Siga adelante el reino de Dios

Conferencia General Octubre de 1972

Siga adelante el reino de Dios

harold-b-lee-mormonPor el presidente Harold B.  Lee


Hoy, en el momento más impresionante de mi vida, me encuentro sin palabras para expresar mis más profundos e íntimos sentimientos.  Lo que pueda decir, por tanto, debe ser impulsado por el Espíritu del Señor, para que vosotros, mis amados santos del Dios Altísimo, podáis sentir la intensidad de mi introspección en esta trascendental e histórica ocasión.

Al participar con vosotros en esta emotiva experiencia de una asamblea solemne, ha llegado a mi mente, con más fuerza que nunca, el significado de la gran revelación del Señor dada a la Iglesia en 1835.  En esta revelación el Señor dio instrucciones concretas en las que se estableció el orden del sacerdocio en el gobierno de la Iglesia y reino de Dios.

En ella el Señor señaló cuatro requisitos en el establecimiento de la Primera

Presidencia, o la Presidencia del Sacerdocio de Melquisedec o mayor de la Iglesia. (D. y C. 107:22.)

  1. Fue indispensable que hubiera tres sumos sacerdotes presidentes.
  2. Deberían ser escogidos por el cuerpo (que se ha interpretado como el Quórum de los Doce Apóstoles).
  3. Deben ser nombrados y ordenados por este mismo cuerpo, es decir, el Quórum de los Doce.
  4. Deben ser sostenidos por la confianza, fe y oraciones de la Iglesia.

Todos estos pasos a fin de que el Quórum de la Primera Presidencia pudiera quedar constituido para presidir a la Iglesia.

Los primeros pasos a cargo de los Doce, efectuaron en una reunión sagrada que se convocó en el Templo el 7 de julio de 1972, en la cual fue nombrada la Primera Presidencia.

Hoy, como nunca jamás, he comprendido más plenamente la importancia del último requisito: que esta Presidencia, en las palabras del Señor, debe ser sostenida por la confianza, fe y oraciones de la Iglesia, lo cual significa, por supuesto, todos los miembros de la Iglesia.

Presenciamos el derramamiento de amor y hermandad que se manifestó en la gran conferencia regional de nuestros admirables santos lamanitas de Centroamérica y México, que se reunieron en la Ciudad de México en agosto, cuando más de dieciséis mil miembros, reunidos en un amplio auditorio, sostuvieron a sus Autoridades Generales.

Nuevamente, en la imponente demostración de esta Asamblea solemne, me invaden emociones inexpresables, al sentir vuestras expresiones de los vínculos verdaderos de la hermandad del sacerdocio. Se ha manifestado aquí una investidura espiritual extraordinaria testificando, sin duda, que con toda probabilidad nos hallamos en la presencia de personajes, visibles e invisibles, que están presentes. ¡Quién puede decir si acaso nuestro propio Señor y Maestro no estará cerca de nosotros en una ocasión como ésta, porque nosotros y el mundo jamás debemos olvidar que ésta es su Iglesia, y bajo cuya omnipotente dirección debemos servir!  Por cierto, quisiera recordamos lo que declaró a una conferencia similar de miembros en Fayette, Nueva York, e indudablemente nos lo volvería a repetir en la actualidad: «He aquí, de cierto, de cierto os digo, que he puesto mis ojos sobre vosotros.  Estoy en medio de vosotros y no me podéis ver» (D. y C. 38:7).

En la ocasión sagrada hace tres meses cuando empecé a sentir la gran responsabilidad que ahora debía asumir, fui al santo Templo.  Allí, con oración y meditación con templé los retratos de aquellos hombres de Dios, hombres fieles y puros, hombres nobles de Dios, que me habían precedido en un nombramiento similar.

Hace pocos días, en las primeras horas de la mañana, en mi despacho privado en casa, estando a solas con mis pensamientos, leí los elogios que tributaron a cada uno de los presidentes aquellos que se habían relacionado más íntimamente con cada uno de ellos.

José Smith fue el que el Señor levantó desde su tierna juventud y lo invistió con autoridad divina y te enseñó las cosas que le era necesario saber, y obtener el sacerdocio a fin de establecer el fundamento para el reino de Dios en estos postreros días.

El presidente Brigham Young, fue preordinado antes que este mundo fuese, para su llamamiento divino de conducir a los santos perseguidos cuando huían de la ira que amenazaba a los miembros en los primeros sitios de su recogimiento en Misurí e Illinois, e iniciar la fundación de una comunidad en las cumbres de estas montañas majestuosas para cumplir los propósitos de Dios.

