Levántate y átate las sandalias

Conferencia General Abril 1978logo pdf
Levántate y átate las sandalias
élder Howard W. Hunter
del Consejo de los Doce

Howard W. Hunter 1Miles son los jóvenes en muchas partes del mundo, que participarán con nosotros en el desarrollo de esta reunión del Sacerdocio en éste, el Tabernáculo Mormón de Salt Lake City. Es a dichos jóvenes a quienes deseo dirigir mi mensaje, el que, desde luego, también podrán escuchar padres y abuelos.

Hace unos años, leí en una revista un artículo dedicado a los jóvenes, el que se titulaba: «Levántate… y átate las sandalias» (Hechos 12:7-8), y relataba la carrera mediocre de un jugador de fútbol de una escuela secundaria rural. El joven se las había ingeniado para integrar el equipo, aun cuando era evidente que nunca llegaría a destacarse como jugador. A decir verdad, sólo parecía servir para encontrar problemas de juego para él insolubles, y ni siquiera figuraba entre los primeros suplentes.

Jugaban partido tras partido, y nunca lo llamaban al juego, por lo que abandonó toda esperanza. En el último partido del año, se quitó los zapatos y arrebujándose en una manta se sentó tranquilamente a ver jugar a sus compañeros de equipo.

Por la mitad del juego, oyó de pronto la voz del entrenador que lo llamaba: Tan grande fue su asombro que se preguntó si no estaría soñando; pero en seguida, oyó que le decía directamente: «¡Oye, tú!, entra en el juego, ¡mueve ese equipo!»

¿Qué debía hacer? Su primera reacción fue la de perder el sentido, la segunda, de prestar oídos sordos, la tercera, gritar: «Espere que me ponga los zapatos…’ Pero cortó por lo sano, y ajustándose las medias se lanzó a la cancha mientras el entrenador le daba Las instrucciones de último momento. Demás está decir que las medias blancas, que era lo único que le cubría los pies, atraían las miradas de todo el mundo, lo cual puso al entrenador al borde del desmayo.

En la mente le giraban las importantes instrucciones del entrenador, pero cuando recibió la pelota, ya había olvidado la jugada que se esperaba que hiciese. Sus compañeros de equipo, ya alertados, se corrieron hacia la derecha mientras que él partió por la izquierda. Allí se enfrentó solo a los defensas contrarios, quienes anularon por completo sus mejores esfuerzos ofensivos.

Después del partido, él declaró: «Nadie esperaba que yo marcara un `tanto’, y aun el hacer una jugada equivocada era comprensible; pero eso de entrar en el campo de juego sin zapatos, fue imperdonable.»

Quisiera invitar a los jóvenes que me escuchan esta noche, a calzarse con los principios del evangelio, a creer en las oportunidades que les aguardan. Recuerdo lo que dijo Abraham Lincoln cuando él mismo se mantuvo a la espera durante largo tiempo perdiendo elección tras elección y luchando denodadamente por hacer su contribución profesional. Dijo simplemente: «Me prepararé, y quizá se me presente una oportunidad», y vivió lo suficiente como para aprender un hecho cierto: que la oportunidad siempre sale al paso del que se prepara.

Sé, con la más absoluta certeza, que vosotros los varones jóvenes, sois necesarios en el Reino y que seréis llamados a laborar en él en años futuros. A decir verdad, os llamamos ahora. Necesitamos de vuestra presencia, vuestra amistad, vuestro servicio y vuestras normas de vida. Tal vez, algunas de vuestras asignaciones os parezcan pequeñas, sin embargo, son muy importantes, y las mismas os preparan para servicios mayores.

Oliverio Cowdery fue uno de los que «se quitó los zapatos» sólo por un momento, mientras el partido continuaba, lo que redundó en una de las decepciones más grandes de la historia de la Iglesia. Servía él como escribiente del profeta José Smith, mientras éste traducía el Libro de Mormón, cuando el Señor le dijo que también a él le concedía «un don para traducir». (D. y C. 6:25.)

Pero Oliverio no se preparó de la forma en que debía haberlo hecho, o como una vez lo estuvo. Su confianza en sí mismo y en esta gran obra de los últimos días, tambaleó por un momento y eso le dio pie para clamar: «Esperad que me prepare». Y no tardó en aprender que la obra de la eternidad rara vez espera por mucho tiempo, pues poco después el Señor le dijo:

«Y, he aquí, a causa de no haber continuado como cuando principiaste… te he quitado este privilegio… tuviste miedo, y ya se ha pasado el tiempo, no siendo conveniente ahora.» (D. y C. 9:5, 11.)

