Amaos unos a otros

Conferencia General Abril 1981logo pdf
Amaos unos a otros
por el élder F. Burton Howard

F. Burton HowardMuchos meses he estado ausente de las Oficinas Centrales de la Iglesia, meses en los que he aprendido mucho y llegado a comprender mejor cosas que ya sabía.  He observado de cerca los problemas que enfrentan los miembros de la Iglesia en sus esfuerzos por edificar el reino.  He visto las cargas financieras que soportan las personas mayores, y he percibido la preocupación de los padres por sus hijos.

En esta época de inquietud y de egoísmo no son muchos los que están dispuestos a sacrificar sus comodidades o el dinero que les costó ganar, por el bienestar de sus semejantes.  Sin embargo, algunos sí lo hacen.  En todas partes donde he estado he encontrado algunos santos fieles que aman a sus semejantes, oran y velan por ellos, sean o no miembros de la Iglesia.  Por medio de una parábola quisiera hablar a los pocos hijos de Dios que han aprendido a vivir para ayudar al prójimo, y particularmente a los que todavía no han aprendido a hacerlo.

Un día, en una región desierta, un grupo de personas emprendió un viaje; hacía mucho calor y el camino iba a ser largo.  Tenían entre sí muy poco en común, excepto la intención de llegar a una ciudad distante.  Cada uno de ellos llevaba agua y alimentos, pero pensaban reabastecerse en el camino.  Poco después de partir, se levantó una gran tormenta.  Nubes de polvo obscurecieron el sol y el viento depositó arena en las partes bajas del camino; el aire estaba cargado de tierra y de hierbas arrancadas por el viento.  Lo que parecía que iba a ser un viaje agradable se transformó en una jornada sumamente peligrosa.  Los viajeros se dieron cuenta de que ya no se trataba de cuándo llegarían, sino de si llegarían a su destino.

Las dudas y la confusión reinaban entre ellos.  Algunos buscaron refugio, otros trataron de volver, y unos pocos siguieron adelante luchando contra la tormenta.  Al anochecer del primer día estaban separados unos de otros, con pocas provisiones, casi sin agua y perdidos en el desierto.  El día siguiente llevó consigo sed, hambre y desesperación; la tormenta continuaba y les quedaban pocas esperanzas.  El sendero, que siempre había sido angosto y difícil de seguir, se hallaba cubierto de arena, y no sabían cómo encontrarlo.  Muchos decían saber dónde estaban, pero como no se ponían de acuerdo, cada uno se fue por su lado en busca de agua o de algún refugio.

Al fin del día, dos hombres, medio enceguecidos por el polvo y casi sin fuerzas, fueron a dar, por casualidad, a una posada que estaba a un lado del camino.  Ya bajo el techo protector se sintieron reconfortados y agradecidos; recobraron las fuerzas y pudieron decidir qué hacer para continuar el viaje.  El tiempo seguía inestable y el viento no había parado de soplar.  El mal marcado camino, medio cubierto de arena, serpenteaba entre colinas donde se decía que había ladrones que sorprendían a veces a los viajeros para robarles.

Uno de ellos estaba ansioso por llegar a destino: Juntó sus cosas, se aprovisionó y pagó la cuenta.  Se marchó apresurado al otro día de madrugada para tratar de cruzar las colinas antes de que cayera la noche.  Pero la arena movida por el viento había bloqueado el camino y se vio forzado a desviarse.  Cuando llegó la noche, todavía se encontraba lejos de la ciudad, exhausto y solo.  Cuando se durmió, los ladrones lo encontraron, se llevaron las provisiones y lo dejaron sin fuerzas y sin agua, con pocas probabilidades de sobrevivir.

El segundo también estaba deseando llegar a la ciudad, pero se acordó de los que estaban perdidos en el desierto y que sin agua pronto perecerían.  Sólo él sabía dónde estaban y que lo necesitaban.  El también se levantó temprano y pagó la cuenta.  Miró hacia las colinas detrás de las cuales se encontraba la ciudad y empezó a desandar el camino que había hecho la noche anterior.  El cielo estaba un poco más despejado y reconocía el paraje donde había visto por último a sus compañeros de viaje; él sabía quiénes eran y los llamó por su nombre.  Después de horas en una búsqueda paciente, encontró a muchos de ellos; les dio agua de las cantimploras que llevaba consigo y les dijo que él conocía el camino.  Les habló con cierta autoridad, así que lo siguieron y los condujo a la posada; allí descansaron y recobraron las fuerzas.  Después averiguaron qué tenían que hacer para llegar a la ciudad, compraron más provisiones, llenaron las cantimploras de agua y salieron a enfrentar otra vez la tormenta.