Contemplar la apariencia del presidente John Taylor era llegar a comprender que él fue, como el presidente Joseph F. Smith lo describió: «Uno de los hombres más puros que jamás conocí. . .»

Al ver la venerable cara del presidente Wilford Woodruff, comprendí que allí tenía frente a mí uno semejante a Natanael de la antigüedad, en quien no había engaño, un hombre susceptible a las impresiones del Espíritu del Señor, a la luz del cual siempre parecía andar, «sin saber de antemano lo que iba a hacer».

Aun cuando fue breve la administración del presidente Lorenzo Snow, tuvo una misión especial, la de establecer a sus miembros sobre un fundamento temporal más sólido mediante la firme aplicación de la ley de sacrificio, para aligerar las grandes cargas que pesaban sobre la Iglesia por motivo de errores y equivocaciones que inadvertidamente se habían introducido.

Cuando he buscado una definición más clara de temas doctrinales, usualmente me he dirigido a los escritos y sermones del presidente Joseph F. Smith. Al contemplar su noble estatura, pensé en el niño de nueve años que ayudó a su madre viuda a cruzar los llanos, y el misionero de quince años de edad sobre las faldas del monte Haleakala, en la Isla de Maui, cuando fue fortalecido por una visión celestial de su tío José Smith.  Fue quien presidió durante los días tempestuosos, cuando la prensa antagónica vilipendió a la Iglesia; pero fue suya la mano firme, por nombramiento del Señor, que dirigió triunfalmente la Iglesia.

Supongo que jamás había llegado a entender tan íntimamente el significado de un llamamiento divino hasta que el presidente Heber J. Grant colocó sus manos sobre mis hombros, y con profundos sentimientos semejantes a los míos, me avisó de mi llamamiento de Apóstol del Señor Jesucristo.  Al mirar su retrato, una vez más llegaron a mi mente las palabras profetices de su inspirada bendición cuando fui ordenado en el santo Templo bajo sus manos.

El presidente George Albert Smith fue un discípulo amigable y amoroso.  Verdaderamente fue amigo de todos.  Al contemplar su imagen parecía sentir el calor de ese destello que convertía a todo hombre en amigo suyo.

Alto e impresionante era el aspecto del presidente David O. McKay, que me miraba con esos ojos penetrantes, que casi siempre parecían llegar hasta el fondo de mi alma.  Siempre que tuve el privilegio de estar en su presencia, jamás dejé de sentir por un breve momento como había sucedido en tantas otras ocasiones, que era un mejor hombre por haber estado ante él.

Aquel que no aspiró a honores terrenales, sino cuya alma entera se deleitaba en las cosas del espíritu, el presidente Joseph Fielding Smith, también estaba allí, con su cara sonriente, mi amado Profeta y director que jamás transigió con la verdad.  Como si el dedo de Dios lo hubiera tocado se quedó dormido; pareció en ese breve momento dejar en mis manos, cual si fuere un cetro de rectitud, como si me dijera: «Ve tú y haz lo mismo».

Ahora estaba solo con mis pensamientos.  De algún modo, las impresiones que venían a mí eran, simplemente, que los únicos registros verdaderos que haría durante mi servicio en mi nuevo llamamiento, serían los que escribiría en el corazón y la vida de aquellos a quien yo sirviera dentro y fuera de la Iglesia.

El día después de este nombramiento, tras el fallecimiento de nuestro amado presidente Smith, llegó a mi atención un párrafo de un sermón pronunciado en una conferencia general en 1853 por Orson Hyde, miembro de los Doce en esa ocasión, que me impulsó a hacer un examen de conciencia.

El tema de su discurso fue: «El hombre que ha de guiar al pueblo de Dios» (Cito brevemente parte de su sermón): «. . . es invariablemente el caso, que cuando un individuo es ordenado y nombrado para dirigir al pueblo, y ha pasado por tribulaciones y pruebas, y se ha probado a sí mismo ante Dios y su pueblo, que es digno de la posición que ocupa… que cuando una persona no ha sido puesta a prueba, que no se ha probado a sí mismo ante Dios y su pueblo y ante los consejos del Altísimo de ser digno, no va a llegar a dirigir a la Iglesia y al pueblo de Dios.  Jamás ha sido así, antes bien, desde el principio, alguien que entiende al Espíritu y el consejo del Todopoderoso; que conoce a la Iglesia y es conocido de ella, esa es la persona que la dirigirá» (Journal of Discourses, tomo L, página 123).

A medida que he conocido la vida de los que me han precedido, me he dado cuenta de que cada uno pareció tener su misión especial para su tiempo y época.

