vendas periódicas, hasta que un día, sin poder guardar su secreto por más tiempo, el élder Vogel le dijo: ‘Es que mi amigo en los Estados Unidos falleció y no puedo sostenerme por más tiempo en la misión. Mis padres no quieren ayudarme, de manera que voy al banco de sangre en el hospital para poder terminar mi misión.’ ¡Vendía su preciosa sangre para salvar almas! Pero, ¿no fue esto lo que hizo nuestro Señor cuando ofreció hasta su última gota en el supremo sacrificio?
¿Cree usted en el cielo, hermano artista? Sí, eso es; el cielo es un lugar, pero al mismo tiempo una condición. Es el hogar y la familia; es comprensión y bondad; es interdependencia y actividad abnegada. Es vivir quieta y sanamente; es sacrificio personal, hospitalidad genuina, preocupación sincera por otros. Es vivir los mandamientos de Dios sin ostentación o hipocresía; es desprenderse del yo. Nos rodea por todos lados; sólo necesitamos la habilidad para reconocerlo al encontrarlo y gozar de él. Sí, mi querido hermano, he disfrutado de muchas miradas al cielo.»
Me incorporé en mi silla y reanudé mi posición. El artista recogió su paleta, pinceles y pinturas, retocó ligeramente el retrato y con un suspiro de satisfacción dijo:
«Está terminado.»
Oportunamente quedó colocado con los de los otros hermanos en la sala del Consejo de los Doce en el cuarto piso del Templo de Salt Lake, donde permanece hasta el día de hoy.
El evangelio de Jesucristo enseña a los hombres a vivir rectamente, a considerar la familia como la cosa suprema, a conservar inviolado el hogar. Impulsa el carácter de sus seguidores hacia la perfección. Es el camino verdadero. Si se lleva a la práctica rectamente, elevará el hombre hacia la misma naturaleza de Dios.
Ruego que el evangelio verdadero del Maestro llegue a la vida de todos nosotros, en el nombre de Jesucristo. Amén.
























