Conferencia General Octubre 1970
Preparémonos para comparecer ante Dios

por el presidente Harold B. Lee
primer Consejero en la Primera Presidencia
y Presidente del Consejo de los Doce
Muchas personas se sienten atemorizadas al ver y oír acerca de los sucesos increíbles que están ocurriendo por todo el mundo: intrigas políticas, guerras y contención por doquier, las frustraciones de los padres al enfrentarse con los problemas sociales que amenazan derrumbar la santidad del hogar, las frustraciones de los hijos y la juventud al verse ante desafíos tocante a su fe y principios morales.
Únicamente si vosotros estáis dispuestos a escuchar y obedecer, podréis, en compañía de vuestra familia, ser guiados a una paz y seguridad de acuerdo con la manera del Señor.
En estos tiempos turbulentos, abundan los clamores agonizantes de aflicción entre la gente de la tierra. Existe un deseo vehemente de poder encontrar de alguna manera una solución para los problemas tan abrumadores y mitigar este sufrimiento que afecta a la humanidad.
Para la persona que esté familiarizada y versada en las enseñanzas proféticas de las generaciones pasadas, no habrá ninguna duda respecto al significado de lo que está sucediendo en la actualidad, cuando parece que todo está en caos.
A la profecía, bien se le podría definir como la repetición de la historia. Actualmente estamos presenciando el cumplimiento de profecías hechas por profetas inspirados de épocas antiguas. Precisamente al comienzo de esta dispensación en una revelación del Señor, se nos dijo claramente que el tiempo se acercaba cuando se quitaría la paz de la tierra y el diablo tendría poder sobre su propio dominio. (D. y C. 1:35.) Los profetas de nuestros días también predijeron que habría guerras y rumores de guerras, y «toda la tierra estará en conmoción y desmayarán los corazones de los hombres, y dirán que Cristo demora su venida hasta el fin de la tierra.
«Y el amor de los hombres se resfriará, y abundará la iniquidad» (D. y C. 45:26-27).
Antes de su crucifixión, cuando los discípulos le preguntaron al Maestro tocante a las señales que deberían preceder inmediatamente su segunda venida a la tierra, como El lo habla predicho, respondió diciendo que «vendrán grandes tribulaciones sobre los judíos en aquellos días, y sobre los habitantes de Jerusalén,
«. . . y a menos que se acorten esos días, no se salvará ninguna de su carne; pero por amor de los electos, según el convenio, se acortarán aquellos días.
«Porque nación se levantará contra nación, y reino contra reino, habrá hambres, pestilencias y terremotos en diversos lugares» (José Smith 1:18-20, 29).
Indudablemente el Maestro se refirió a tiempos como éstos cuando predijo que un hombre estaría «contra su padre, y la hija contra su madre, y la nuera contra su suegra.
«Y los enemigos del hombre serán los de’ su casa» (Mateo 10:35-36).
Teniendo todo esto presente uno bien podría hacerse la pregunta: ¿A quién pueden acudir aquellas personas afligidas y ansiosas que buscan una respuesta y «refugio» contra el turbión que azota a su alrededor?
El Dios Todopoderoso, a través de su Hijo, nuestro Señor, ha señalado el camino y la ha proveído a la humanidad una guía segura para estar a salvo, cuando declaró que el Señor tendrá poder sobre sus santos y reinará entre ellos, cuando sus juicios justos desciendan sobre la tierra. (D. y C. 1:36.)
Les dijo a todos los hombres: «Velad, pues, porque no sabéis a que hora ha de venir vuestro Señor.
«Por tanto, también vosotros estad preparados; porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no pensáis» (Mateo 24:42, 44).
Ha amonestado que sus «discípulos estarán en lugares santos, y no serán motivos; pero entre los inicuos los hombres levantarán sus voces y maldecirán a Dios, y morirán» (D. y C. 45:32).
Teniendo presente las promesas del Señor a las cuales he hecho mención, ahora, dentro de unos momentos, trataré de bosquejar brevemente el plan maravillosamente concebido, de la obediencia al cual depende la salvación de toda alma en su jornada mortal hasta su último destino: el regresar con ese Dios que le dio la vida. Esta es la manera por la cual el Señor guardará su promesa «de tener poder sobre sus santos y reinar entre ellos».
