Sus últimas horas

Conferencia General Abril 1974

Sus últimas horas

Howard W. Hunter 1

por el élder Howard W. Hunter
Del Consejo de los Doce


Hace casi dos mil años, comenzaron a verificarse en las afueras de Jerusalén, cerca de la pequeña aldea de Betania, los acontecimientos iniciales de la semana más importante de la historia de la humanidad. Jesús de Nazaret, con un ministerio de tres escasos años entre sus coterráneos, salía de la vivienda de sus amigos María, Marta y Lázaro, dirigiéndose resueltamente hacia las puertas de Jerusalén. Algunos de los habitantes de esta antigua ciudad lo consideraban un blasfemo, un demonio, un trasgresor de la ley judaica, al paso que otros creían que era un Profeta, el Mesías, el Hijo del Dios viviente. Pero no obstante las diferentes opiniones, toda Judea sabía de este hombre que enseñaba con poder y autoridad aunque no era ni escriba ni fariseo.

Juan relata: «Y estaba cerca la pascua de los judíos; y muchos subieron de aquella región a Jerusalén antes de la pascua, para purificarse.

Y buscaban a Jesús, y estando ellos en el templo, se preguntaban unos a otros: ¿Qué os parece? ¿No vendrá a la fiesta?» (Juan 11:55-56).

La ley judaica requería la asistencia de todos los varones adultos a ésta, la más sagrada de todas las conmemoraciones ceremoniales de Israel. Mas los miembros del Sanedrín habían acordado públicamente condenarlo a la pena de muerte, y muchos dudaban que se presentase en tal reunión pública.

La sensación del peligro que lo acechaba llenaba todos los ámbitos, pero Jesús fue a Jerusalén a la fiesta de la pascua, no con pompa ni ceremonia sino montado en un pollino… el símbolo de la humildad y de la paz. Una gran multitud salió de Jerusalén para recibirlo, tendiendo ramas de palmeras en el camino por donde había de pasar, y aclamándolo, la gente decía: «…¡Hossana al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!. . .» (Mateo 21:9).

Mateo dice que «toda la ciudad se conmovió, diciendo: ¿Quién es éste? Y la gente decía: Este es Jesús el profeta, de Nazaret de Galilea» (Mateo 21:10-11).

Para todos los que tenían conocimiento de la ley, aquélla constituía la entrada triunfal del rey de Israel, predicha por los profetas mucho tiempo atrás, y largamente esperada por la posteridad israelita. La multitud alborozada lo aclamaba; Jesús, iba digno y silencioso. En realidad, al acercarse a esta ciudad tan altamente favorecida por Dios, lloró por Jerusalén diciendo:

«Porque vendrán días sobre ti, cuando tus enemigos te rodearán… . y por todas partes te estrecharán,

Y te derribarán a tierra. . .y no dejarán en ti piedra sobre piedra» (Lucas 19: 4344).

El Salvador también conocía su inminente fin. Habló en parábolas del grano de trigo que había de morir a fin de que diese mucho fruto, y de un hijo escogido enviado por su padre a la viña familiar, sólo para ser asesinado como lo habían sido los siervos de su padre antes que él. Por momentos, la carga le parecía casi imposible de soportar.

«Ahora está turbada mi alma»; admitió, «¿y que diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora» (Juan 12:27). La solidez de su propósito y su determinación absoluta de cumplir con la voluntad de su Padre lo hacían seguir adelante.

Al ir obscureciendo su propio futuro en la vida terrena, declaró dulcemente: «Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree en mí no permanezca en tinieblas» (Juan 12:46). Tales declaraciones unieron a sus enemigos en su contra y no obstante, aún proclamó: «Porque yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que me envió, él me dio mandamiento de lo que he de decir, y lo que he de «hablar» (Juan 12:49).

Con la esperanza de tenderle una trampa con sus propias declaraciones, algunos de sus adversarios más sagaces le hacían insidiosas preguntas sobre la ley política y judaica. Un grupo de fariseos y herodianos le hicieron la más diabólica de todas:

…Maestro, sabemos que eres amante de la verdad, y que enseñas con verdad el camino de Dios, . . .

