C. G. Abril 1976
Lo que el hombre siembre. . .
por el élder L. Tom Perry
del Consejo de los Doce
«Y sucedió que el Señor habló a Moisés, diciéndole: He aquí, te revelo lo que concierne a este cielo y esta tierra. Escribe las palabras que hablo. Soy el Principio y el Fin, el Dios Omnipotente: he creado estas cosas por medio de mi Unigénito: sí, en el principio hice los cielos y la tierra sobre la cual estás.» (Moisés 2: 1).
Al estudiar las Escrituras y los maravillosos preparativos del Señor para la creación de nuestro hogar terrena, me impresionan el sistema y el orden con que se llevó a cabo su proceso creador. Su obra me asombra y me conmueve, y me gustaría repasar brevemente con vosotros los acontecimientos a ella pertinentes.
Primero, el Señor examinó las condiciones bajo las cuales tendría que crear nuestra morada terrena, las cuales no eran precisamente alentadoras. Vio que «la tierra se hallaba sin forma, y vacía» y había «obscuridad. . . sobre la haz del abismo». Su primer paso en el proceso creativo fue que hubiera luz, un requisito indispensable para su labor. Con luz que iluminara su obra, fue entonces posible para El separar los cielos de la tierra.
Preparado el lugar, era necesario establecer un sistema de aprovisionamiento para la humanidad. El Señor separó entonces la tierra de las aguas, y cubrió aquélla con vegetación, árboles, hierbas y frutos, cada uno con su sistema individual para reproducirse según su propia especie. Para que continuara el proceso de evolución, era necesario inclinar la tierra sobre su eje y darle un movimiento de rotación que produjera períodos de descanso durante las horas de oscuridad, y de crecimiento durante las horas de luz. Además, ese movimiento trajo consigo otro beneficio: el de un sistema que registrara los días, los años y las estaciones.
Una vez que la vida vegetal comenzó a evolucionar, el Señor inspeccionó su obra y encontró que era buena. Por lo tanto, su atención se concentró en la vida animal: lo primero fueron los peces y la vida marina; después, siguieron las aves que vuelan sobre la tierra; después, el ganado, las bestias y todas las otras criaturas que andan sobre el globo terrestre, cada una con la capacidad de reproducirse dentro de su especie.
Entonces, la creación del mundo quedó completa. Ya había un lugar que sirviera de morada para la humanidad y todas las cosas que había sobre su faz eran para beneficio del hombre y sólo con ser industrioso, le servirían de sustento desde el principio hasta el fin de los tiempos. Una vez más hubo una inspección de toda la obra se halló que era buena.
Todo estaba listo para la creación del hombre. Con lo que se había creado, la humanidad tendría lo indispensable para cubrir todas las necesidades de su vida terrenal y, al proveerle con todo lo necesario, se le podría dar responsabilidad por su propia actuación como seres mortales.
La Escritura registra la forma en que el Señor les explicó esas responsabilidades:
«Y yo, Dios, los bendije, y díjeles: Fructificad y multiplicad, henchid la tierra y sojuzgadla; y sea vuestro dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del aire y sobre toda ánima viviente que se mueve sobre la tierra.» (Moisés 2:28.)
La ejecución material de la creación se hubiera podido vaticinar fácilmente; las leyes físicas del Señor son eternas e invariables y, a medida que el hombre las comprende, va adquiriendo la absoluta seguridad de los resultados que obtendrá si se conforma a ellas.
El Señor respondió a los ruegos del ser humano, bendiciéndolo con el conocimiento necesario para gobernarse mientras pasara por su probación mortal, y le dio mandamientos que le sirvieran de guía aquí en la tierra. Tanto las recompensas por ajustarse a ellos, como el castigo por desobedecer los decretos divinos, eran seguros e inapelables. Estas son las palabras del Señor:
«Porque, ¿en qué se beneficia un hombre a quien se confiere un don, si no lo recibe? He aquí, ni se regocija con lo que le es dado, ni se regocija en aquel que es el donador.
Y además, de cierto os digo, que lo que la ley gobierna, también preserva, y por ella es perfeccionado y santificado.
Aquello que traspasa la ley, y no vive conforme a ella, mas procura ser una ley a sí mismo, y quiere permanecer en el pecado, no puede ser santificado por la ley, ni por la misericordia, la justicia o el juicio. Por tanto, tendrá que quedar sucio aún.» (D. y C. 88:33-35.)
