Conferencia General Abril 1980
Nauvoo: una demostración de fe
por el élder L. Tom Perry
del Consejo de los Doce
En este año del sesquicentenario de la Iglesia, mis pensamientos han estado centrados en su grandiosa historia. Hay un período particular de la historia mormona que siempre me ha inspirado. Emergiendo de lo que yo creo que bien podría considerarse como el lapso más obscuro de pruebas y tribulaciones, brotó una luz de belleza y realizaciones muy poco común en los acontecimientos que caracterizan a la raza humana. Los esfuerzos de la Iglesia por establecerse en Missouri fueron resistidos tenazmente por los residentes de ese estado. Se adquirieron fincas, se edificaron hogares, se sembró la tierra y se compraron propiedades; todo ello para que finalmente se les fueran quitadas. En medio del tempestuoso invierno se les obligó a abandonar el estado bajo amenaza de muerte. Todos los miembros de la Primera Presidencia de la Iglesia fueron encarcelados en Liberty para ser juzgados. Las únicas palabras de aliento y orientación que se les podía hacer llegar a los afligidos santos era mediante cartas, siempre que les permitieran enviarlas.
El profeta José Smith fue forzado a permanecer en la cárcel de Liberty durante los largos meses de invierno esperando para ser juzgado. Al no poderse hallar evidencia en contra de los prisioneros, se les dejó escapar. Se dirigieron entonces hacia los santos quienes habían sido tratados bondadosamente por los residentes de Quincy, en el estado de Illinois. ¡En qué forma debe haberse sentido resquebrajado el corazón del Profeta cuando llegó hasta donde estaban acampados los maltratados santos a ambos lados del río Misisipí, viviendo bajo tiendas, en trincheras y algunos hasta al descubierto, sin hogar, sin las más mínimas comodidades y con escasos alimentos! Las enfermedades hacían estragos, no habiendo familia que pudiera escapar de ellas.
Aun cuando el Profeta se encontraba ojeroso, pálido y sin un solo centavo tras su prolongado confinamiento, no le llevó mucho tiempo el imponer su firme guía. Encontró un pantano cerca de un paraje donde el río Misisipí hace un codo. El lugar estaba prácticamente desierto, con la sola excepción de apenas una media docena de casas. Parecía ser un lugar en el que no muchas personas estaban interesadas. Los propietarios de este pantano atestado de mosquitos nada objetaron el vender sus predios a los arruinados santos a cambio de pagarés y compromisos de pago a plazos. «Como era característico del Profeta, le cambió el nombre al lugar de acuerdo a sus deseos. No lo nombró por lo que en ese instante era, sino por lo que con la fe y la labor del hombre, podría llegar a ser: `Nauvoo, la hermosa’.» (La Iglesia Restaurada, por William E. Berrett, pág. 141.)
La fe del Profeta contagió a su gente, y un tesón pocas veces visto en los hombres, pronto se apoderó de ellos. «Esa honda y constante fortaleza transformaría un pantano en una gran ciudad; chozas miserables en casas espléndidas; personas sin un centavo en los ciudadanos más prósperos del estado de Illinois. Ese fervor misional llevaría el evangelio a muchos países y duplicaría el número de miembros de la Iglesia; todo esto en un breve período de cinco años. ¡Qué programa y qué logro! Un grupo, despojado de todas sus pertenencias materiales, dinero, casas, fábricas y terrenos, edificó en cinco cortos años una comunidad que fue la envidia de ciudades de más antigüedad y alcurnia.» (Ibid., pág. 142.) ¡Un milagro se había producido!
El coronel Thomas L. Kane, en un discurso dado ante la Sociedad Histórica de Filadelfia, hizo la siguiente descripción gráfica de Nauvoo: «Hace algunos años, al ascender la parte superior del río Misisipí en el otoño, cuando sus aguas eran bajas, me vi obligado a viajar por tierra al pasar por la región de los rápidos. El camino por el que anduve atravesaba la región de Half Breed, una sección de Iowa, cuya falta de título de propiedad adecuado la había convertido en un santuario de acuñadores, ladrones de caballos y otros delincuentes. Yo había dejado mi barco de vapor en Keokuk, al pie de las cataratas menores, para alquilar un carruaje y reñir por unos fragmentos de comida sucia con las moscas . . .»
