C. G. Octubre 1976
Si servimos al Señor
por el élder Mark E. Petersen
del Consejo de los Doce
En el libro de Deuteronomio, dice que cuando los Israelitas salieron de la cautividad en Egipto. Dios les prometió que si obedecían sus mandamientos, haría de ellos la nación más grande de la tierra.
Arqueólogos e historiadores han demostrado plenamente que aunque hubo algunas naciones muy grandes y avanzadas, el Señor hizo de las Doce Tribus la mayor de todas ellas. Sin embargo, para ello había una condición: si servían al Señor.
En el capítulo 28 de Deuteronomio leemos:
«Acontecerá que si oyeres atentamente la voz de Jehová tu Dios, para guardar y poner por obra todos sus mandamientos que yo te prescribo hoy, también Jehová tu Dios te exaltará sobre todas las naciones de la tierra.» (Deut. 28:1)
Más adelante el Señor dijo a Israel antiguo que su propósito era «exaltarte sobre todas las naciones. . . . para que seas un pueblo santo a Jehová tu Dios» (Deut. 26:19).
Les prometió libertad, prosperidad e inmunidad contra los que asolaban a otras naciones; les aseguro que gozarían de paz y les garantizó que la espada no asolaría su tierra y, más aún, que sus enemigos tendrían miedo de atacarlos.
«Te pondrá Jehová por cabeza y no por cola; y estarás encima solamente y no estarás debajo, si obedecieres los mandamientos de Jehová tu Dios, que yo te ordeno hoy, para que los guardes y cumplas . . .» (Deut. 28: 13; Lev. 26.)
Por otra parte, el Señor declaró que si Israel rehusara obedecerle. El le retiraría sus bendiciones y le enviaría castigos de modo que se convertiría en la menor de las naciones; sería la cola y no la cabeza, perdería su prosperidad y consiguientemente, sería dispersada por el mundo.
¿Y qué les sucedió a los israelitas? Miraron a las naciones vecinas, las envidiaron y quisieron ser como ellas; aunque sabían que esos pueblos eran depravados e idólatras, les encontraban cierto atractivo; y, por lo tanto cegados por el egoísmo y el orgullo, proclamaron ser como ellos. Por consiguiente, fueron hacia la destrucción como otras naciones, apostataron de los principios que Dios les había dado y que los habían hecho una gran nación, fallaron en alcanzar su potencial intrínseco y sufrieron las consecuencias amargas de la desobediencia. Fue una estrepitosa pérdida de una magnífica oportunidad que pudo haber cambiado el curso completo de la historia.
El mismo principio se aplica a la antigua América. Dos naciones ocuparon el Continente Americano y ambas recibieron mandamientos iguales a los que recibió el antiguo Israel; a ambas se les dijo que para prosperar debían servir al Dios de esta tierra, Jesucristo, o de lo contrario serían destruidas. Tampoco estos pueblos tuvieron fe suficiente para cumplir los mandamientos. Ambos echaron a los cuatro vientos una oportunidad como la que se le había ofrecido al antiguo Israel: la de ser poderosos: ambos cayeron en el pecado y fueron destruidos.
Abraham Lincoln, nuestro gran Presidente y hombre de inmensa fe, dijo: «Es obligación de las naciones, así como de los hombres, el mantener su propia independencia bajo el poder gobernante de Dios. Las naciones pueden ser bendecidas sólo cuando adoran al Señor, su Dios.»
Este principio, que era válido en los días del antiguo Israel y en los de los jareditas y nefitas, lo es también hoy: las naciones son bendecidas solamente si adoran al Señor, su Dios.
Pero Lincoln enseñó algo más. No solamente dijo que las bendiciones de Dios se limitan a las naciones que le reconocen sino que, en la misma forma, sólo las personas que sirven al Señor reciben sus bendiciones. Estas fueron sus palabras:
«Es obligación de todos, naciones e individuos, reconocer su dependencia del poder gobernante de Dios, confesar sus pecados con humilde pesar y buscar gracia y perdón.
Hemos sido receptores de escogidas bendiciones de los cielos. . . hemos crecido en número, bienestar y poder. Pero nos hemos olvidado de Dios. Nos hemos olvidado de la graciosa mano que nos ha preservado en paz y nos ha multiplicado, enriquecido y fortalecido: y vanamente nos hemos imaginado en la falsedad de nuestros corazones, que esas bendiciones fueron merecidas por nuestra propia sabiduría superior virtud. . . Nos hemos vuelto demasiado autosuficientes como para sentir necesidad de la gracia redentora y aseguradora, demasiado orgullosos para orar al Dios que nos creó.
Nos corresponde humillarnos ante el poder ofendido. confesar nuestros pecados y orar por clemencia y perdón.» (Abraham Lincoln, Man of God, por John W. Hill. New York, Putnam’s Sons, 1927. Pág. 391.)
