Participantes de la naturaleza divina

Conferencia General Abril 1980logo pdf
Participantes de la naturaleza divina
por el presidente Marion G. Romney
de la Primera Presidencia.

Marion G. RomneyQueridos hermanos y hermanas, agradezco muchísimo la oportunidad de reunirme con vosotros esta mañana.  Desde que el programa de bienestar fue implantado a mediados de la década de los cuarenta, estoy seguro de que he participado en cada una de las sesiones de los Servicios de Bienestar que se han realizado.

Siempre he asociado el plan de bienestar con el segundo de los grandes mandamientos. Recordaréis que cuando uno de los fariseos le preguntó a Jesús «¿Cuál es el gran mandamiento en la ley?», El respondió:

«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente.

Este es el primero y grande mandamiento.

Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.

De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas.» (Mateo 22:36-40.)

Cuando el plan de bienestar fue implantado por primera vez, yo como obispo, por supuesto, tuve que participar en él y desde entonces he trabajado en los Servicios de Bienestar.

Estos largos años de servicio me han enseñado que la característica principal de una vida cristiana es el servicio- y la ayuda a nuestros semejantes.

En nuestra Iglesia, no sólo servimos y ayudamos a nuestros vecinos y familiares por medio de buenas acciones y actos caritativos, sino que también los ayudamos a través de los Servicios de Bienestar, que se basan en revelaciones que recibimos a través de los profetas de esta dispensación. Estos servicios están fundados en principios eternos que han sido revelados y puestos en práctica, hasta cierto punto, siempre que el Señor ha establecido su Iglesia en la tierra.  En el Libro de Mormón encontramos este ejemplo:

«. . . Alma mandó que el pueblo de la Iglesia diera de sus bienes, cada uno de conformidad con lo que tuviera; si tenía en más abundancia, debería dar más abundantemente; v si tenía poco, sólo poco se le podría exigir; y al que no tuviese, se le habría de dar.

Y así deberían dar de sus bienes, de su propia y libre voluntad y buen deseo hacia Dios, a los sacerdotes que estuvieran necesitados; sí, y a toda alma desnuda y menesteroso.

Y esto les dijo él a ellos, habiéndoselo mandado Dios; y marcharon rectamente ante Dios, ayudándose el uno al otro temporal y espiritualmente, según sus necesidades y menesteres.» (Mosíah 18:27-29.)

Como recordaréis, esto ocurrió en América entre los nefitas en el año 147 antes de Cristo.

En 1936, la Presidencia de la Iglesia dijo las siguientes palabras, que siguen siendo la guía de los Servicios de Bienestar:

«Nuestro propósito principal fue establecer, hasta donde fuera posible, un sistema bajo el cual la maldición del ocio fuera suprimida, se abolieran las limosnas y se establecieran nuevamente entre nuestro pueblo la industria, el ahorro y el autorrespeto.  El propósito de la Iglesia es ayudar a las personas a ayudarse a sí mismas.  El trabajo debe ser nuevamente el principio imperante en la vida de los miembros de nuestra Iglesia.» (Manual de los Servicios de Bienestar, pág. 1.)

Nuestra Iglesia, y nosotros como miembros de ella, creemos que la responsabilidad de mantenernos debe ser: (1) nuestra, (2) de nuestra familia, y (3) de la Iglesia, si es que somos miembros dignos de ella.

El plan de bienestar podría dividirse en tres partes.  La primera es la que nos enseña que debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para mantenernos económicamente.  Si aplicamos los preceptos de la preparación personal y familiar, o lo que a veces también llamamos bienestar temporal, seremos capaces de llenar nuestras propias necesidades materiales, y de esta forma también estaremos en condiciones de donar a los demás lo que no necesitemos.  El presidente J. Reuben Clark, en la Conferencia General de abril de 1937 dijo qué es lo que cada uno de nosotros debe hacer para que Dios nos ayude:

«Evitemos la deuda como si evitáramos una plaga; si nos encontramos ahora en deuda, salgamos de ella lo más pronto posible.  Vivamos rigurosa y estrictamente dentro de nuestro presupuesto y ahorremos un poco cada día.» (Manual de los Servicios de Bienestar, pág. 20.)

La Iglesia nos enseña que cuando las circunstancias lo requieran debemos pedir ayuda a nuestra familia.  Se sobreentiende que nadie debe solicitar ayuda al gobierno o a la Iglesia cuando su propia familia pueda mantenerlo.  Este principio se basa en la justicia, la bondad, y el tener siempre en mente el bien de todos.

El presidente Stephen L. Richards enseñó algo que todas las familias de la Iglesia deben tener presente:

«Yo creo que me haría mal la comida si supiera que mientras yo puedo sostenerme a mí mismo, mis ancianos padres y mis familiares están recibiendo ayuda pública.  Yo creo que es saludable para cualquier pueblo que las familias tengan su orgullo; el orgullo de sentirse capaces de mantenerse a sí mismas, y el que incita a sus integrantes a preocuparse por el bienestar de los demás miembros de ella.  Me agradaría oír a una familia hacer alarde de que bajo viento y marea se han ayudado mutuamente y no han tenido necesidad de pedir ayuda al gobierno.

