C. G. Abril 1976
«. . congregados en mi nombre. . .»
por el élder Joseph B. Wirthlin
Ayudante del Consejo de los Doce
Hace muchos siglos, cuando Jesús enseñaba a sus discípulos en Capernaum, en las playas del Mar de Galilea, les dijo: «Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18: 20).
Los Santos de los Últimos Días tienen el precioso privilegio de vivir, reunirse y adorar en el nombre del Salvador de la humanidad, y disfrutar de su espíritu sostenedor y regenerador en cada faceta y dimensión de su vida.
Desde octubre pasado, mi esposa y yo hemos viajado muchos miles de kilómetros por Europa central, Escandinavia y Finlandia, trabajando con los once presidentes de misión y ocho presidentes de estaca que presiden en aquella zona. En esos lugares, hemos aprendido a conocer más de 1.500 misioneros que irradian y comunican la verdad de que Jesús está entre ellos. La gloria suprema de la obra del reino en Europa, la forman los miles de miembros fieles que laboran incansable y jubilosamente, tanto para compartir el evangelio con los demás, como para vivirlo ellos mismos.
La tarea y la responsabilidad a la que estos santos se han consagrado desinteresadamente ha evolucionado, como lo ilustra una revelación dada a través del profeta José Smith a James Covill, quien había sido ministro bautista durante cuarenta años. El primer paso en el proceso para llegar a ser un Santo de los Últimos Días, se le dijo al hermano Covill, es aceptar verdaderamente el evangelio, del cual el Señor dice: «Y éste es mi evangelio: El arrepentimiento y el bautismo en el agua, seguido del bautismo de fuego y del Espíritu Santo, aun el Consolador, quien muestra todas las cosas y enseña las cosas pacíficas del reino» (D. y C. 39:6).
Después de la aceptación del evangelio, se le pidió al hermano Covill que hiciera lo que ahora es nuestra obligación incondicional, porque el Señor dice, «Y si haces esto, te he preparado una obra mayor. Promulgarás la plenitud de mi evangelio que he enviado en estos últimos días, el convenio que he enviado para restaurar a mi pueblo, que es de la casa de Israel» (D. y C. 39:11).
Y ésta es la promesa que se le hizo al hermano Covill: «Y acontecerá que el poder descansará sobre ti; tendrás grande fe y estaré contigo e iré delante de tu faz» (D. y C. 39:12). Lo que dice esta escritura, en la época en que apenas hacía nueve meses que la Iglesia había sido restaurada, se aplica a nosotros con la misma fuerza en la actualidad. Y es una reiteración incomparable y poderosa de la que hizo el Salvador durante su ministerio terrenal. Esta promesa de que estará entre nosotros, cuando «dos o tres se congreguen» en su nombre, es una declaración maravillosa de su amor ilimitado por cada uno de nosotros, y nos asegura su presencia en nuestros servicios de la Iglesia, en nuestra vida diaria y en el círculo íntimo de nuestra familia.
Esta afirmación de que Jesús quiere que su presencia se haga sentir en el círculo íntimo de nuestra familia, se puede demostrar en el resultado de la vida de dos hermanas, amigas nuestras, que viven en dos estacas muy alejadas una de la otra. Una de ellas se casó con un hombre que no era miembro de la Iglesia, con la esperanza de convertirlo y de que algún día pudieran sellarse en el templo. Esta joven desarrolló una de las personalidades más bellas y espirituales que conozco; sin embargo, su esposo, jamás ha captado el espíritu ni reconocido la verdad del evangelio, y no ha tenido influencia alguna en la vida religiosa de su familia. No obstante, su esposa ha dado un hermoso ejemplo a sus hijos y los atrajo para que la apoyaran en el desempeño de sus deberes y responsabilidades eclesiásticas. A pesar de que podían haber usado como excusa la indiferencia del jefe de la familia, ella y los hijos ejemplifican la admonición de Jesús, cuando dijo: «Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mat. 5:16).
La otra hermana se casó con un buen Santo de los Últimos Días. Al paso de los años, omitieron negligentemente lo que en el principio habían tratado de hacer concienzudamente: adorar juntos en el nombre de Jesús, a fin de que El pudiera morar en medio de su familia. Aunque siempre admiraban la Iglesia y sus principios, olvidaron que debían ser la sal de la tierra y que habían «perdido su sabor» (Mat. 5:13).
En una conversación que tuvieron acerca de sus hijos, esta hermana dijo a la otra: «¿Cómo es que tus hijos son tan activos en la Iglesia, a pesar de que te casaste con un hombre que no es miembro?». A lo que la primera contestó: «Siempre los he llevado a la Escuela Dominical y a la reunión sacramental». Sorprendida, su hermana le replicó: «¡Y yo siempre envié a los míos!» Y la primera repitió recalcando sus palabras, «Pero yo siempre he llevado a los míos». El de ella es un caso en que, como dijo Jesús, «Donde dos o tres se congreguen en mi nombre, allí estaré yo en medio de ellos». Y esto puede ser una realidad para todos nosotros, dondequiera que estemos.