Había dejado pasar la oportunidad de toda una vida, y la perdió para siempre.

El presidente Kimball me disculpará si hablo de él, pero quisiera poner de relieve su constante preparación. En el funeral del presidente Harold B. Lee, dijo con profundo amor y emoción:

«El presidente Lee se ha ido. Nunca imaginé que esto pudiera suceder. Sinceramente, jamás pensé siquiera en su partida, y dudo de que haya alguien en la Iglesia que hubiera rogado con mayor fervor y constancia por su bienestar general y una larga vida, que mi esposa y yo. Nunca he deseado llegar á ocupar su lugar. Era yo cuatro años mayor que el hermano Lee, y esperaba que él me sobreviviera… por muchos años. Tengo el corazón sobrecogido por su partida. ¡Cuánto le amábamos!»

Ciertamente el presidente Kimball no ambicionaba llegar a ser Presidente de la Iglesia, pero cuando recibió el llamamiento, de la forma inesperada en que sucedió, él estaba preparado. En todos los años en que hemos tenido el privilegio de conocerlo, el presidente Kimball siempre ha estado listo. Nunca ha hecho como el futbolista que permaneció descalzo mientras proseguía el juego. Nunca ha dicho: «Esperad que me prepare; esperad que me aliste». Aun cuando nunca soñó que ocuparía el cargo que ahora tiene, toda su vida ha sido de constante preparación para llegar al cumplimiento del mismo.

Quisiera citaros sólo un ejemplo de la preparación que os he referido, la cual comencé hace muchos años, cuando él tenía la edad que muchos de los que me estáis escuchando esta noche tenéis ahora. A los catorce años una autoridad de la Iglesia visitó una conferencia de la estaca que presidía el hermano Kimball, padre, y el visitante exhortó a la congregación a leer las Escrituras.

El presidente Kimball, recordando aquello, dijo lo siguiente:

«Admitiendo que yo no había leído la Biblia, aquella misma noche, después de haber escuchado aquella amonestación, al llegar a casa me dirigí sin tardanza a mi cuarto y después de encender una pequeña lámpara de queroseno que mantenía en una mesita, comencé a leer los primeros capítulos de Génesis. Un año después, cerraba yo la Biblia, habiendo leído los capítulos de este grande y glorioso libro, uno por uno… Fue algo formidable, pues yo sabía que si otros podían hacerlo, también yo podía.

Encontré algunas partes difíciles de comprender para un muchacho de catorce años, así como algunas páginas de ningún interés especial para mí, pero una vez que hube leído los sesenta y seis libros, los mil ciento ochenta y nueve capítulos, y las 1.519 páginas, experimenté la inmensa satisfacción de haberme trazado una meta y de haberla logrado.

En modo alguno os digo esto por jactancia; sencillamente me he valido de esta experiencia personal para deciros que si yo pude hacerlo a la luz de la lámpara de queroseno, vosotros podéis hacerlo a la luz eléctrica. Siempre ha sido para mí motivo de profunda satisfacción haber leído la Biblia de tapa a tapa.» (Conference Report, abril de 1974, pág. 126.)

De este modo, así como de otras mil maneras, Spencer Woolley Kimball, se preparó desde la juventud en forma silenciosa y eficaz, sin soñar siquiera lo que le reservaba el porvenir.

Os repito una vez más, jóvenes de la Iglesia: preparaos, creed, estad dispuestos, tened fe. No digáis ni hagáis cosa alguna que pudiera limitar vuestro servicio, o volveros incompetentes en el Reino de Dios. Estad listos para cuando seáis llamados, pues ciertamente lo seréis. Calzaos con los principios del evangelio, o como lo escribió Pablo a los efesios:

«Estad, pues, firmes… calzados los pies con el apresto del evangelio de la paz.»

El Señor os diría esta noche lo que hace ya mucho tiempo dijo el ángel a Pedro:

«Levántate… y átate las sandalias… y sígueme.» (Hechos 12:7-8.)

¡Cuán glorioso es tener el privilegio de poseer el Sacerdocio! Dios vive, y Jesucristo es su Hijo, nuestro Señor y Salvador. Os testifico que hay un Profeta de Dios en la tierra, y esta noche tenemos el privilegio de tenerlo aquí, con nosotros, en esta reunión. En el nombre de Jesucristo. Amén.

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