Escuchemos. . . ¿Qué oímos?

Conferencia General Abril 1974

Escuchemos. . . ¿Qué oímos?

Spencer W. Kimball

por el presidente Spencer W. Kimball


Amados hermanos, los que os halláis cerca, así como los que estáis lejos, hoy hemos participado en una Asamblea Solemne. Las asambleas solemnes se han conocido entre los santos desde la época de Israel. Las ha habido de varias clases, pero generalmente se han relacionado con la dedicación de un templo, una reunión especial convocada para sostener a una Primera Presidencia, o una reunión de sacerdocio con el objeto de sostener una revelación, tal como la recibió el presidente Lorenzo Snow sobre los diezmos.

El profeta José Smith dijo, refiriéndose a estas asambleas:

«Deteneos en este lugar y convocad una asamblea solemne, aun de aquellos que son los primeros labradores de este último reinó’ (D. y C. 88:70).

José Smith y Brigham Young fueron sostenidos primeramente por una congregación que incluía un sacerdocio completamente organizado. Brigham Young fue sostenido el 27 de marzo de 1846, ocasión en que fue «unánimemente elegido presidente de todo el Campamento de Israel» por el concilio (A. Comprehensive History of the Church, por B. H. Roberts, tomo 3 pág. 52). Después fue sostenido y se escuchó el grito de Hosanna.

Cada uno de los presidentes de la Iglesia ha sido sostenido por el Sacerdocio de la Iglesia en una Asamblea Solemne, incluso el presidente Harold B. Lee, a quien sostuvimos el 6 de octubre de 1 972.

José Smith dirigió la primera Asamblea Solemne, y al terminar su discurso llamó a los varios quórumes comenzando con la presidencia, para que se pusieran de pie y manifestaran si estaban dispuestos a reconocerlo como el Profeta y Vidente, y sostenerlo mediante sus oraciones y fe.

Todos los quórumes, por turno, accedieron a esta solicitud gustosamente. A continuación, llamó a toda la congregación de los santos para que también manifestaran su aprobación poniéndose de pie. En forma similar se aprobó a las Autoridades y los consejos de la Iglesia.

Según su propia declaración:

«El voto fue unánime en todos los casos, y yo profeticé que en tanto se sostuvieran a estos hombres en sus cargos respectivos (refiriéndose a los diferentes quórumes de la Iglesia), el Señor los bendeciría… en el nombre de Jesucristo, las bendiciones del cielo serían suyas; y cuando los ungidos del Señor salieran a proclamar la palabra, dando testimonio a los de esta generación, si ellos la recibían, serían bendecidos, pero si no, los juicios de Dios caerían sobre la ciudad o casa que los rechazara, y serían asoladas». (Documentary history of the Church, tomo 2, págs. 41 6,41 8.)

Hoy habéis visto cómo funciona la Iglesia. Habéis presenciado las grandes obras del Señor, habéis observado cómo todo se hace de común acuerdo y los que son dirigidos sostienen a quienes los dirigen. Esta es una asamblea constituyente, y se invitó a todos los miembros de la Iglesia a que asistieran.

Aquellos a quienes vosotros habéis sostenido, iniciamos hoy nuestros deberes con íntegro propósito de corazón. Estamos profundamente agradecidos por vuestro voto de sostenimiento. El único interés que ahora tenemos es orientar y aconsejar a los miembros con rectitud y de completo acuerdo con los preceptos del Señor, tal como se han recibido en el curso de las generaciones y dispensaciones. Os amamos y os deseamos progreso, gozo y felicidad completa, que sólo podéis recibir si seguís las amonestaciones de Dios tal como las proclaman sus profetas y líderes.

Al inclinar nuestro corazón ante nuestro Padre Celestial y su Hijo Jesucristo, escuchamos una sinfonía de dulce música cantada por voces celestiales que proclaman el evangelio de paz.

Como representantes del pueblo, seguimos la sugerencia de Pablo, el Apóstol, cuando instó a los santos de Colosas a buscar «las cosas de arriba», donde está Cristo sentado a la diestra de Dios.

«Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Colosenses 3:1 2). «La palabra de cristo more en abundancia en vosotros, enseñándoos y exhortándoos unos a otros en toda sabiduría, cantando con gracia en vuestros corazones al Señor con salmos e himnos y cánticos espirituales» (Colosenses 3:16).

