José Smith, testigo especial de Jesucristo

Conferencia General Abril 1980logo pdf
José Smith, testigo especial de Jesucristo
por el élder Gordon B. Hinckley
del Consejo de los Doce.

gordon-b-hinckley-mormonMis amados hermanos, mi corazón rebosa de gratitud por la oportunidad de estar aquí.  Este hermoso centro de reuniones en Fayette se construyó gracias a la generosidad de muchos de los presentes; extendemos nuestro agradecimiento a todos por su gran gentileza.  En esta histórica ocasión, me siento muy honrado de estar aquí con el presidente Kimball.

Es una coincidencia muy placentera que el aniversario de la Iglesia concuerde con el domingo de Pascua.  Hoy, todo el mundo cristiano hace una pausa para recordar el acontecimiento más significativo e importante de la historia: la resurrección del Hijo de Dios, el Salvador de la humanidad.

José Smith testificó inequívocamente del Cristo resucitado a un mundo infestado con la duda acerca de esa resurrección.  Ese testimonio se dio a conocer en diferentes maneras y bajo diversas circunstancias.

Primero, habló de la experiencia de la incomparable visión en la cual contempló y escuchó al Padre y al Hijo, ambos personajes separados, tanto en forma y substancia, como en cuerpo y en voz; ellos le hablaron como «habla cualquiera a su compañero» (Exo. 33:11).

Segundo, José Smith, el instrumento por medio del cual se dio a conocer el Libro de Mormón, testifica del Salvador a todos aquellos que lo lean.  El mensaje constante de este libro es un testimonio del prometido Mesías que dio su vida por los pecados del mundo, y que se levantó triunfante de la tumba como «primicias de los que durmieron» (1 Cor. 15:20).

Tercero, por medio de la Iglesia organizada en este lugar José Smith testificó del Dios viviente.  La Iglesia lleva el nombre de Jesucristo y se espera que sus miembros, tanto por el ejemplo como por el precepto, den testimonio de Aquel en cuyo nombre se reúnen y sirven.

Cuarto, José Smith testificó del Señor resucitado cuando, por el poder de su llamamiento profético, pronunció las siguientes palabras:

«Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de él, este testimonio, el último de todos, es el que nosotros damos de él: ¡Que vive!

Porque lo vimos, aun a la diestra de Dios; y oímos la voz testificar que él es el Unigénito del Padre.

Que por él, y mediante él, y de él los mundos son y fueron creados, y los habitantes de ellos son engendrados hijos e hijas para Dios» (D. y C. 76:22-24).

Finalmente selló ese testimonio con su sangre, murió como un mártir de las verdades que había declarado concernientes al Redentor del mundo, en cuyo nombre él había efectuado su ministerio.

Así pues, hermanos, en este día de Pascua, cuando recordamos a Aquel que venció la muerte, hablamos con gratitud del Profeta que fue testigo preeminente del Cristo viviente.

Ahora que estamos reunidos en el lugar en el cual se organizó la Iglesia de Jesucristo, me puedo imaginar ese 6 de abril de 1830.  Los pocos que creyeron en la misión de José se reunieron ese día que fue designado por revelación divina «siendo el año mil ochocientos treinta de la venida de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo, en la carne» (D. y C. 20:1).

Uno se pregunta si, además de José Smith que lo vio en visión profética, alguien de ese grupo tendría una idea de la grandeza de la obra que apenas se iniciaba.  Desde esta región rural, desde esta sencilla cabaña campestre, brotaría una organización mundial que crecería constantemente y contaría con millones de fieles.

Aquellos que estamos aquí hoy, reviviendo los acontecimientos históricos, nos sentimos llenos de emoción mientras las maravillas técnicas de la televisión captan nuestras palabras e imágenes, las proyectan hacia un satélite en lo alto de los cielos; desde allí las envían a una estación terrestre que a su vez las transmite a las pantallas gigantes que se encuentran frente a vosotros en el gran Tabernáculo de la Man¬zana del Templo, en Salt Lake City; y todo esto con sólo un lapso de menos de tres cuartos de segundo entre vosotros y nosotros.  Al pensar en este milagro, por contraste nuestra mente se remonta a los capítulos de aquel movimiento épico y doloroso de la Iglesia, desde estos terrenos rurales de Nueva York hasta el Valle del Gran Lago Salado, y de allí a todas las naciones de la tierra.

