Allí está la luz

C. G. Octubre 1976logo pdf
Allí está la luz
por el élder John H. Groberg
del Primer Quórum de los Setenta

John H. GrobergMis queridos hermanos, pido que os concentréis en vuestra fe y oraciones, a fin de que todo lo que se diga y escuche esté bajo la influencia del Espíritu de Dios.

Quisiera relataros una experiencia que bien puede aplicarse a nuestra época, aunque sucedió hace unos veinte años; pero aquella lección se ha hecho más significativa con el transcurso del tiempo y es sumamente importante en la actualidad.

Cuando era misionero, como presidente de un distrito tenía a mi cargo los asuntos de la Iglesia y la prédica del evangelio, en un grupo de quince pequeñas islas dispersadas en el mar. En una ocasión, recibimos la noticia de que un misionero se encontraba muy enfermo en una isla algo retirada. Amenazaba tormenta, mas sintiéndonos responsables por él y después de orar, nos dirigimos a investigar la situación. El mar borrascoso nos retrasó mucho y llegamos a destino al oscurecer. Nuestro compañero estaba muy enfermo; oramos fervientemente y lo ungimos, después de lo cual sentimos la fuerte impresión de que debíamos llevarlo de inmediato al hospital, que estaba en la isla principal. Para entonces el tiempo se había deteriorado hasta convertirse en una borrasca; el mar estaba agitado, las nubes eran negras, el viento rugía y caía va una noche oscura y tenebrosa. Pero la inspiración era demasiado fuerte como para desobedecerla. Hablamos del peligroso viaje y de la angosta abertura del arrecife, por la que tendríamos que entrar a la bahía; finalmente, ocho personas abordamos el bote que nos llevaría de regreso.

Tan pronto como nos embarcamos, la furia de la tormenta se intensificó, y al internarnos en la oscuridad de la borrasca, mi espíritu pareció también hundirse en las sombras de la duda y la aprensión. Nos rodeaba un torbellino de agua que parecía aprisionarnos en cuerpo, mente y espíritu. Recordé entonces una escritura del Nuevo Testamento, y comprendí al padre del niño enfermo cuando exclamó: «Creo; ayuda mi incredulidad» (Mar. 9:24). Y el Señor lo hizo; y lo hace y hará siempre por quien se lo pida.

Cuando comenzamos a acercarnos al arrecife, todos los ojos buscaban con afán la luz que señalaba el lugar de la abertura, la única entrada que teníamos; pero la oscuridad parecía aumentar, la fiereza de los elementos enfurecidos parecía ilimitada y la lluvia nos golpeaba el rostro y nos lastimaba los ojos, esos ojos que trataban de encontrar la luz que nos daría la vida. De pronto, oímos muy cerca de nosotros el chasquido escalofriante de las olas al estrellarse contra el arrecife. En medio del pánico que siguió a ese momento, en que todo parecía combinarse para que abandonáramos cualquier esperanza, miré al capitán y vi reflejarse en su rostro la calma e impasibilidad que sólo la experiencia y la sabiduría pueden dar; serenamente, sus labios ásperos y curtidos por el clima susurraron las palabras de vida: «¡Allí está la luz!» Ninguno de nosotros la veía, pero él sí, y eso bastaba. Aquellos ojos acostumbrados al océano no se habían dejado engañar por la locura de la tempestad ni influenciar por las súplicas de los inexpertos que en su terror, le rogaban que virara hacia un lado o hacia el otro. A los pocos minutos, el rugido de la borrasca había quedado atrás y el infame plan de destrucción había sido burlado; estábamos nuevamente en puerto. Sólo entonces pudimos distinguir la imperceptible luz. Si hubiéramos confiado en nuestra capacidad para verla, nos habríamos despedazado contra el arrecife de nuestra propia incredulidad; pero confiando en los ojos experimentados del capitán, sobrevivimos la prueba.

En nuestro mundo hoy podemos ver un duplicado de la situación por la que pasé hace veinte años: nos encontramos en medio de una gran tormenta de valores morales, que empeorará antes de que lleguemos salvos a puerto. Pero tenemos aquellos que, por sus años, su experiencia, y los llamamientos divinos que han recibido, pueden ver más claramente los peligros que nos acechan y salvarnos de cualquier daño físico o espiritual.

Estaré eternamente agradecido al Señor por aquel capitán polinesio que nos salvó la vida, por su experiencia, su sabiduría, su visión, su valor ante la furia de los elementos, su tenacidad en controlar el timón que nos llevara hacia la seguridad. De igual manera, pero con un significado más profundo, le agradezco al Señor por nuestro gran Profeta y líder, porque en un momento de gran necesidad nos ha dado este guía que ha sido probado, moldeado, capacitado, instruido e investido con autoridad divina; además de toda su experiencia, él extrae fortaleza y poder de las generaciones de grandes líderes que lo precedieron y de la inspiración y revelación de ángeles y dioses.

Os dejo mi testimonio de que sé que Dios vive y nos ama. Sé que Jesús es el Cristo, el Salvador del mundo, nuestro amigo, nuestro auxilio. Sé que El nos ayudará a cada uno, personalmente, siempre que lo merezcamos. Sé que José Smith fue un Profeta de Dios. Y testifico que en nuestros días Spencer W. Kimball es el hombre cuyos ojos ven la luz que puede salvarnos, no sólo a nosotros sino al mundo entero. Cuando todo a nuestro alrededor se esté hundiendo en las tinieblas, el temor y la desesperanza, cuando la destrucción se aproxime y la saña de hombres y demonios nos atrape en situaciones que parezcan insolubles, escuchemos su voz que nos dirá: «Allí está la luz. Ese es el camino». Testifico que él nos conducirá de regreso a nuestro hogar celestial, sanos y salvos, si tan sólo lo escuchamos y obedecemos. En el nombre de Jesucristo. Amén.

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