Se ha escrito el siguiente comentario con respecto a esos versículos:
«Cada una de las leyes que Dios nos ha dado es de naturaleza tal, que al guardarla somos preservados, perfeccionados y santificados. Si guardamos la Palabra de Sabiduría, nuestro cuerpo se mantendrá puro; si observamos la ley del diezmo, aprenderemos a ser honestos y generosos; si oramos estaremos en constante comunión con el Espíritu Santo; si tratamos de cumplir con nuestro deber en todas las cosas, cada día estaremos más cerca de la perfección. Por otra parte, aquellos que rehúsen dejarse gobernar por la ley de Dios y vivan de acuerdo con sus propias leyes, no podrán ser santificados porque están fuera de la esfera de misericordia y justicia, y deberán permanecer sucios todavía. Sólo cuando tratamos de obedecer las leyes de Dios, tenemos derecho a reclamar su misericordia. En el juicio, la justicia tendrá en cuenta cada esfuerzo sincero que hayamos hecho por cumplir con la voluntad del Padre.» (Doctrine and Covenants Commentary, por Hyrum M. Smith y Janne M. Sjodahl. Des. Book Co., pág. 546.)
En su sabiduría y gran amor por nosotros, el Señor estableció un cimiento firme, invariable, en el cual podemos confiar y centrar nuestra vida, con la absoluta seguridad de que los resultados sólo dependen de nuestros merecimientos.
Desde el principio de la creación del mundo, encontramos orden el todo el plan del Señor. Miles de años de historia afirman la inmutabilidad de su gobierno al dirigir los asuntos de la humanidad. Conocemos perfectamente los resultados de la temperancia, la frugalidad y la industriosidad; doquiera que estas cualidades se apliquen encontramos que la prosperidad y la abundancia son el premio seguro al esfuerzo realizado. Además, la justicia la bondad y la caridad, siempre producen paz, amor y armonía. También los resultados de la glotonería, la intemperancia y la lujuria se pueden predecir fácilmente; estas debilidades siempre terminan por destruir nuestro cuerpo; y ninguno de nosotros ignora los efectos que un cuerpo debilitado tiene sobre las funciones de la mente; la destrucción física trae como consecuencia la destrucción mental. Los resultados del robo, la mentira y el fraude, también son seguros.
Hace algunos días tuve la oportunidad de hacer un viaje en avión y del otro lado del pasillo iba sentado un conocido educador, con quien trabé conversación. Entre otras cosas él me contó una experiencia que le habían relatado recientemente:
Al dar un examen a sus alumnos, un maestro de trigonometría les había dicho: «Hoy, voy a darles dos exámenes, uno en trigonometría y otro en honestidad. Espero que puedan pasar ambos; pero si van a fracasar en uno, que sea en el de trigonometría. Porque hay en el mundo muchos buenos hombres que no saldrían aprobados en un examen de trigonometría, pero ningún hombre bueno fracasaría en el de honestidad.
¡Cuánto necesitamos las bendiciones de la integridad en nuestra sociedad actual!
Toda sociedad sana necesita un común denominador de valores basados en la divina ley del Señor; éste debería ser el cimiento sobre el que estuvieran basadas tudas las leyes que gobiernan la conducta humana. Aquellas sociedades que se han gobernado de acuerdo con estos valores fundamentales, han encontrado paz, prosperidad, gozo, belleza y moral. En cambio, las que se han creído más allá de estos principios básicos y no los han respetado, han llegado a la autodestrucción.
¿No estamos acaso contemplando en nuestra sociedad actual la falta de deseo de enseñar estos valores? ¿No somos testigos de un aumento en el crimen, la irresponsabilidad, el vandalismo, la inmoralidad y la falta de disciplina? Como consecuencia de nuestra falta de deseo en tratar de preservar estos principios, estamos perdiendo nuestro derecho a gozar de la libertad de elegir nuestro propio sistema de valores.
«Hay una ley, irrevocablemente decretada en el cielo antes de la fundación de este mundo, sobre la cual todas las bendiciones se basan:
Y cuando recibimos una bendición de Dios, es porque se obedece aquella ley sobre la cual se basa.» (D. y C. 130: 20-21.)
El Señor ha establecido un curso fijo para que obtengamos sus bendiciones. De acuerdo con su ley divina, El está obligado a bendecirnos por nuestra rectitud. La abrumadora interrogante que nos acosa en cada época del mundo, es porqué todas las generaciones tienen que poner a prueba su ley, cuando la actuación del Señor ha sido constante de generación en generación. ¿No creéis que deberíamos examinar nuestra posición al respecto? Nuestra vida, nuestra familia, nuestras comunidades, nuestras naciones, ¿están firmemente ancladas en un cimiento basado en la ley divina? ¿No sería tiempo de prestar más atención a la amonestación de Pablo? Estas son sus palabras:
«No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará.
Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu del Espíritu segará vida eterna.
No nos cansemos pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos.”(Gal. 6:7-9.)
Que Dios nos bendiga para que podamos sembrar para el Espíritu, a fin de que nuestra cosecha sea la vida eterna. Lo ruego humildemente, en el nombre de Jesucristo. Amén.
