Este plan está identificado por un nombre, y el propósito primordial queda claramente establecido en un anuncio que se dio a la Iglesia al comienzo de esta dispensación.
Hace más de un siglo, el Señor declaró:
«Y aun así he enviado mi convenio sempiterno al mundo, a fin de que sea una luz para él, y un estandarte a mi pueblo, y para que lo busquen los gentiles, y para que sea un mensajero delante de mi faz, preparando la vía delante de mí» (D. y C. 45:9).
Por tanto, este plan sería como un convenio, el cual implicaba un contrato donde participaban más de una persona; sería una norma para los elegidos del Señor y para que todo el mundo se beneficiara mediante la misma. Su propósito era el de servir las necesidades de todos los hombres y preparar al mundo para la segunda venida del Señor.
Los participantes en la formulación de este plan en el mundo preterrenal fueron todos los hijos espirituales de nuestro Padre Celestial. Nuestras escrituras más antiguas, de los escritos de los antiguos profetas Abraham y Jeremías, afirman que Dios, o Elohím, también estaba presente; su Primogénito, Jehová, Abraham, Jeremías y muchos otros espíritus nobles estuvieron allí.
Antes que la tierra fuese estaban ahí inteligencias organizadas que habían llegado a ser espíritus, incluyendo muchos otros grandes y notables cuya actuación y conducta en esa esfera preterrenal los habilitaron para ser gobernantes y líderes y llevar a cabo este plan eterno.
En su epístola a los corintios, el apóstol Pablo enseñó que «hay muchos dioses y muchos señores», y luego agregó:»para nosotros, sin embargo, sólo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas, y nosotros somos para él y un Señor Jesucristo, por medio del cual son todas las cosas, y nosotros por medio de él.» (Corintios 8:5-6)
Quisiera que notarais particularmente el uso de las palabras del cual con referencia al Padre, y por medio del cual con referencia a nuestro Señor, Jesucristo. En esta declaración se define claramente el papel de cada uno, el Señor haciendo el mandato del Padre en la ejecución para toda la humanidad.(Véase Abraham 4.)
Comprendiendo este principio en el plan del gobierno de Dios, se nos da un pequeño vislumbre de la reunión de consejo de los Dioses, como se encuentra brevemente registrado en las revelaciones a los antiguos profetas.
Bajo la instrucción del Padre y la dirección de Jehová se organizó y formó la tierra y todas las cosas que en ella hay. Ellos «ordenaron», «vigilaron» y «prepararon» la tierra; después «tomaron consejo entre sí» a fin de implantar toda clase de vida en la tierra y todas las cosas, incluyendo el hombre, y lo prepararon para llevar a cabo el plan, el cual bien podríamos asemejar a su plan detallado, con el que los hijos de Dios pudieran ser instruidos en todo lo que se requería para el divino propósito de llevar a cabo «la gloria de Dios», la oportunidad de que cada alma obtuviera «inmortalidad y vida eterna». Vida eterna significa tener una vida sempiterna en esas esfera celestial donde moran Dios y Cristo, si hacemos todo lo que se nos ha mandado. (braham 3:25.)
El plan comprendía tres principios característicos:
Primero, el privilegio que sería dado a cada alma de escoger por sí misma «la libertad y la vida eterna» mediante la obediencia a las leyes de Dios, o «la cautividad y la muerte» en cuanto a las cosas espirituales por causa de la desobediencia. (2 Nefi 2:27.)
Después de la vida misma, el libre albedrío es el don más grandioso que Dios le ha dado a la humanidad, proveyéndose de esta manera la oportunidad más sublime para que los hijos de Dios avancen en este segundo estado de la mortalidad. Un profeta y líder de este continente le explicó lo siguiente a su hijo, como se encuentra registrado en las escrituras antiguas: que a fin de llevar esto a cabo, los eternos propósitos del Señor, es necesaria que haya oposición; por un lado, la tentación por lo bueno; y por el otro, por lo malo, o para decirlo en el lenguaje de las Escrituras: «. . . el fruto prohibido en oposición al fruto del árbol de la vida, dulce uno y amargo el otro.» Este padre entonces explicó: «Por lo tanto, el Señor Dios le concedió al hombre que obrara por sí mismo. De modo que el hombre no podía actuar por sí, a menos que lo atrajera el uno o el otro» (2 Nefi 2:15-16).
