Conferencia General Abril 1980
¡Tiempo!
Por el élder Paul H. Dunn
del Primer Quórum de los Setenta
Como a muchos de vosotros, me apasionan los deportes. A menudo encontramos en ellos grandes lecciones. Días atrás cuando me encontraba mirando en la televisión la final del torneo nacional de básquetbol universitario de los Estados Unidos, escuché a uno de los jugadores pedir el tan conocido «tiempo»; luego los integrantes del equipo se agruparon junto a la banca de los suplentes para recibir instrucciones del hombre que en verdad les podía ayudar: el entrenador. Y así lo hizo.
¿No es acaso interesante el hecho de que, generalmente, un equipo pida tiempo cuando se encuentra en un aprieto o necesita poner las cosas en orden? Recuerdo muchas veces a lo largo de mi carrera cuando tuve que pedir «tiempo» y acercarme al entrenador al costado del campo de juego para recibir instrucciones, o al menos una palabra de aliento. A veces el lenguaje empleado era un tanto diferente; pero el consejo era siempre bien recibido y a menudo, hasta un tanto humorístico.
Recuerdo una anécdota que alguien me comentó acerca de un encuentro de fútbol. Se llevaban jugados apenas cinco minutos de la etapa inicial, y el equipo local perdía por dos goles contra cero. Al costado de la cancha, uno de los suplentes se acercó al entrenador y comentó: «La pelota debe tener dinamita adentro», a lo que el resignado entrenador respondió: «Pues tendremos que aguardar hasta que termine el primer tiempo y averiguarlo nosotros mismos; si esperamos que nos lo diga el golero, estamos perdidos; no creo que hoy llegue siquiera a arañarla.»
Y bien, ¿qué tiene todo esto que ver con nosotros? Como es sabido, la vida se parece a un gran partido. Hay veces en que necesitamos «pedir tiempo». ¿Habéis visto alguna vez esfumarse la ventaja de vuestro equipo de veinte tantos a tan sólo dos en un partido de básquetbol? o ¿habéis tenido alguna vez que poner la pelota en juego desde vuestro tablero defensivo yendo sólo un punto atrás y con cinco segundos para terminar? o en el juego de la vida, ¿os enfrentáis al problema de tener que controlar vuestro temperamento o lenguaje? ¿Tenéis acaso alguna debilidad personal que todavía no hayáis podido controlar? ¿Son los estudios vuestro tendón de Aquiles? ¿Está vuestra situación financiera a punto de hundiros? ¿Están vuestras relaciones familiares edificadas sobre arenas movedizas? Y, lo que resulta más crítico de todo, ¿estáis tratando de hacer frente a ello sin la debida ayuda, o habéis sido lo suficientemente listos como para «pedir tiempo» a fin de obtener la ayuda del «entrenador»?
No siempre tiene que hacerse por medio de una oración solemne, mis jóvenes hermanos; uno puede pedir ayuda tanto en la calle como en la tranquilidad de la habitación, o en el mismo campo de juego. En estos momentos me viene a la memoria algo que leí hace unos días. Se trataba de un jovencito que procuraba levantar con todas sus fuerzas una pesada roca; pero ni siquiera podía moverla. Su padre, que lo miraba detenidamente, le preguntó: «¿Has hecho todo lo posible?» «Sí, lo he hecho», respondió el niño sollozando.
«No, no lo has hecho», replicó el padre. «No me has pedido a mí que te ayudara».
Es bueno que sepáis que por más difícil que parezca el juego en estos momentos, conozco al Entrenador Supremo y sé que El puede ayudarnos. Sé que hay un Dios personal y lleno de amor que conoce todas las jugadas; El entiende el juego de la vida, también nos entiende a nosotros y sabe lo que necesitamos. El hablar con El es algo muy fácil; todo lo que tenéis que hacer es «pedir tiempo». Decíos a vosotros mismos: «No puedo más. Necesito ayuda, ya no soporto el correr de un lado para otro con la pelota junto a los pies, sin saber dónde está la valla».
Han habido grandes personajes a lo largo de la historia que han «pedido tiempo» a fin de poner las cosas en orden y encontrar su rumbo. Tal fue el caso de Cristóbal Colón, de Abraham Lincoln y del mismo José Smith en la Arboleda Sagrada. Tal fue también el caso de los profetas de la antigüedad: Abraham clamó a Dios; Moisés llamó al Señor; Nefi, un joven triunfador, dice lo siguiente:
«. . . yo, Nefi, siendo muy joven todavía, aunque grande de estatura, y teniendo un gran deseo de conocer los misterios de Dios, clamé al Señor; y he aquí que él visitó y enterneció mi corazón, y creí todas las palabras que mi padre había hablado; así que no me rebelé en contra de él como lo habían hecho mis hermanos.» (1 Nefi 2:16.)
Relatos semejantes a éstos me han dotado siempre del valor para «pedir tiempo». Esa es la razón por la que pienso que los profetas, aun los líderes de la actualidad, nos han aconsejado que escudriñemos las Escrituras a fin de ser motivados a buscar ayuda.
Afortunadamente, como es el caso de muchos de vosotros, provengo de un hogar donde ese tipo de influencia siempre estuvo disponible. Cuando tenía cerca de 18 años, fui reclutado para ir a la Segunda Guerra Mundial. De pronto me encontré en un medio ambiente totalmente diferente. En mi hogar siempre se me había enseñado a «pedir tiempo» por las noches y orar, lo cual se me hacía un tanto difícil en medio de una barraca y rodeado de cincuenta soldados. Por lo general trataba de conseguirme una cama cerca del fondo para hacer mis oraciones.