Después que se organizó la Iglesia, la persecución hizo su horrenda aparición.  Entonces se tomó la decisión de que los santos debían mudarse a Kirtland, Ohio.

Allá edificaron su hermoso templo, y en su oración dedicatoria el joven Profeta invocó los poderes de los cielos a fin de que la Iglesia «salga del desierto de las tinieblas, y brille bella como la luna, clara como el sol e imponente como un ejército con pabellones» (D. y C. 109:73).

Pero el cumplimiento de esa oración no se vería rápidamente.  La paz de Kirtland pronto se hizo añicos por los insultos, la angustia financiera, por la brea y las plumas con que atormentaron el cuerpo del gran líder.

En Misurí construyeron otro centro; éste se suponía que iba a ser Sión.  Sin embargo, el sueño de Sión se destruyó con el fuego de los rifles, con el incendio de las casas y los aullidos de los populachos, y con la orden ilegal de expulsión, seguida por la dolorosa marcha cruzando las tierras bajas del Misisipí y a través del río, a un asilo temporal en Illinois.

El Profeta no hizo la jornada con los que iban en ruta al exilio, pues durante ese amargo invierno de 1838 a 1839 estaba preso en una fría y miserable celda en una cárcel de Misuri, víctima de un falso arresto.

Zaherido, destituido y solitario, clamó bajo esas circunstancias: «Oh Dios, ¿en dónde estás?» (D. y C. 121:1).

En la respuesta revelada a esa súplica se pronunció esta maravillosa profecía:

«Desde los cabos de la tierra inquirirán tu nombre; los necios de ti se burlarán y el infierno se encolerizará en contra de ti.

En tanto que los puros de corazón, los sabios, los nobles y los virtuosos constantemente buscarán consejo, autoridad y bendiciones de tu mano.» (D. y C. 122:1-2.)

Mis hermanos que estáis reunidos aquí hoy, y todos vosotros que os encontráis en el Tabernáculo de la Manzana del Templo en Salt Lake City, todos somos parte de este gran reino establecido entre las naciones de la tierra; somos el cumplimiento de esa profecía, como lo es la institución de la Iglesia de la cual somos miembros.

José Smith nunca vio este día en el cual vivimos excepto en su visión de Profeta, pues murió en aquel bochornoso 27 de junio de 1844 en Carthage, Illinois.

John Taylor, que había estado con el Profeta en Cartage, resumió la labor de éste con las siguientes palabras:

«José Smith, el Profeta y Vidente del Señor, ha hecho más por la salvación del hombre en este mundo, con la sola excepción de Jesús, que cualquier otro que ha vivido en él . . .Vivió grande y murió grande en los ojos de Dios y de su pueblo . . .» (D. y C. 135:3.)

En el punto culminante de este siglo y medio de la organización de la Iglesia, nos inclinamos a exclamar: ¡Cuánto ha hecho Dios por medio de su siervo José Smith!

Os doy mi testimonio de él, de que fue el siervo ordenado por Dios; el José que fue levantado para ser el poderoso Profeta de esta dispensación, un «Vidente, traductor, Profeta, y Apóstol de Jesucristo».  A ese testimonio agrego otro: que el presidente Spencer W. Kimball, que se encuentra aquí con nosotros, es el sucesor legítimo de José Smith, es el Profeta de nuestros días, y el Presidente de la Iglesia verdadera.  Esta Iglesia que se organizó aquí hace 150 años y cuya historia ha sido heroica, hoy se levanta como una torre de fortaleza, como un ancla de seguridad en un mundo inestable.  Su futuro como Iglesia y reino de Dios es seguro, y de esto testifico solemnemente en el sagrado nombre de Jesucristo.  Amén.

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