El segundo principio de este plan divino requería la necesidad de proveer un salvador mediante cuya expiación el hijo mas favorecido de Dios llegó a serlo, como un «Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo» (Apocalipsis 13:8), como le fue revelado a Juan en la isla de Patmos. Otro profeta explicó que la misión del Hijo de Dios era interceder «por todos los hijos de los hombres; y los que crean en él se salvarán» (2 Nefi 2:9).
Algunas personas de limitado conocimiento tratan de explicar tocante a la posibilidad de que el individuo alcance la salvación únicamente por la gracia; pero se requiere la explicación de otro profeta a fin de entender la verdadera doctrina de la gracia, como la explicó en estas significativas palabras:
«Porque —dijo el profeta— nosotros trabajamos diligentemente para escribir, a fin de persuadir a nuestros hijos, así como nuestros hermanos, a creer en Cristo y reconciliarse con Dios; pues sabemos que es por la gracia que nos salvamos, después de hacer todo lo que podemos» (2 Nefi 25:23). Verdaderamente somos redimidos por la sangre expiatorio del Salvador del mundo; pero solamente después de que cada uno haya hecho todo lo que le sea posible para llevar a cabo su propia salvación.
El tercer gran principio de este plan de salvación fue la disposición de que «todo el género humano puede salvarse, mediante la obediencia a las leyes y ordenanzas del evangelio» (Tercer Artículo de Fe). Estas leyes y ordenanzas fundamentales mediante las cuales se logra la salvación están claramente establecidas.
«Primero, fe en el Señor Jesucristo.
«Segundo, arrepentimiento de los pecados, significando el alejarse de los pecados del desobedecer las leyes de Dios y nunca volver a hacerlo. El Señor habló claramente respecto a este punto cuando dijo: «. . . id y no pequéis más; pero los pecados anteriores del que pecare (queriendo decir, naturalmente volver a los pecados de los que se había arrepentido) volverán a él, dice el Señor vuestro Dios»(D. y C. 82:7).
Tercero, bautismo por inmersión y por el Espíritu, ordenanzas mediante las cuales, como el Maestro le enseño a Nicodemo, únicamente uno podría ver o entrar al reino de Dios. (Juan 3:4-5.)
En lo que parece ser su último mensaje a sus discípulos, el Salvador resucitado les recalcó vivamente esta misma enseñanza a los santos de este continente. El Maestro les enseño a sus fieles santos que «nada impuro puede entrar en su reino; por tanto, nadie entra en su reposo, sino aquel que ha lavado sus vestidos en mi sangre, mediante su fe, el arrepentimiento de todos sus pecados y su fidelidad hasta el fin.
«Y éste es el mandamiento: Arrepentíos, todos vosotros, extremos de la tierra, y venid a mí y bautizaos en mi nombre, para que seáis santificados por la recepción del Espíritu Santo, a fin de que en el postrer día os halléis en mi presencia, limpios de toda mancha.
«En verdad, en verdad os digo que éste es mi evangelio. . .» (1 Nefi 27:19-21).
Si los hijos del Señor, quienes incluyen todos los que habitan esta tierra, pese a su nacionalidad color o credo, dieran oído al llamado del verdadero mensajero del evangelio de Jesucristo, cada uno en su debido tiempo, podrá ver al Señor y saber que es El, como el Señor lo ha prometido, a fin de que se asegure su vocación y elección. (2 Pedro 1:10.) Llegaran a ser «hijos de Moisés y de Aarón y la simiente de Abraham …y los elegidos de Dios» (D. y C. 84:34).
Esta promesa de la gloria que les espera a aquellos que sean fieles hasta el fin quedó claramente demostrada en la parábola del Hijo Pródigo. Al hijo que fue fiel y no malgastó sus bienes, el padre quien en la lección del Maestro sería nuestro Padre y nuestro Dios, le prometió a este hijo fiel: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas» (Lucas 15:31).