He sabido de hermanos y hermanas que se han pagado unos a otros la educación con mucho sacrificio y trabajo.  No puedo imaginarme que alguno de ellos permitiera que sus padres fueran a pedir ayuda al gobierno.» (Conference Report, oct. de 1944, págs. 138-139.)

Y como último recurso, la Iglesia también puede ayudar y ha sido así en todas las dispensaciones.  Pablo trabajaba en los servicios de bienestar, si queremos decirlo en términos modernos.  Encontramos sus palabras en la Epístola a los Romanos:

«Mas ahora voy a Jerusalén para ministrar a los santos.

Porque Macedonia y Acaya tuvieron a bien hacer una ofrenda para los pobres que hay entre los santos que están en Jerusalén.

Pues les pareció bueno, y son deudores a ellos; porque si los gentiles han sido hechos participantes de sus bienes espirituales, deben también ellos ministrarles de los materiales.» (Rom. 15:25-27.)

En esta escritura Pablo le da la misma importancia a la ayuda que los pobres reciben de la Iglesia, que a las bendiciones espirituales que se les pueden dar a los que se encuentran en las tinieblas.  De las dos formas podemos almacenar tesoros en los cielos.

«A los ricos de este siglo manda que no sean altivas, ni pongan la esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos.

Que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos; atesorando para sí buen fundamento para lo por venir, que echen mano de la vida eterna.» (1 Tim. 6:17-19.)

En nuestra época, el Señor nos ha amonestado de esta manera:

«Si me amas, me servirás, y guardarás todos mis mandamientos.

Y, he aquí, te acordarás de los pobres, y mediante un convenio y título que no puede ser revocado, consagrarás lo que puedas darles de tus bienes, para su sostén.

Y al dar de tus bienes a los pobres, lo harás para mí; y se depositarán con el obispo de mi Iglesia y sus consejeros, dos de los élderes o su¬mos sacerdotes, a quienes él nombrará o haya nombrado y apartado para ese propósito.» (D. y C. 42:29-31.)

Estos principios son válidos cuando son puestos en práctica tanto por los líderes como por los miembros en general; y ayudan a cumplir el propósito de establecer la Iglesia y también Sión.  Sin embargo, también es cierto que cuando no se ponen en práctica de la manera correcta, surgen dificultades.  Unos dos años y medio después que se implantó el plan de bienestar de la Iglesia, el presidente J. Reuben Clark dijo en un discurso pronunciado en Estes Park, Colorado, el 30 de junio de 1939, refiriéndose a la aplicación que se le estaba dando a este programa:

«La Iglesia se ha dado cuenta de que el problema no es en realidad financiero o económico, sino que es espiritual.  En los lugares en que la espiritualidad de los miembros es elevada, el plan ha tenido éxito; donde la espiritualidad de los miembros deja que desear, el plan no ha funcionado muy bien. También hemos hallado que no hay un buen substituto para el cumplimiento de los grandes mandamientos: ‘Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, alma, mente y fuerza; …amarás a tu prójimo como a ti mismo’ (D. y C. 59:5-6).» (Church Welfare Plan: A discussion, págs. 32-33.)

A pesar de que desde ese entonces hemos tenido muchísimo progreso, estos mismos principios aún se siguen aplicando.  Todo lo que hacemos en los Servicios de Bienestar debe ser medido de acuerdo con la espiritualidad que se logra.  Los que contribuyen deben hacerlo de buen corazón y buena voluntad; los que reciben deben hacerlo agradecidos y contentos.  El obispo debe recibir la confirmación del Espíritu en cuanto a las decisiones que tome de ayudar a los miembros.  También el maestro orientador y la maestra visitante deben ser guiados por el Espíritu para que puedan saber cómo satisfacer las necesidades de las familias a quienes visitan.  Cuando se sirve en esta gran obra con buenas intenciones y deseos sinceros, nuestra mente y alma se santifican y ensanchan.  Cuando maduramos espiritualmente en el cumplimiento de nuestras responsabilidades en los Servicios de Bienestar, cualquiera que ellas sean, nos estamos preparando para ser «participantes de la naturaleza divina» (2 Pedro 1:4).  Deseo que sea nuestra agradable tarea aumentar nuestra espiritualidad para que podamos obtener la caridad, que según Mormón, es;

«. . .el amor puro de Cristo, y permanece para siempre; y a quien la posea en el postrer día, le irá bien.

Por consiguiente, mis amados hermanos, pedid al Padre con toda la energía de vuestros corazones, que os hincha este amor que El ha concedido a todos los que son discípulos verdaderos de su Hijo, Jesucristo; que lleguéis a ser hijos de Dios; que cuando El aparezca, seamos semejantes a El, porque lo veremos tal como es; que tengamos esta esperanza; que podamos ser puros asi como El es puro.» (Moroni 7:47-48.)

Yo ruego que cada uno de nosotros pueda aprender y poner en práctica estos principios fundamentales que son los que rigen los Servicios de Bienestar, y así obtener la bendición prometida; en el nombre de Jesucristo.  Amén.

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