Desde este lugar hasta donde encontré de nuevo aguas profundas, mi vista se canso de ver por todas partes sórdidos vagabundos y colonizadores ociosos, además de ver un país estropeado sin que sus manos negligentes lo mejoraran. Estaba descendiendo la última colina de mi jornada, cuando contemplé un paisaje de un contraste que me produjo gozo. Abrazada por una curva del río, resplandecía una bella ciudad bajo el fresco sol de la mañana. Sus hermosas casas nuevas, rodeadas por verdes jardines circundaban una colina en forma de bóveda, coronada con un edificio de mármol, cuyo capitel alto y afilado irradiaba blanco y oro. La ciudad parecía extenderse por varios kilómetros, y más allá, en el fondo, se veía un hermoso paisaje cubierto de cuadros hechos por las líneas cuidadosas de una agricultura fructífera. Las marcas inconfundibles de la industria, la empresa y la riqueza encauzada por todas partes, formaban una escena de una belleza singular e impresionante.» (William E. Berrett, La Iglesia Restaurada, págs. 210-211. )
Cada vez que visito Nauvoo mi corazón se estremece de orgullo por los logros de los primeros santos. Me maravillo ante su belleza, al admirar la parte de esta milagrosa ciudad que ha sido restaurada bajo la cuidadosa dirección del Dr. LeRoy Kimball. Medito en lo que ha llevado a esa ciudad a ser tan diferente a otras de las que he estudiado en historia. Es entonces que recuerdo que aquella era gente muy espe¬cial; estaban dedicados a vivir los principios del Señor, nuestro Salva¬dor. Se apegaron a su admonición: «No os afanéis, pues, diciendo:
¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos
Porque los gentiles buscan todas estas cosas; pero vuestro Padre Celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas.
Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas». (Mat. 6:31-33.)
De los devotos esfuerzos que se dedicaron a la edificación de Nauvoo, emergen dos principios fundamentales, que si lo meditamos, comprendemos que son tan necesarios para nuestras realizaciones de hoy en 1980 como lo fueron en 1840. Primero, existía una profunda e inquebrantable fe en el Evangelio de Jesucristo. Me maravilla el que las tiendas y las trincheras fueron sustituidas por hermosas casas de ladrillo y ornamentos de madera. La diferencia estuvo en la voz del Profeta, instando a los santos a depositar su confianza en el Señor. Es común en nuestra época escuchar los lamentos de un sistema claudicante. Escaseses por un lado, problemas de otra índole por otro; y cada vez que analizo la situación, llego a la conclusión de que la crisis es producto del hombre mismo. El sistema de provisión del Señor con-tinúa funcionando con la misma eficacia de siempre. Los recursos sobreabundan. En la actualidad nos preocupamos en cuanto al caudal de energía, y algunos hasta se preguntan si acaso ha habido errores en los cálculos celestiales y no nos alcanzarán las provisiones terrestres hasta la llegada del milenio. Podemos decir con toda confianza que en esta época hay escasez de un solo tipo de energía, y es la que palpita dentro del cráneo. ¿Cómo es que se desarrolló esta gran fe en el corazón de los pioneros? Lo que aconteció es que ellos entendieron los principios básicos del evangelio. El Señor ha requerido que algunos de tales principios sean aceptados por fe aquí en la tierra. Esos principios que requieren ser aceptados por medio de la fe, no obstante, están sustentados por otros de los que tenemos seguro conocimiento. Con el paso de las generaciones se ha advertido el crecimiento de una verdad revelada que ha sido puesta a prueba, analizada, estudiada y practicada. Los primeros santos entendieron que el conocer de la ley del Señor, tal como está en las Escrituras, constituía el mejor fundamento sobre el cual ellos podían edificar su fe. Comprendieron que cuanto más se pudiera estrechar el abismo entre los principios que deben ser aceptados por fe y aquello que puede lograrse por medio del conocimiento, tanto mayor sería su fe.
En toda la historia de la humanidad no ha habido una sola época en la que hayamos tenido más oportunidades de ampliar nuestro conocimiento en cuanto a la ley del Señor. Al comienzo de cada año de estudio se reciben nuevos manuales, ayudas didácticas, palabras de inspiración, temarios, referencias, cintas grabadas, etc. a fin de incrementar nuestra eficacia en cuanto al estudio de las Escrituras. La Iglesia ha adoptado un sistema integrado de reuniones para brindarnos una mayor cantidad de horas en el hogar en el día del Señor a fin de quedarnos a estudiar con nuestra familia. Ciertamente no puede haber ninguna excusa para no llegar a ser la generación más informada de todas las épocas en cuanto a nuestro conocimiento de las Escrituras. Jamás antes tuvimos la oportunidad que tenemos hoy de llegar a ser verdaderos eruditos en temas del evangelio.