Pero, ¿tenemos el valor de hacerlo? Los cielos saben que este mundo está lleno de pecado y corrupción, de orgullo y arrogancia, de egoísmo, ambición y avaricia. ¿Queremos de verdad vivir de este modo y mantenernos en la miseria moral? ¿Puede el ser humano gozar con lo sucio y perverso y no buscar la libertad y el regocijo de la limpieza? Esta clase de libertad puede encontrarse solamente en la rectitud. La suciedad y perversidad acarrean sólo esclavitud, degradación y muerte.
Una vez, el Salvador habló de la sal que da su esencia a la humanidad; además habló de la sal que pierde su sabor. Los profetas del Antiguo Testamento hablaron también de este «sabor», pero mencionaron otro que apesta y que es el espantoso sabor de la iniquidad.
Cada nación está formada por individuos. Cuando estos individuos son malos la nación es mala: cuando son justos, tenemos una nación justa.
La rectitud de las naciones debe empezar con cada persona. Cada uno debe considerarse como una parte de la sal de la tierra, de la cual se espera que dé sabor a sus semejantes. Especialmente, cada uno de los discípulos de Cristo debería ser como la sal que hace resaltar el buen sabor. Pero debemos recordar que el Salvador amonestó:
«Si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada? No sirve para nada, sino para ser echada fuera y hollada por los hombres.» (Mateo 5: 13.)
Estas palabras también son de Lincoln: «Si no hacemos lo justo, Dios nos dejará ir por nuestro propio camino hacia la ruina». Y esto es cierto, porque El no fuerza a nadie a ir al cielo.
Pero al Señor fue más fuerte que Lincoln en su expresión y declaró que la desobediencia es una afrenta a El. El sabor que dan los inicuos a quienes los rodean se convierte en hedor ante su rostro. Es el «sabor que apesta».
Os pregunto ahora, ¿cómo perdemos el sabor que los discípulos de Cristo deben tener? Lo perdemos cuando cesamos de servirle o cuando nos volvemos despreocupados en nuestra obediencia a sus mandamientos.
Por ejemplo, si no asistimos regularmente a nuestras reuniones, ¿perdemos algo del sabor que la buena sal debe tener?
Si abandonamos nuestras oraciones y la contribución de nuestro diezmo y ofrendas, ¿en qué se convierte nuestro sabor?
El presidente Kimball nos preguntó qué clase de sabor transmitimos si no compartimos el evangelio con nuestro prójimo.
Si violamos el día del Señor, ¿despedimos un buen sabor ante su faz?
Si somos deshonestos, duros, vengativos, ¿no ofendemos a Dios?
Y si perdemos nuestra virtud, el inapreciable don de la castidad, ¿en qué se convierte nuestro sabor? ¿No es la pureza próxima a la deidad? ¿Acaso la sociedad no la extermina? ¿No insulta al Señor lo impúdico?
Si somos culpables de infidelidad a nuestra familia, o en cualquier modo crueles con los nuestros, ¿estaremos dando buen sabor a nuestro hogar?
Si nos oponemos a las políticas de la Iglesia, despreciando a nuestros líderes escogidos, ¿en qué se convierte nuestro sabor? ¿Puede haber buen sabor en la deslealtad? Y si nos alejamos de la Iglesia y aceptamos las destructivas enseñanzas de falsos profetas, ¿no abdicamos de nuestro lugar en el reino del Señor? Y al hacerlo, ¿le mostramos al Señor que somos capaces de dar un buen sabor?
Al hablar de preservar nuestro lugar en el Reino de Dios, el presidente Heber J. Grant dijo:
«He visto hombres que no obstante su elevada posición, han llegado al punto de desatender sus obligaciones, volverse atrás y convertirse en enemigos de la Iglesia, porque no cumplían los mandamientos de Dios. Mi más ferviente oración es que cada persona sienta en su corazón que es el verdadero arquitecto de su vida. Hay dos espíritus luchando dentro de nosotros. En cualquier obra en que nos comprometemos hay uno que nos susurra: `No necesitas hacer eso; es una pérdida de tiempo y deberías estar haciendo otra cosa más placentera’. Por otra parte, está la vocecilla que nos dice lo que es justo y si la escuchamos, progresaremos en fuerza y poder, en testimonio y en habilidad, no solamente para vivir el evangelio sino también inspirar a otros a hacerlo.» (Improvement Era, dic. de 1937; pág 735.)
Que podamos tener el suficiente sentido común para confiar y obedecer al Señor nuestro Dios. Es el único camino seguro, tanto para las naciones como para los individuos. De esto testifico en el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.
























