Una bendición para los santos

Conferencia General Octubre de 1972

Una bendición para los santos

harold b. lee

Por el presidente Harold B.  Lee


Deseo que sintáis el espíritu de estos nuevos hombres a quienes el Señor ha llamado a su servicio por el don de profecía.  De esto doy humilde testimonio.  Estoy seguro mis hermanos, del sacerdocio que entienden y conocen la manera por la cual estas Autoridades han sido llamadas.

Hemos llegado a los momentos finales de una conferencia que hará historia y, que en muchas maneras, tiene un gran significado por el tiempo en que vivimos.  Quizá nunca en la historia de la Iglesia ha habido una época con mayores desafíos, mayores problemas o con más grandes promesas para el futuro.

He escuchado con gran satisfacción los testimonios de mis hermanos.  Creo que habréis sentido la unidad de la Primera Presidencia, de estos nobles hombres, el presidente Tanner y, el presidente Romney y el sentimiento de ser todos uno, expresado por los Doce y por todas las Autoridades Generales.  Hay un vínculo que existe entre aquellos llamados a estas posiciones y que es más fuerte que los lazos de la sangre, más profundo, más maravilloso; tan fortalecedor, que sin ello, probablemente no podríamos andar por las sendas que nos es requerido andar en estos tiempos.

En medio de circunstancias similares, el profeta José Smith estaba en la cárcel de Liberty pensando en hacer algo para fortalecer a su pueblo.  El escribió unas palabras significativas:

«De pasar y consumar nuestras vidas divulgando todas las cosas escondidas entre las tinieblas, hasta donde las sepamos; y en verdad se manifiestan los cielos.

«De modo que se debe atender a estas cosas con gran diligencia.

«Hermanos, vosotros sabéis que en una tempestad, un barco muy grande se beneficia mucho de un timón pequeño que lo acomoda al vaivén del viento y de las olas.

«Por tanto, muy queridos hermanos, hagamos con alegría cuanto esté a nuestro alcance; entonces podremos estar fijos, con la seguridad máxima, para ver la salvación de Dios y que se revele su brazo» (D. y C. 123:13-14, 16-17).

Hace algunos años me encontraba en Manti, Utah.  Cuando salimos de la reunión de líderes, el sábado por la noche, había una fuerte tormenta de nieve.  Mientras nos dirigíamos hacia la casa del presidente de estaca, él detuvo su carro, y regresó hacia la colina del templo. Ahí, el templo iluminado se alzaba majestuosamente.  Nos sentamos en silencio por unos momentos, inspirados por la vista de ese bello y sagrado lugar.  El dijo: «Sabe, hermano Lee, este templo nunca es tan bello como en tiempos de una densa niebla o de una tormenta de nieve fuerte y severa.

Igualmente nunca el evangelio de Jesucristo es más bello que en tiempo de intensa necesidad o de severa tempestad dentro de nosotros mismos como individuos, o en tiempos de confusión y disturbios.

Estoy en los momentos finales de esta sesión, cuando tengo tiempo para reflexionar serenamente.  De alguna manera he tenido el sentimiento de que, cada vez que se mencionaba mi nombre, se hablaba de otra persona que no era yo.  Y realmente pienso que así es, porque uno no puede pasar por las experiencias que yo he pasado en estos últimos tres días y seguir siendo el mismo de antes. Soy diferente de como era antes del viernes en la mañana.

Yo no puedo ser el mismo de antes a causa del amor, la fe, y la confianza que vosotros, el pueblo del Señor, habéis depositado en mí.  Por eso digo que habéis estado hablando de algún otro.  Habéis estado hablando de alguien que quisieran que yo llegara a ser, por lo cual esperanzadamente ruego a Dios que pueda, con su ayuda, lograrlo.

Hemos anunciado una y otra vez la gran difusión de esta conferencia.

Millones han estado escuchando.  Vosotros sabéis que estamos siendo juzgados por lo que emana de este tabernáculo.  Recientemente tuve una reunión con algunos nuevos misioneros.  Les llamó la atención algo que tendré el valor de mencionaras hoy.  El Señor dijo en una gran revelación: «Por consiguiente, cesad de todas vuestras conversaciones livianas, de toda risa, de todos vuestros deseos de concupiscencia, de todo vuestro orgullo y frivolidad y de todos vuestros hechos malos» (D. y C. 88:121).

