Conferencia General Abril 1980
No nos cansemos de hacer el bien
por el presidente Spencer W. Kimball
¡Esta ha sido una conferencia gloriosa, mis hermanos y hermanas! Me he sentido cerca de vosotros los que estáis en el Tabernáculo, aun cuando estamos separados por casi todo el ancho del continente.
Esta conferencia de celebración del sesquicentenario nos ha llevado a todos un poco más cerca de los comienzos mismos de esta última dispensación. Hemos sido reconfortados por estos acontecimientos. Pero aun cuando hablamos de comienzos, los acontecimientos mundiales nos recuerdan que nos estamos acercando a pasos agigantados hacia el fin de esta dispensación. Para mí entonces, esta conferencia ha estado repleta de buenos recuerdos, al igual que de interrogantes con respecto al futuro, sentimientos que se combinaron para que me sintiera aún más agradecido que nunca por el privilegio que tengo de ser parte integral y activa de esta gran obra de los últimos días.
Mirándolo desde el punto de vista de la historia humana, 150 años no son muchos en realidad. Es tan sólo un breve momento en la eternidad. Tanto vosotros como yo sabemos que los individuos y las instituciones se miden por sus hechos, y no por la edad; por el servicio, y no por los siglos. Del mismo modo en que la vida de un individuo puede a menudo compensar con calidad lo que le falte en cantidad de años, así la Iglesia de los Santos de los Últimos Días condensó en 150 años muchos y significativos logros. En realidad, no es necesario que seamos viejos para ser grandiosos.
Hasta ahora hemos tenido doce presidentes de la Iglesia. Quisiera expresar mi profundo y sincero aprecio por cada uno y todos los once presidentes que me precedieron, al igual que por todo lo que ellos, sus asociados, y los miembros en general de la Iglesia lograron, teniendo muchas veces que afrontar obstáculos y problemas que parecían insuperables.
No se puede estudiar la historia de la Iglesia sin sentirse profunda-mente impresionado con la fidelidad y fortaleza de los Santos, aun encontrándose en medio de las mayores dificultades. Puedo sentir que la misma fidelidad caracteriza a los miembros de la actualidad. Nuestros miembros conocen al Señor, conocen a sus líderes; conocen la voz de su Señor y la siguen. Los miembros de la Iglesia no obedecen otras voces, ni las engañosas tentaciones de los extraños.
Se nos ha confiado un especial mensaje que debemos presentar ante el mundo; debemos ser conscientes de esa responsabilidad y permanecer alerta. Ahora nos enfrentamos con una enorme «marea» en la Iglesia, en todos sus asuntos en el mundo, que nos elevará y llevará hacia adelante como nunca ha sucedido. No nos cansemos entonces de hacer el bien.
Ahora, mis hermanos, al comenzar la última mitad del segundo siglo de la Iglesia, esforcémonos por mantener nuestra fe hermosamente simple, y que como Pablo podamos decir:
«. . . quiero que seáis sabios para el bien, e ingenuos para el mal.» (Rom.16:19.)
Aprendamos a reconocer la maldad y evitarla siempre. Mantengamos sencillos los programas y organizaciones de la Iglesia; si lo hacemos, la desarrollaremos en un modo verdaderamente impresionante en los años por venir. El Salvador urgió a sus seguidores para que fueran «prudentes como serpientes, y sencillos como palomas» (Mateo 10:16).
Sigamos hoy ese consejo. Vivamos de modo tal que si la gente habla mal de nosotros, si nos critica, lo haga falsamente y sin justificativos.
Mantengámonos firmemente aferrados a la barra de hierro. El Salvador nos urgió para que pusiéramos la mano en el arado y no miráramos hacia atrás. Así inspirados, se nos pide que seamos humildes y tengamos una fe profunda e inconmovible en El; que sigamos hacia adelante confiando en El; que rehusemos ser desviados de nuestro curso por las costumbres del mundo y por sus halagos. Veo en la actualidad dedicación y devoción en los miembros de la Iglesia. ¡Hay tanto por hacer todavía! Continuemos hacia adelante entonces; continuemos en nuestro camino con pasos agigantados. El Señor nos guiará por él, perma-necerá con nosotros y no nos abandonará.
Sé con toda mi alma que Jesucristo es el Hijo de Dios, que murió en la cruz y resucitó de los muertos. El es el Señor resucitado, el Gran Sumo Sacerdote Presidente, y se encuentra al frente de esta Iglesia. De esto doy testimonio en este hermoso domingo de Pascua, en el día de este gran aniversario de la restauración de la Iglesia, acontecimiento que tuvo lugar hace 150 años en este mismo sitio en el que hoy me encuentro parado, y lo hago en el nombre de Jesucristo. Amén.
