Entonces con una profunda introspección, pensé en mí mismo y en las

experiencias por las que he pasado y a que se hizo referencia en el párrafo anterior.  Entonces recordé las palabras del profeta José en las que se caracterizaba a si mismo, y me pareció que eran análogas en mi caso.  Esto fue lo que dijo:

«Soy como una enorme piedra áspera que viene rodando desde lo alto de la montaña; y, la única manera en que puedo pulirme es cuando una de las orillas de la piedra se alisa al frotarse con otra cosa, como cuando pega fuertemente contra la intolerancia religiosa, se topa con la superchería de los sacerdotes, abogados, doctores, editores y mentirosos, jueces y jurados sobornados, y choca contra la autoridad de oficiales perjuros, respaldados por los populachos, por los blasfemos y por hombres y mujeres licenciosos y corruptos; todo este corro infernal le allana esta aspereza acá y esta otra más allá.  Y así llegaré a ser dardo pulido y terso en la aljaba del Todopoderoso» (Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 370).

Estos pensamientos que ahora invaden mi mente empiezan a dar significado a algunas de las experiencias de mi vida, cosas que han sucedido y que han sido difíciles de entender.  A veces parecía que yo también era como una piedra áspera que viene rodando por el costado de la montaña, recibiendo golpes y puliéndose; supongo yo, con las experiencias, a fin de que yo también pudiera llegar a ser dardo pulido y terso en la aljaba del Todopoderoso.

Quizás fuera necesario que yo también aprendiera obediencia por las cosas que he sufrido, a fin de darme experiencia, y que fueron para mi beneficio, y para ver si yo podía sobrellevar alguna de las varias pruebas del estado terrenal.

En la selección de mis dos nobles consejeros, los presidentes N. Eldon Tanner y Marion G. Romney, aprendí que no era yo el único que tenía una rica medida del don de profecía.  También ellos habían resistido las pruebas y no habían sido hallados faltos ante el Señor.  Cuán agradecido estoy por estos nobles hombres de la Presidencia y los Doce y las Autoridades Generales.

La mañana después de recibir mi llamamiento, mientras me arrodillaba en oración con mi querida compañera, mi corazón y mi alma parecían llegar a todos los miembros de la Iglesia con un sentimiento especial de amistad y amor, tal y como si las ventanas del cielo se abrieran para darme un breve sentimiento de pertenecer a algo más que a tres millones de miembros de la Iglesia en todo el mundo.

Repito lo que he dicho en otras ocasiones: que de la manera más ferviente quiero ser sostenido por la confianza, fe y oraciones de todos los fieles santos en todas partes, y me comprometo ante vosotros de que al orar por mí, trataré sinceramente de vivir de tal manera que el Señor pueda contestar vuestras oraciones por mi conducto.

En estos últimos meses parecen haber despertado en mí nuevos manantiales de comprensión espiritual.  También sé perfectamente bien la verdad de lo que el profeta José dijo a los primeros misioneros que fueron a la Gran Bretaña; que cuanto más se aproxima una persona al Señor, tanto mayor manifestará el adversario su poder para evitar el cumplimiento de los propósitos del Señor» (Life of Heber C. Kimball, págs. 131, 132).

No hay sombra de duda en mi mente de que estas cosas son tan ciertas ahora como en esos días, pero también estoy seguro de que, como el Señor lo dice, «No hay arma aparejada en contra de vosotros que ha de prosperar; y si algún hombre alzare su voz contra vosotros, será confundido en mi propio y debido tiempo» (D. y C. 71:9-10).

Cuán agradecido estoy por vuestra lealtad y vuestro voto de sostenimiento.  Os doy solemne testimonio en cuanto a la misión divina del Salvador, y la certeza de que su mano está guiando los asuntos de su Iglesia hoy como en todas las dispensaciones anteriores.

Sé, con un testimonio más potente que el de la vista, que tal como el Señor lo declaró: «Las llaves del reino de Dios han sido entregadas al hombre sobre la tierra (desde el profeta José Smith, por medio de sus sucesores hasta el tiempo presente), y de allí rodará el evangelio hasta los confines del mundo, como la piedra cortada del monte, no con manos, hasta que haya henchido toda la tierra.

«Por tanto, extiéndase el reino de Dios, para que venga el reino del cielo» (D. y C. 65:2,6).

Doy este testimonio con toda la convicción de mi alma, y dejo mi bendición sobre los miembros de la Iglesia y los puros de corazón en todas partes, en el nombre del Señor Jesucristo.  Amén.

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