En una revelación dada a un profeta moderno, el Señor promete a todos los fieles y obedientes «. . todo lo que mi padre tiene le será dado» (D. y C. 84:38).
¿O seremos como esos necios que andaban por el río y rápidamente se acercaban a las peligrosas cataratas del Niágara? A pesar de las advertencias de los guardias para que éstos se salieran del peligro antes de que fuera demasiado tarde, y haciendo completamente caso omiso de tales advertencias, siguieron, bailaron, se embriagaron, se burlaron y perecieron.
Jesús lloró al presenciar el mundo de aquellos días que aparentemente, se había enloquecido, y continuamente se mofaban de sus súplicas de que lo siguieran a lo largo del «angosto camino» que está tan claramente marcado en el plan de salvación eterno de Dios.
Oh, si pudiéramos escuchar nuevamente sus súplicas en la actualidad como exclamó en aquel entonces: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!» (Mateo 23:37).
Oh, si el mundo pudiera ver, en otra parábola dirigida a Juan el Revelador, la sagrada figura del Maestro llamándonos en la actualidad como lo hizo con los habitantes de Jerusalén.
El Maestro dijo: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo.
«Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono» (Apocalipsis 3:20-21).
Este, pues, es el plan de salvación como lo enseña la verdadera iglesia, la cual está fundada sobre apóstoles y profetas, con Cristo, el Señor, como la piedra angular (Efesios 2:20), el único medio por el cual se puede lograr la paz, no como el mundo la da, sino como solamente el Señor puede darla a aquellos que se sobreponen a las cosas del mundo, como lo hizo El.
«Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos» (Hechos 4:12).
A todo esto, añado mi sincero testimonio en el nombre de nuestro Señor Jesucristo.
Recientemente, escuché en una reunión el alentador testimonio de una jovencita, cuyo padre estaba sufriendo de una enfermedad que los doctores habían diagnosticado como incurable. Una mañana, después de pasar una noche de dolor y sufrimiento, este padre afligido le había dicho con mucho sentimiento a su esposa: «Me siento tan agradecido hoy». «¿Por qué?» le preguntó ella. A lo cual él respondió: «Porque Dios me está dando el privilegio de pasar un día más contigo.»
Hoy podría yo desear con todo mi corazón que todos los que me estén escuchando le dieran también gracias a Dios por otro día de vida. ¿Por qué? Por la oportunidad de atender unos asuntos que están sin terminar; de arrepentirnos; de enmendar algunos errores; de ser una buena influencia para algún joven frustrado; extender la mano de ayuda al que la esté solicitando, en una palabra, agradecerle a Dios un día más a fin de prepararnos para comparecer ante El.
No tratéis de vivir demasiados días antes de tiempo; buscad la fortaleza para resolver los problemas de hoy. En el Sermón del Monte, el Maestro amonestó: «Así que, no os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán. Basta a cada día su propio mal» (Mateo 6:34).
Haced todo lo que esté nuestro alcance, y dejadle el resto a Dios, el Padre de todos vosotros. No es suficiente decir que haré lo mejor, sino, haré todo lo que esté dentro de incapacidad.
En una de las paredes del edificio Radio City Music Hall, en Nueva York, cuelga una placa que tiene inscritas estas profundas palabras de sabiduría.
«El destino final del hombre no depende en si puede aprender nuevas lecciones, hacer nuevos descubrimientos y conquistas, sino en aceptar las lecciones que le fueron enseñadas.»
Mi oración es que el mensaje de esas palabras de sabiduría pueda transformarse en una resolución, por parte de todos los que estamos escuchando y reunidos aquí hoy, de tener un deseo sincero de glorificar a Dios, a fin de que nuestro cuerpo entero esté tan lleno de luz, que no haya tinieblas en nosotros, para que podamos comprender todas las cosas. (D. y C. 88:67.)
Dios nos conceda este deseo, lo ruego en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Amén
