El segundo principio que nos han enseñado nuestros pioneros es el del trabajo. Ellos comprendían que todo lo que vale cuesta. Fue precisamente el esfuerzo mancomunado de todos lo que produjo los mejores resultados. Me pregunto ¿a dónde habría llegado Nauvoo tras cinco años si sus pobladores hubieran estado preocupándose por recibir vacaciones pagadas, tener descansos innecesarios durante horas de trabajo, o de pensar que estaban trabajando mucho por poca paga? Ellos sólo comprendían el principio de que el trabajo produce riquezas. Para salir adelante uno debe producir más de lo que consume. La riqueza de esta Iglesia reside en la habilidad que tengan sus miembros para trabajar juntos y no en la planilla de bienes gananciales.
La destreza de uno será añadida a la de otro al trabajar en forma mancomunada. A menudo reparo con asombro en la innumerable cantidad de cosas que he aprendido mediante el servicio en la Iglesia. Las veces que tuve que trabajar en proyectos de granja del programa de bienestar me ayudaron a aprender cosas en cuanto al trabajo de huerta; las oportunidades de trabajar en la construcción de capillas me enseñaron mucho en cuanto a aptitudes manuales de carpintería, plomería, pintura y limpieza. Los llamamientos que siempre he tenido en la Iglesia me ayudaron a ser un mejor organizador y administrador. La obra misional me brindó la oportunidad de ganar experiencia en el arte de vender. El servicio que a lo largo de los años he prestado a la Iglesia me ha dado una educación mucho más liberal y completa que cualquier título universitario me hubiera podido brindar. Los beneficios han sido mucho mayores que los que hubiera recibido si hubieran pagado con dinero mis servicios.
Mucho es lo que nos depara el servicio en la Iglesia. Recuerdo una calurosa tarde de verano en la que nos encontrábamos trabajando en un proyecto para recaudar dinero para nuestro fondo de construcción. Nos habíamos comprometido a vender comida en la feria del estado. Yo estaba asignado al lavado de la vajilla junto con otro miembro del barrio. Estábamos trabajando, separados por un mostrador del lugar donde se encontraba el público saboreando nuestra deliciosa comida. De pronto llamaron en voz alta al hermano que trabajaba conmigo, quien era medico, y le dijeron que tenía un llamado del hospital. Los cubiertos quedaron suspendidos en el aire. Los comensales se miraron entre sí y exclamaron: «¿Un médico lavando la loza?» Inmediatamente tuvimos que explicar que se trataba de un trabajo en beneficio de la Iglesia. Nadie estaba recibiendo paga alguna por su servicio. Quienes servían la comida, los cocineros y los lavaplatos, eran médicos, abogados, hombres de negocios, todos ellos trabajando juntos y disfrutando en gran forma. Jamás debemos olvidar que la riqueza, la fortaleza y la seguridad de la Iglesia están basadas en nuestra habilidad de trabajar juntos. Seamos un buen ejemplo de este principio fundamental en nuestro hogar, en el trabajo, en nuestro vecindario, en la comunidad en el país.
La historia de la relación entre el Señor y sus hijos, según lo revelado por sus profetas, ha dado una clara fórmula de éxito para esta vida. En primer lugar debemos tener una base en nuestra experiencia mortal, una fe profunda y constante en el Evangelio de Jesucristo; nuestros valores espirituales deben estar en armonía con los suyos, y de acuerdo con sus enseñanzas.
Segundo está el proceso de trabajar juntos y valernos del poder innato que poseen los hijos de Dios para edificar un mundo mejor. Que este año de júbilo resuene una vez más el clarín desde las cimas de los montes; regocijémonos y agradezcamos los logros del ayer. Pero lo que resulta más importante aún, es que hagamos este año un esfuerzo determinado para enseñar principios correctos con todas las energías que podamos alinear. Aprendamos a trabajar juntos para hacer de nuestro hogar un nido de amor y belleza, para que nuestras comunidades se vean limpias y espléndidas, para que nuestras naciones sean merecedoras de las bendiciones del Señor y para que en el corazón de los hombres pueda morar la paz y el entendimiento.
En esta histórica conferencia quiero añadir mi testimonio. Dios vive; Jesús es el Cristo. El más grande gozo que podemos encontrar en esta tierra se logra ajustando nuestra vida a sus principios. Esta es mi humilde oración en el nombre de Jesucristo. Amén.
