Durante las primeras noches todo salió a las mil maravillas, hasta que en una oportunidad, poco tiempo después, que se apagaron las luces, salí de mi cama y comencé a orar; en ese preciso momento, dos soldados semiborrachos entraron en la barraca y encendieron las luces, lo cual despertó a todo el mundo. Un par de individuos del otro lado del pasillo me vieron de rodillas; como no podía ser de otra manera en aquel medio ambiente, comenzaron a burlarse de mí, y uno de ellos vociferó para que todos escucharan: «Eh, San Paul; ¡di una oración por nosotros!». Me sentí un tanto avergonzado y me pregunté que habría de hacer. Mi madre siempre me había enseñado un valioso principio: «En situaciones delicadas, aplica el sentido del humor; siempre da resultado». Así fue que todavía de rodillas, erguí 1os hombros, miré a los dos soldados y les dije: «¿Podrían darme el nombre completo de ambos? No creo que el Señor os conozca». Me complace decir que más adelante llegaron a conocer al Señor, puesto que ellos también «pidieron tiempo».
Más tarde, cuando fuimos enviados al frente de batalla, noté que en mi batallón de infantería se solía decir: «Traten de ir en el escuadrón de Dunn; él siempre vuelve». Muchas fueron las veces que me encontré en una trinchera leña de temerosos soldados, donde «pedimos tiempo» para hablar con nuestro «Entrenador» Eterno, nuestro Padre Celestial.
Recuerdo nítidamente el momento en que nos preparábamos para nuestra primera invasión en el Pacífico, a bordo de un barco que llevaba tres mil hombres. Este numeroso grupo de soldados representaba las siete primeras líneas de ataque de la fuerza invasora. Antes de desembarcar, uno de los capellanes protestantes ofició en un último servicio religioso. Hizo que nos presentáramos y llegáramos a conocernos mejor y luego dijo: «Y bien, caballeros, no os quiero preocupar, pero debéis comprender que mañana por la mañana, a las ocho, muchos de vosotros os presentaréis ante vuestro Hacedor. ¿Estáis listos?»
¿Cómo os sentiríais vosotros, mis jóvenes amigos, si se os confrontara con tal desafío? En aquel entonces yo no había cumplido todavía los diecinueve años. Poco después de terminado el servicio, me aparté hacia un lugar reservado del buque, «pedí tiempo», y hablé con nuestro Padre Celestial No dormí esa noche, ni tampoco lo hicieron la mayoría de mis colegas. A la mañana siguiente, al iniciarse el desembarco de infantería muchos de mis compañeros perecieron. AI llegar a la costa, cavé mi primera trinchera y pedí otro «tiempo»; recuerdo esa experiencia con toda claridad. Me dirigí a mi Padre Celestial diciendo: «En verdad necesito saber si estás ahí y me escuchas». Nuestro Padre Celestial habló a mi mente, desde aquel instante mi vida cambió por completo.
Os insto a que aprendáis, mis jóvenes hermanos, a «pedir tiempo». Este principio es importante incluso en los deportes, a causa de la tremenda influencia que tiene. Recuerdo que durante mi primera temporada como jugador profesional de béisbol, en una oportunidad nos encontrábamos en una ciudad distante; el entrenador tenía suficiente edad como para ser mi padre; también él había jugado como profesional durante muchos años y tenía su experiencia. Quienes integraban el equipo no eran lo que uno podría describir como «hombres santos». Recuerdo una noche en particular; eran cerca de las dos de la madrugada cuando alguien golpeó a la puerta de mi dormitorio en el hotel; me levanté para ver quién era y al abrir encontré frente a mí al entrenador que me preguntó: «Paul, ¿puedo entrar?» Le respondí que sí.»¿En qué puedo servirle?», le pregunté. Me dijo: «Cierra la puerta y no les digas a los demás que vine.» Le aseguré que no lo haría y entonces me dijo: «Te he estado observando durante los dos últimos meses. Tú conoces al Señor, ¿no es así?» Le respondí: «Creo que El es mi Amigo». «¿Podrías ayudarme a encontrarlo?», me preguntó.
Nos sentamos y durante más de dos horas estuvimos hablando de nuestro Padre Celestial y de su Hijo, Jesucristo. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Le pregunté si alguna vez había orado y me dijo que no. «¿Se sentiría ofendido si le pido que nos arrodillemos a orar?» Me respondió: «No, si tu ofreces la oración.» Le dije que sería un honor para mí.
Juntos nos arrodillamos al costado de la cama y «pedimos tiempo» para hablar con nuestro Padre Celestial. Cuando nos pusimos de pie, se secó las lágrimas, me echó los brazos alrededor de los hombros y estrechándome fuertemente me dijo: «Gracias, muchas gracias. ¿Podemos hacer esto otra vez?»
Le contesté que podíamos repetirlo tan a menudo como él lo deseara. Después de esa primera experiencia, varias veces oramos juntos; pero lo que resultó más interesante de todo fue que antes de la finalización de la temporada, varios fueron los llamados a mi puerta. Una noche fue un jugador, otra vez otro, y el desfile continuó; y a su manera cada uno me pidió encarecidamente: «Por favor, no les digas a los demás».
En esa ocasión aprendí que las demás personas desean tener lo mismo que nosotros tenemos. Que Dios os bendiga, mis queridos hermanos, a fin de que tengáis la sabiduría y la determinación de «pedir tiempo» y comunicaros con nuestro Padre Celestial. El en verdad vive, al igual que vive su Hijo, de lo cual os testifico en el santo nombre de Jesucristo. Amén.
