El camino todavía tenía obstáculos, el viento soplaba y las nubes oscurecían el sol; en algunas partes el sendero estaba cubierto por la arena y los ladrones permanecían al acecho en las colinas.  Pero esa vez el viajero no estaba solo.  El grupo era grande, y cuando la arena les impedía pasar, entre todos podían sacarla; cuando a alguno le faltaban las fuerzas, otro más fuerte lo ayudaba; cuando llegó la noche, algunos de ellos hicieron guardia mientras los demás descansaban.  Después de unos cuantos días, el segundo hombre y sus compañeros llegaron a destino.

Ya a salvo, le dijeron al viajero que los había rescatado: «No hubiéramos podido llegar sin tu ayuda.  Te estaremos siempre agradecidos por buscarnos y por compartir con nosotros tus provisiones.  Sabemos que tuviste que postergar tu viaje y soportar las condiciones del desierto para poder ayudarnos cuando estábamos perdidos. ¿Qué podemos hacer para recompensarte?»

El hombre respondió: «No me agradezcan porque sé que yo no hubiera podido llegar tampoco sin la ayuda de ustedes.  Pude continuar gracias a la fuerza y el ánimo que me dieron; la presencia de ustedes impidió que los ladrones nos atacaran.  Me he dado cuenta de que al salvarlos a ustedes, he salvado también mi vida.  Ahora sé que el que lleguemos o no a nuestro destino no depende de la prisa con que viajemos sino de lo que hagamos en el camino.  No me agradezcan.  He hecho por ustedes lo mismo que me hubiera gustado que hicieran por mí.  En realidad, yo no los he traído a la ciudad, sino que nos hemos traído los unos a los otros».

Y así es la vida; ninguno de nosotros podría estar ahora escuchando y gozando de esta gran conferencia si no fuera por la ayuda de otros.  A éstos les debemos nuestro testimonio, nuestras mayores bendiciones y el ser miembros activos de la Iglesia de Jesucristo.  Esos cientos de personas que muchas veces ni recordamos son las que nos ayudaron con su paciencia y amor, cuando estábamos tratando de encontrar el camino en medio del desierto. A nuestros abuelos, a nuestros padres o a nosotros mismos, ellos nos dieron agua pura; aunque no lo reconozcamos ni nos sintamos agradecidos, nos guste o no nos guste, estamos aquí gracias a otras personas.  No podemos decir y nunca debemos decir: «Fue una jornada difícil, pero he llegado.  Que otros se las arreglen como puedan; ahora no tengo tiempo de llevarles agua a los que están perdidos.  No tengo ninguna obligación de ayudar a los que están en el desierto».

Jesucristo es el que dirige la obra en la cual nos encontramos.  El estableció las condiciones que permitirán a las personas alcanzar el privilegio de volver a Su presencia.  El sabe que a veces las nubes cubren el sol y que el camino es difícil de encontrar.  El sabe que es difícil lograr volver a El. ¿Es de extrañar que espere que tratemos de llevar a otros con nosotros?

La respuesta es clara.  A qué otra cosa se estaba refiriendo cuando dijo:

«Cuantas cosas queráis que los hombres hagan con vosotros, así haced vosotros con ellos.» (3 Nefi 14:12.) Sin duda se estaba refiriendo a la obligación que tenemos de ayudar a otros cuando habló de ovejas perdidas y fuentes de aguas vivas.  La parábola del buen samaritano se aplica, sin duda, a una persona que tiene el evangelio, y se encuentra con otra que lo necesita; pero si esto diera lugar a dudas, el Señor ha dado claras instrucciones a los Santos de los Últimos Días.  En Doctrina y Convenios dice:

«El evangelio es para todos los que no lo han recibido.

Pero de cierto digo a todos aquellos a quienes se ha dado el reino: De vosotros ha de ser predicado a ellos . . .» (D. y C. 84:75-76; cursiva agregada.)

¿Qué instrucciones nos ha dado Jesucristo para ayudarnos a llegar a nuestro destino?  Una vez más ha hablado con claridad por medio de uno de los profetas de esta dispensación, diciéndole:

«Y ahora, he aquí, te digo que la cosa que será de máximo valor para ti será declarar el arrepentimiento a este pueblo, a fin de que puedas traer almas a mí, para que con ellas reposes en el reino de mi Padre.» (D. y C. 15:6.)

Y así también les mandó a sus apóstoles de la antigüedad:

«Que os améis unos a otros; como yo os he amado. (Juan 13:34.)

Mis hermanos y hermanas, que podamos entender mejor nuestros deberes para poder ser buenos discípulos del Señor, lo ruego humildemente en el nombre de nuestro Señor Jesucristo.  Amén.

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