Y así, con esta melodía de amor en nuestro corazón, avanzamos unidos para adelantar la obra del Señor, sabiendo que esta obra no es para un siglo ni un milenio, sino para siempre.

Ahora bien, al escuchar esa dulce melodía de la eternidad, ¿qué oímos? Oímos la voz de Dios que habla en persona a nuestro padre Adán, y le dice; «Yo soy Dios; yo hice el mundo y los hombres antes que existiesen en la carne” (Moisés 6:51).

Y nuestro padre Adán nos dio verdades que han sido fundamentales desde el principio del mundo. El evangelio es el mismo ayer, hoy y siempre. Es eterno. Adán proclamó: «El Hijo de Dios ha expiado el pecado original, por lo que los pecados de los padres no pueden recaer sobre la cabeza de los niños, porque son limpios desde la fundación del mundo» (Moisés 6:54).

Adán fue bautizado y recibió el Espíritu Santo.

Y por Adán supimos de la venida del Hijo, Jehová; y supimos que hay redención de la tumba para el hombre caído: «Tendré gozo en esta vida, y en la carne veré de nuevo a Dios» (Moisés 5:10).

El estado carnal le permitió tener descendencia, y como resultado, las familias de la tierra tienen la eternidad a su alcance. Este Profeta y su esposa «no cesaron de invocar a Dios» (Moisés 5:16).

«Y así se le confirmaron todas las cosas a Adán mediante una santa ordenanza; y se predicó el evangelio; y se proclamó el decreto de que debería estar en el mundo hasta su fin; y así fue» (Moisés 5:59).

De modo que es eterno.

Adán recibió el sacerdocio y guardó su genealogía en un libro de memorias. Y te damos, Señor, nuestras gracias, por ese Profeta que nos dio tan firmes principios.

También te damos nuestras gracias por otro Profeta que ayudó a tender la vía en línea recta hacia nosotros: Enoc, que se comunicó con Dios, quien le dijo mientras aquél profetizaba y enseñaba Sus caminos:

«He aquí, mi Espíritu reposa sobre ti, por consiguiente, justificaré todas tus palabras; y las montañas huirán de tu presencia, y los ríos se desviarán de sus cauces; y tú permanecerás en mí, y yo en ti; por tanto, anda conmigo» (Moisés 6:34).

Este santo Profeta efectivamente anduvo con Dios y contempló sus creaciones, desde el principio hasta la resurrección de Cristo y todos los hombres; y las Escrituras dicen:

«Y Enoc y todo su pueblo anduvieron con Dios, y él habitó en medio de Sión; y aconteció que Sión no fue más; porque Dios la recibió en su propio seno» (Moisés 7:69).

¿Qué más oímos al escuchar? La voz del justo Abraham, el padre de una raza. Te damos, Señor, nuestras gracias por este profeta Abraham, el padre de una raza. Te damos Señor, nuestras gracias por este profeta Abraham, un hombre santo y justo que fue nuestro antecesor. El tuvo comunión íntima con Jehová.

Se convirtió en astrónomo y se le confiaron numerosos secretos de los cielos y del universo; conversó con los científicos principales de Egipto, el centro de la astronomía en aquella época. A Abraham se le confió la historia de la vida preexistente, que precede a la creación de esta tierra, y la forma en que ésta se pobló llegó a ser un relato bien conocido para este Profeta y patriarca. El nos enseñó a tener absoluta confianza en Dios.

Cuando se le pidió que sacrificara a su hijo Isaac, con fe sobrehumana lo ofreció, aunque se le había prometido que Isaac tendría una posteridad innumerable, porque Abraham tenía la fe inquebrantable de que aun cuando se le quitara la vida, «. . . Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos» (Hebreos 11:19). Por tanto, te damos, Señor, nuestras gracias por este gran Profeta.

Si volvemos a escuchar, ¿qué oímos? Oímos la voz de Moisés, el Profeta. Lo oímos rogar por la liberación de Israel de la maldición de la esclavitud. Vemos cómo fue aceptado Moisés por su Señor, cuando la voz lo llamó desde la zarza que ardía y le mandó: «Quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es.

“. . .Yo soy el Dios de tu Padre, Dios de Abraham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob» (Éxodo 3:5-6).

Y nuevamente cantamos, «te damos, Señor, nuestras gracias» por el gran profeta Moisés que encendió las lámparas delante de Jehová.