Dinos, pues. . . ¿Es lícito dar tributo a César, o no?» (Mateo 22: 16-17). Si respondía afirmativamente no tardarían en acusarlo de traicionar a los suyos, a los de la posteridad de Abraham, que se debatían bajo la opresión de la ley romana; si respondía que no era lícito, le prenderían inmediatamente como agitador político. Mas él no les contestó afirmativamente ni negativamente sino que les pidió le mostrasen la moneda del tributo y sosteniéndola ante sus acusadores, les preguntó: «¿De quién es esta imagen y la inscripción?» Desde luego contestaron como hubiese podido responder cualquier niño: «De César.» Con esa sencilla pregunta se hizo dueño absoluto de la situación. Devolvió la moneda con estas palabras: «. . .Dad, pues, a César lo que es de César. . .» (Mateo 22:20-21), como diciendo. «Siendo que el hombre y la imagen de César aparecen en la moneda, ciertamente ésta le pertenece. Tened la bondad de devolverla a su justo dueño.»

Brillantemente, echó por tierra el argumento de sus opresores, pero ésa no fue nunca su verdadera misión ni su deseo. Aquellos, también eran hijos de Dios y se contaban también entre los que El había venido a salvar. Tuvo temor por ellos y los amaba aun en su malicia. Cuando se alejaban, añadió un ruego: …y a Dios lo que es de Dios.» El significado de sus palabras era que tal como la moneda llevaba la imagen del César, aquellos y todos los demás hombres llevaban la imagen de Dios, su Padre Celestial, porque habían sido creados por El a semejanza de su imagen, y Jesús iba a proveer un camino para que volviesen a El. Sin embargo, «oyendo esto, se maravillaron, y dejándole, se fueron» (Mateo 22:21-22).

Poco tiempo después un intérprete de la ley intentó tenderle una trampa haciéndole una pregunta teológica: «Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley?» (Mateo 22:36). Los eruditos jurídicos habían dividido, subdividido y clasificado el código mosaico original de tal manera que algunas partes de la ley parecían hallarse en directa oposición a otras. Pero a Jesús no lo asustaban ni los giros ni los términos de la polémica jurídica, y con la velocidad del rayo penetraba el corazón de la ley integrando aquellas diversas partes en un gran todo: «. . .Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente.

Este es el primero y grande mandamiento.

Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mateo 22:37-39).

Nuevamente Jesús contestó una pregunta impregnada de malicia, envidia y bien disfrazado engaño, con una respuesta empapada de amor, misericordia y elevada visión.

Cuando se acercaban las últimas horas de su misión terrenal, Jesús se alejó de las multitudes y sólo procuró fortalecer a sus discípulos, advirtiéndoles en cuanto a lo que habría de venir. Habló de la destrucción de Jerusalén y de las aflicciones y la apostasía que precederían su retorno a la tierra en los últimos días. Habló de un señor que después de permanecer durante largo tiempo en un lejano lugar, regresó y arregló cuentas con sus siervos, juzgando a cada uno de acuerdo con sus habilidades y el uso que había hecho de sus talentos que les había dado, a fin de que los invirtiesen en una causa justa. Habló además de un pastor que apartaría a las ovejas de los cabritos, siendo las primeras aquellos discípulos que diesen de comer al hambriento y de beber al sediento, que cubriesen al desnudo y atendiesen al enfermo. Habló de las vírgenes que asistían a las bodas: algunas de ellas llevaron aceite suficiente para sus lámparas, al paso que las otras vieron que se agotaba el escaso aceite que habían llevado pues el esposo tardaba mas de lo que habían supuesto. De este modo, Jesús enseñó a sus discípulos a velar y orar, no obstante, les enseñó que esta actitud no requiere preocupación y ansiedad insomnes en cuanto al futuro. Sino más bien la atención serena y constante de los deberes presentes.

Cuando se acercaba la hora del sacrificio, Jesús se apartó con sus Doce Apóstoles al retiro tranquilo y privado de un aposento. Allí el Maestro procuró fortalecer a sus testigos especiales en contra de las asechanzas del maligno; después, se quitó el manto y tomando una toalla se la ciño y lavó los pies de los apóstoles.