En otra ocasión, Jesús dijo: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo» (Apoc. 3:20). A menos que abramos la puerta y le permitamos que entre a nuestra vida, El no podrá estar entre nosotros. El conocimiento en sí puede ser poder, mas no siempre lo es; tampoco es motivación ni lógica. La fuente de la acción humana es inherente a los sentimientos, no al intelecto; y la conducta genera sentimientos. Esta realidad está expresada en las siguientes palabras:
«Y quienquiera que os reciba, allí estaré yo también, porque iré delante de vuestra faz. Estaré a vuestra diestra y a vuestra siniestra, y mi espíritu estará en vuestros corazones, y mis ángeles alrededor de vosotros para sosteneros.» (D. y C. 84:88.)
Unicamente por medio de la aceptación de nuestro Salvador y del cumplimiento de su voluntad, adquirimos el sentimiento de «hacer el bien». Si infringimos los mandamientos, también por ello experimentamos un «sentimiento».
Esto explica por qué el corazón de los padres puede destrozarse y doblegarse avergonzado por los pecados y las perversiones de sus hijos. Se sienten confusos y perplejos y dicen: «Los educamos para que fueran jóvenes correctos; la nuestra ha sido siempre una buena familia. ¡Jamás les enseñamos a comportarse de esta manera!» En realidad, aunque los niños aprendieron preceptos, los preceptos no necesariamente proporcionan la voluntad y el deseo de hacer lo correcto. Verdaderamente, la ignorancia no es la única causa del pecado y la conducta deplorable. En la mayoría de las transgresiones es fundamental la falta de deseo, la ausencia de una profunda motivación o de la influencia propicia, y una deficiencia en la práctica de los preceptos. Aquellos que hacen lo justo y «tienen hambre y sed de justicia», a través de sus actos obtienen y conservan vivo el sentimiento de hacer el bien. Inherente a los primeros principios del evangelio, es el «principio del deseo»: el deseo de amar a Dios y al prójimo «con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas». Para elevarse a estas alturas, cada uno de nosotros debe obrar en armonía con la voluntad de Dios, crear un ambiente espiritual que permita a Jesús entrar en nuestra vida, y continuar viviendo con un «deseo sincero de glorificarlo «. (D. y C. 59: 1.)
Esta convicción se demuestra claramente en la vida de nuestros grandes presidentes de misión, misioneros y miembros devotos de la Iglesia. El significado de que Dios esté en medio de nosotros, seamos dos, tres, o muchos, se manifiesta notoriamente en la elocuente descripción de Pablo sobre el proceso para obtener perfección espiritual:
…pues nuestro evangelio no llegó a vosotros en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre, como bien sabéis cuáles fuimos entre vosotros por amor a vosotros.
Y vosotros vinisteis a ser imitadores de nosotros y del Señor, recibiendo la palabra en medio de gran tribulación, con gozo del Espíritu Santo. . . (1 Tes. 1:5-6.)
Permitidme dar énfasis a lo que estos escritos inspirados contienen para cada uno de nosotros. Pablo se regocijó en el hecho de que lo que les había dicho no habían sido palabras vacías para ellos, ya que habían escuchado con gran interés y aquello que se les dijo les inspiró un deseo poderoso de hacer lo justo.
Fue explícito al acentuar que el Espíritu Santo también les había dado la plena seguridad de que lo que se les había enseñado era verdad, y no vaciló en decirles que su vida también era una prueba más para ellos de la veracidad del mensaje. Además, Pablo estaba complacido porque el mensaje del evangelio había sido recibido con tal gozo y felicidad, a pesar de tantas tribulaciones. Finalmente, mencionó lo que debió haber sido su logro supremo: el que fueran ejemplos inspiradores para su prójimo y que por ellos, la palabra del Señor se había divulgado por todas partes, más allá de sus fronteras. Pablo les rindió tributo cuando les dijo que por dondequiera que viajaba, encontraba gente que hablaba de sus extraordinarias buenas obras y fe en Dios.
Es conveniente que recordemos una y otra vez que el conocimiento y la obediencia a las leyes divinas y mandamientos, siempre ha generado fe, rectitud e inspiración entre nuestra gente.
Recuerdo que cuando los santos se establecían en una zona nueva, les inquietaba pensar cuán permanente sería su estadía y si debían edificar casas durables, pues con frecuencia se habían trasladado de un lugar a otro. En una ocasión en que interrogaron al profeta José Smith al respecto, él les dijo: «Construid como si fueseis a permanecer para siempre». Nuestros líderes jamás pierden de vista el propósito de su sagrada misión; están edificando para nosotros, para aquellos que habrán de venir, para el futuro, para la eternidad.
Hay una gran lección por aprender en un estudio concienzudo de nuestra historia. El éxito de la Iglesia se puede atribuir a nuestra fe en Dios y a que hemos permanecido bajo la dirección inspirada de líderes capaces y devotos, sin ceder en nuestros principios y manteniendo siempre a Jesús y sus enseñanzas divinas entre nosotros.
Tengo el privilegio de testificar de la verdad del evangelio de Jesucristo, de la inspirada dirección de nuestro gran Profeta, el presidente Spencer W. Kimball, y del poder y atracción de su brillante vida ejemplar. Del llamamiento divino de las Autoridades Generales, de la fortaleza y nobleza que se encuentra en la vida recta de miles de fieles Santos de los Últimos Días por todo el mundo.
Ruego para que dondequiera que dos o tres de nosotros estemos congregados, el Salvador pueda estar entre nosotros por nuestra rectitud, en el nombre de Jesucristo. Amén.
