Al escuchar una vez más, ¿qué oímos? Oímos la voz de Cristo que se dirige a Pedro el Presidente de su Iglesia, preguntándole: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?» (Mateo 16:13), y oímos al gran Profeta contestar con una convicción que no admitía ninguna duda: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente» (Mateo 16:16). Lo oímos dar su testimonio, haciendo memoria de su experiencia sobre el Monte de la Transfiguración, y diciendo:

«Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad.

Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia.

Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo» (2 Pedro 1:16-18).

Después de la crucifixión sobrevino la apostasía, y pasaron siglos durante los cuales densas tinieblas espirituales cubrieron la tierra. Entonces, cuando llegó el momento apropiado, surgió el gran despertar, con visiones y revelaciones como en los días anteriores.

Escuchemos nuevamente ¿y que oímos?

Oímos la voz de un jovencito, arrodillado en un bosque, haciendo preguntas vitales: «¿Qué es la verdad? ¿A qué Iglesia me he de unir?» Otro gran Profeta inicia una nueva y última dispensación. Oímos la voz de Dios Omnipotente refiriéndose al Ser que se hallaba a su lado, en la que tal vez haya sido la visión más extraordinaria de todas las épocas: «¡Este es mi Hijo Amado; escúchalo!”

Y escuchando con más atención, oímos la voz de otro que dice: «Soy Jesucristo, el Hijo de Dios. . .el principio y el fin”  (D. y C. 11:28; 110:4).

Se le advirtió al joven Profeta que sería un instrumento en las manos del Señor, para restaurar el evangelio eterno con todo lo que se había perdido en los siglos anteriores. Así, continuaron estas visiones y revelaciones en los años subsiguientes, en las cuales la voz de Jehová se oyó una y otra vez, restaurando a la tierra por medio de este joven Profeta, las verdades del evangelio, el Sacerdocio de Dios, el Apostolado, las autoridades y poderes y la organización de la Iglesia, para que nuevamente se encuentren sobre la tierra las verdades eternas y están a disposición de todas las personas que quieran aceptarlas. El programa de Dios se ha restaurado, a fin de que el hombre pueda gozar de su poder y gloria completos.

Escuchamos nuevamente, y oímos la voz del profeta José Smith que proclama: «Hermanos, ¿no hemos de seguir adelante en una causa tan grande? Avanzad, en vez de retroceder. ¡Valor, hermanos; marchad a la victoria! ¡Regocíjense vuestros corazones y llenaos de alegría! ¡Prorrumpa la tierra en canto! ¡Alcen los muertos himnos de alabanza eterna al Rey Emanuel, quien decretó, antes de existir el mundo, lo que nos habilitaría para redimirlos de su prisión; porque los presos quedarán libres!

¡Griten de gozo las montañas, y vosotros, los valles, exclamad en voz alta; y todos vosotros, mares y tierra seca, proclamad las maravillas de vuestro Rey Eterno! ¡Ríos, arroyos y riachuelos, corred con alegría! ¡Alaben al Señor los bosques y los árboles del campo; rocas sólidas, llorad de gozo! ¡Cantad en unión el sol, la luna y las estrellas del alba, y griten de gozo todos los hijos de Dios! ¡Declaren para siempre jamás su nombre las creaciones eternas! Y otra vez digo: ¡Cuán gloriosa es la voz que oímos desde los cielos, que en nuestros oídos proclama gloria, salvación, honra, orientación familiar, el control de los apetitos de nuestro cuerpo, la predicación, inmortalidad, y vida eterna, reinos, principados y potestades!» (D. y C. 128:22-23).

Estas voces se han oído. Estos profetas han hablado. Hoy es el día del Señor; estamos en sus manos. El evangelio restaurado está aquí.

Os serviremos, pueblo nuestro, y os amaremos y haremos cuanto esté en nuestras manos para conduciros a vuestro justo y glorioso destino, con el corazón desbordante del amor y la estimación que os tenemos.

Con las manos sobre el arado, mirando hacia adelante; con nuestros ojos hacia la luz, mirando hacia arriba, nos embarcamos en «los negocios de nuestro Padre» con temor, temblor y amor. Sabemos que nuestro Padre Celestial vive. Sabemos que Jesucristo, su Hijo glorificado, vive; y sabemos que su obra es divina. Y dejamos con vosotros este solemne testimonio en el nombre del Señor Jesucristo. Amén.

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