Este magnífico gesto de amor y unidad, constituían un adecuado preludio de la cena de la Pascua que se celebraba. Desde el momento en que los primogénitos de los fieles de Israel se salvaron de la destrucción que la intransigencia del Faraón había acarreado sobre Egipto, las familias israelitas observaban fielmente la cena de la Pascua con todos sus emblemas y ritos simbólicos. Cuán apropiado era que durante la observancia de este antiguo convenio, Jesús instituyese los emblemas del nuevo convenio de salvación, o sea, los símbolos de su cuerpo y su sangre. Cuando tomó el pan y lo partió, y tomó la copa y la bendijo, estaba procediendo a presentarse El mismo como El Cordero de Dios que proporcionaría alimento espiritual y salvación eterna.

Con el nuevo convenio se recibió un nuevo mandamiento. Jesús dijo a sus discípulos: «Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, . . .

En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros» (Juan 13:34-35).

El Maestro demostró la grandeza de su Espíritu y la magnitud de su fortaleza hasta el final mismo de su vida terrenal. Ni siquiera en aquella última hora se sumió egoístamente en sus propios pesares ni ante la perspectiva del dolor inminente, sino que se dedicó ansiosamente a atender las necesidades presentes y futuras de sus amados discípulos; sabía que la seguridad de éstos, individualmente y como dirigentes de la Iglesia yacía únicamente en un mutuo amor incondicional. Pareció concentrar todas sus energías dirigiéndolas hacia las necesidades de ellos, y enseñándoles de este modo por ejemplo lo que les enseñaba por precepto. Les dio palabras de consuelo, mandamiento y advertencia.

«No se turbe vuestro corazón»; les dijo, pues sentía el temor y la angustia que los embargaba. «En la casa de mi Padre muchas moradas hay; …voy, pues, a preparar lugar para vosotros… Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. . . todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré. . . yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre. . . No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros… Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. . . Esto os mando: Que os améis unos a otros.» (Juan 14, 15.)

En aquella noche de noches cuando él pequeño grupo se aproximaba al Jardín de Getsemaní, Jesús pudo haberles pedido a sus Apóstoles que orasen por El, que lo fortaleciesen para la sublime y difícil tarea que le esperaba; pero en lugar de ello, oró por ellos y por los que los seguirían:

«No ruego que los quites del mundo», registra Juan, que estuvo presente, «sino que los guardes del mal. . . No son del mundo.. . Santifícalos en tu verdad. . . Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros para que el mundo crea que tú me enviaste» (Juan 17).

Después de ofrecer aquella maravillosa oración intercediendo por los hombres, el Maestro pasó a enfrentar solo la angustia de su cuerpo y de su espíritu. Un moderno Apóstol del Señor Jesucristo escribió lo siguiente:

«Para la mente finita, la agonía de Cristo en el jardín es insondable, tanto en lo que respecta a intensidad como a causa. . . En esa hora de angustia Cristo resistió y venció todos los horrores que Satanás. . . pudo infligirle. ..

En alguna forma efectiva y terriblemente real, aun cuando incomprensible para el hombre, el Salvador tomó sobre sí la carga de los pecados de todo el género humano, desde Adán hasta el fin del mundo» (Jesús el Cristo, por James E. Talmage, página 644).

Desde ese momento, en unas pocas horas fue falsamente acusado, ilegalmente procesado e injustamente crucificado. Después hizo lo que ningún otro había hecho jamás, se levantó al tercer día de su propia tumba, una tumba que una vez más se llenó con la luz y la vida del mundo, ascendió a su Padre. Jesús de Nazaret se había convertido en Jesús el Cristo; había conquistado la muerte.

En contraste con lo apresurados y ocupados que vivimos en la actualidad, su vida se caracterizó por su sencillez y humildes circunstancias. No se rodeó con los orgullosos y los poderosos de la tierra, sino con el pobre, el humilde, con aquellos de modestos medios. No hubo nada complicado en su vida ni en sus enseñanzas. Las palabras que pronunció se relacionan con individuos de todas las condiciones sociales, oficios y ocupaciones, con todos los que lo escucharon en su época y los que lo escucharán hoy en día.

La historia proporciona amplias evidencias de su muerte. Tan ciertamente como sé que El murió, poseo la serena y al mismo tiempo positiva certeza de que vive hoy en día, que es el Salvador de todos los que hayan nacido y han de nacer sobre esta tierra. Al comenzar ahora la semana de la pascua de antaño, pensamos en el Cristo resucitado, el Hijo viviente del Dios viviente. En su nombre unamos nuestros corazones, amémonos unos a otros y guardemos sus mandamientos; es mi oración en el nombre de Jesucristo. Amén.

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