Algunas veces me pregunto si olvidamos que todo lo que decimos en este sagrado edificio sale al aire.  Eso no significa que debamos estar sombríos, que no debemos mostrar nuestro gozo; pero debemos controlar nuestras expresiones de gozo, no de una manera tal que pueda aumentar hasta alcanzar un crescendo que podría ser mal entendido por aquellos que están escuchando en el exterior.  Pienso que estaría bien que recordásemos, tomando en cuenta la responsabilidad que debemos al más alto Dios, de que debemos ser un ejemplo de lo que el Señor, en esta revelación nos ha aconsejado, que seamos cuando estemos en su servicio.

He tenido una gran satisfacción estos últimos días.  Mi familia íntima, nunca había estado tan unida.  Uno por uno, mis preciosos nietos e hijos y mi querida compañera, se han acercado más a mí y tengo razón para creer que aquellos que están fuera de nuestra vista, han estado muy cerca de sus familias y la mía.  Ha habido una unidad Y una señal para mí de que ellos sienten que ése es su llamamiento.  Yo les he dicho: «Mis sermones no podrán ser mejores que la vida de los miembros de mi familia.» Y les estoy pidiendo ser un ejemplo para la Iglesia.

Y así me dirijo a vosotros, en estos momentos finales; y como uno que es un patriarca en la Iglesia, tengo el derecho de extenderos una bendición.  No me preocupa qué tanto recordaréis de lo que se ha dicho aquí.  Me interesa más cómo os ha hecho sentiros. ¿Qué llevaréis consigo cuando regreséis?  ¿Qué es lo que daréis a vuestras familias? ¿Qué es lo que daréis a los miembros, a sus barrios, estacas y misiones?

Si podéis discernir el espíritu de lo que ha pasado durante esta conferencia y sentir esta gran unidad ahora, llevadla a todos con mi amor y mi bendición.  Aseguradles que la Presidencia de la Iglesia y las Autoridades Generales, realmente aman a los miembros de la Iglesia de todas partes; a los débiles, poderosos, educados y no educados, dondequiera que estén.  Por favor aseguradles de nuestro amor y preocupación por su bienestar.

He sentido en estos últimos días una profunda y tranquilizadora fe.  No puedo dejar pasar esta conferencia sin deciros que tengo la convicción de que el Maestro no ha estado ausente en estas ocasiones. Esta es su Iglesia.  En qué otra parte estaría sino aquí, a la cabeza de su Iglesia. El no es un Maestro absentista, El se preocupa por nosotros.

Quiere que lo sigamos a donde nos guía, y sé que es una realidad viviente al igual que nuestro Padre Celestial.  Yo lo sé.  Sólo espero estar preparado para el alto puesto al que me ha llamado y en el cual me habéis sostenido.

Yo sé con toda mi alma que estas palabras son verdaderas, y como un testimonio especial, quiero que sepan que no existe ninguna sombra de duda en mi corazón, acerca de la autenticidad de la obra del Señor, en la que estamos comprometidos, el único nombre bajo el cielo por el cual la humanidad puede salvarse.

Mi amor se dirige a mi propia familia, a mis asociados, a todos los que están al alcance de mi voz, aun los pecadores; quisiera que pudiésemos llegar hasta ellos y también a aquellos que están inactivos, y traerlos al redil antes de que sea demasiado tarde.

Dios sea con vosotros. Tengo el mismo sentimiento que quizá el Maestro tuvo al despedirse de los nefitas. El dijo que percibía que ellos eran débiles, pero que si iban a sus casas y meditaban lo que El les decía, vendría nuevamente y los instruiría en otra ocasión.

De la misma manera, vosotros no podéis asimilar todo lo que habéis escuchado y lo que hemos hablado, pero id a vuestros hogares ahora y recordad lo que podáis captar, y el espíritu de todo lo que se ha dicho y hecho y, cuando volváis o nosotros vayamos con vosotros, trataremos de ayudaros en vuestros problemas.

Os doy mi testimonio de todas estas cosas y os dejo mi bendición en el nombre del Señor Jesucristo.  Amén.

Esta entrada fue publicada en Sin categoría y etiquetada , . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario