Conferencia General Abril 1982
La resurrección de Jesucristo
por el presidente Marion G. Romney
Segundo Consejero en la Primera Presidencia
Mis amados hermanos, en estos días de la Pascua, estoy agradecido por la oportunidad de testificaros de la resurrección de Jesús y deciros, al menos en parte, en qué se basa este testimonio.
«Ha resucitado, no está aquí» (Marcos 16:6). Estas palabras tan elocuentes, aun en su simplicidad, anuncian el acontecimiento más significativo que se ha registrado en la historia: la resurrección del Señor Jesucristo; un acontecimiento tan extraordinario que aun los Apóstoles, que habían estado tan cerca de El durante su ministerio v a quienes se les había hablado de lo que sucedería, tuvieron dificultad para comprender la realidad de su significado. Lo primero que llegó a sus oídos concerniente a la resurrección les pareció locura (Lucas 24:11), porque ya había millones de hombres que habían vivido y muerto antes de ese día, y en todo valle y colina había cuerpos enterrados en el polvo, pero hasta esa primera mañana de la Resurrección ninguno se había levantado de la tumba.
Cuando hablamos de que Jesús resucitó, estamos diciendo que su espíritu preexistente, que dio vida (D. y C. 19:18-19).
a su cuerpo mortal desde que nació en un pesebre hasta que murió en la cruz, volvió a ese cuerpo, y los dos, el espíritu y el cuerpo, inseparablemente unidos, se levantaron de la tumba como un ser inmortal.
Nuestra creencia es, y de ella testificamos, que Jesucristo no sólo conquistó la muerte y trajo sobre sí su propio glorioso cuerpo resucitado, sino que al hacerlo trajo consigo la resurrección universal. Ese fue el punto cumbre y el propósito de su misión, para la cual fue apartado y ordenado en el gran concilio de los cielos cuando fue escogido para ser nuestro Salvador y Redentor.
Concerniente a su ministerio terrenal, su papel como Redentor requería de El cuatro requisitos:
Primero, que su espíritu preterrenal fuera revestido con un cuerpo mortal. Esto se cumplió cuando los humildes pastores recibieron el anuncio de los cielos por medio de un ángel que les dijo: No temáis; porque. . . os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor.» (Lucas 2:10-11.)
Segundo, que sufriera los dolores de todos los hombres, lo que hizo principalmente en el Getsamaní, el lugar de su gran agonía. El mismo describió este sufrimiento diciendo que fue tan intenso que causó . . . «que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro v padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu, y deseara no tener que beber la amarga copa y desmayar.
«Sin embargo, gloria sea al Padre, bebí, y acabé mis preparativos para con los hijos de los hombres»
Tercero, que diera su vida. Su muerte en la cruz, después de haber sido rechazado y traicionado, y después de haber sufrido horrendos abusos, no se disputa ni aun entre los que no son creyentes. Que El diera su vida voluntariamente, con el propósito expreso de volverla a tomar en la resurrección, no es una verdad aceptada tan universalmente. Sin embargo, así es. Es cierto que fue cruelmente crucificado por hombres inicuos, pero a pesar de todo, tuvo el poder para decirles:
«… yo pongo mi vida para volverla a tomar.
«Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder, para ponerla, y tengo poder para volverla a tornar.» (Juan 10: 1 7-18).
Heredó este poder por haber nacido de la virgen María (un ser mortal) y por ser el Hijo de Dios (un ser inmortal celestializado).
Habiendo entonces tomado sobre sí la mortalidad, habiendo sufrido en el Getsamaní por los pecados de todos los hombres, y habiendo dado su vida en la cruz, quedaba solamente romper las ligaduras de su muerte, el cuarto y último requisito para completar su misión terrenal como el Redentor. Repetidamente enseñó que el objetivo de su vida mortal iba dirigido a esa consumación. Esto fue anunciado en la declaración que hizo cuando dijo que iba a poner su vida para volverla a tomar. A la acongojada Marta le dijo: «Yo soy la resurrección y la vida» (Juan 11:25); y a los judíos declaró: «… destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (Juan 2:19).
La resurrección era una cosa tal, extraña para la experiencia humana que hasta los creyentes tuvieron dificultades para comprenderla. Sin embargo, hasta los que lo crucificaron habían escuchado la doctrina. Un poco perturbados por esto, llegaron hasta Pilato y le dijeron: «Señor, nos acordamos que aquel engañador dijo, viviendo aún: Después de tres días resucitaré». Así pues, con el consentimiento de Pilato pusieron guardia, «… no sea que vengan sus discípulos de noche, y lo hurten, y digan al pueblo: Resucitó de entre los muertos» (Mateo 27:63-64).
De manera que estos guardias mercenarios fueron testigos inadvertidamente cuando el ángel abrió la tumba (Mateo 28:2-4), el último paso antes de que apareciera el Señor resucitado.
Las pruebas de que Jesús fue resucitado son concluyentes. El domingo, después de la crucifixión que se efectuó el viernes en la tarde, apareció cinco veces a distintas personas.
La primera persona que lo vio fue María Magdalena. Temprano en la mañana Pedro y Juan, después de verificar los informes de que el cuerpo de Jesús no estaba en la tumba, se retira. Pero María se quedó en el ron jardín llorando. Cuando se volvió del sepulcro, «vio a Jesús que estaba allí; mas no sabía que era Jesús.
«Jesús le dijo: Mujer, ¿porqué lloras? ¿A quién buscas? Ella, pensando que era el hortelano, le dijo: Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré.
«Jesús le dijo: ¡María! Volviéndose ella, le dijo: ¡Raboni! (que quiere decir, Maestro).» (Juan 20:14-16.)
Tiernamente refrenándola, para que no lo tocara, El volvió a hablarle:
«No me toques, porque aún no he subido a mi Padre; mas ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.» (Juan 20:17.)
Luego, muy de mañana, «María la madre (le Jacobo, y Salomé» (Marcos 16:1) y otras mujeres fueron a la tumba con especias aromáticas para preparar el cuerpo para su sepultura final. Encontraron que el sepulcro estaba abierto y que el cuerpo no estaba allí. Para su consternación, dos varones con vestiduras resplandecientes se pararon junto a ellas y les dijeron: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» (Lucas 24:5-6.) Y cuando iban para dar las nuevas a los discípulos, Jesús les salió al encuentro diciendo: «¡Salve! Y ellas, acercándose, abrazaron sus pies, y le adoraron.» (Mateo 28:9.)
Más tarde, ese mismo día, cuando Cleofas y otro iban camino a Emaús, Jesús se les acercó y caminó con ellos, pero no lo reconocieron. Les preguntó la naturaleza de sus conversaciones y ellos le repitieron lo que habían dicho las mujeres. Viendo que ellos dudaban les dijo: «¡Oh insensatos, y tardos (le corazón para creer todo lo que los profetas han dicho!» Entonces les abrió el entendimiento concerniente a lo que las Escrituras hablaban de El. Al llegar a Emaús, «tomó el pan y lo bendijo, lo partió, y les dio. Entonces les fueron abiertos los ojos, y le reconocieron; más él se desapareció de su vista» (Lucas 24:13-3l).
En la noche, mientras los discípulos escuchaban los informes de que Jesús había aparecido a Simón y a Cleofas, «Jesús se puso en medio de ellos». Para apaciguar el miedo y asegurarles que no era un espíritu, les mostró las manos, los pies, y el costado y les dijo:
«Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad y ved: porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo . . .
«Y como todavía ellos, de gozo. no lo creían, y estaban maravillados, les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer?
«Entonces le dieron parte de un pez asado, y un panal de miel. Y el lo tomó, y comió delante de ellos.» (Lucas 24:36-43.)
Así pues, en ese día tan significativo, los que se habían estado relacionados con El vieron su glorioso cuerpo resucitado; y no solamente lo vieron, sino que escucharon su voz y palparon las heridas en sus manos, en sus pies, y también en el costado. Delante de ellos tomó los alimentos y comió. Entonces supieron que había recuperado el cuerpo que ellos mismos habían depositado en la tumba. Su tristeza se convirtió en gozo por el conocimiento de que El vivía y seria un Ser inmortal.
Durante cuarenta días estuvo con sus discípulos en la Tierra Santa; otra vez se les manifestó en Jerusalén, cuando Tomás estaba presente (Juan 20:26-29), y también en la orilla del mar de Tiberias. Allí los invitó a que echaran sus redes para pescar, comió con ellos, les dio alimentos que El mismo cocinó en las brasas y los instruyó en el ministerio (Juan 21:1-14). En una montaña cerca de Galilea comisionó a los once para que enseñaran el evangelio a todas las naciones. Y finalmente, después que los bendijo en Betania, lo vieron cuando «fue llevado al cielo». (Lucas 24:50-53.)
Cuando terminó su misión en Palestina, visitó a los nefitas en América para que ellos también supieran de su resurrección. El Padre lo presentó a ellos con estas palabra: «He aquí a mi Hijo Amado, en quien me complazco». Cuando lo vieron descender de los cielos, lo describieron así: «. . . un hombre. . . vestido con una túnica blanca». Se presentó como «Jesucristo, de quien los profetas testificaron que vendría al mundo». Lo vieron, lo escucharon y les extendió la invitación para que metieran sus manos en su costado, y palparan las marcas de los clavos en sus manos y en sus pies, y supieron por seguro y testificaron que era el Redentor resucitado. (3 Nefi 11:7-15.)
Así como se manifestó después de su resurrección a sus seguidores en la Tierra Santa y después a los nefitas en América, así se ha manifestado en nuestros días. De hecho, esta dispensación comenzó con una gloriosa visión en la cual el profeta José fue visitado por el Padre y el Hijo. El escuchó sus voces, porque los dos le hablaron. Dios el Padre le presentó a Jesús resucitado. El Profeta vio sus gloriosos cuerpos v después los describió: «El Padre tiene un cuerpo (le carne y huesos, tangible como el del hombre; así también el Hijo.» (D. y C. 130:22.)
Doce años más tarde el Salvador, se manifestó a José Smith cuando estaba con Sidney Ridgon. Los dos dieron testimonio:
«¡Que vive! Porque lo vimos, sí, a la diestra de Dios; y oímos la voz testificar que él es el Unigénito del Padre.» (D. y C. 76:22-23.)
En el Templo de Kirtland, el Profeta lo vio otra vez, en esa oportunidad en compañía de Oliverio Cowdery.
«El velo fue retirado de nuestras mentes», escribieron, «y los ojos de nuestro entendimiento fueron abiertos.
«Vimos al Señor sobre el barandal del púlpito, delante de nosotros; y debajo de sus pies había un embaldosado de oro puro del color, del ámbar.
«Sus ojos eran como llama de fuego; el cabello de su cabeza era blanco como la nieve pura; su semblante brillaba más que el resplandor del sol; y su voz era como sonido del estruendo de muchas aguas, sí, la voz de Jehová, que decía:
«Soy el primero y el último; soy el que vive, soy el que fue muerto; soy vuestro abogado ante el Padre. » (D. y C. 110:1-4.)
Jesús era el único que podía cumplir con los requisitos de la Expiación, porque fue la única persona sin pecado que vivió sobre la faz de la tierra, ofreció una vida sin mancha, y como Hijo de Dios, tuvo poder sobre la vida y la muerte. Ninguno hubiera podido quitarle la vida.
«Nadie me la quita», dijo, «sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tornar.» (Juan 10:18.)
Fue, por lo tanto, por medio de actos de infinito amor y misericordia que El vicariamente pagó la deuda de la ley quebrantada y satisfizo las demandas de la justicia.
Estamos endeudados con Jesucristo, porque por su expiación no sólo satisfizo las demandas de la ley de justicia, sino que también impuso la ley de la misericordia por medio de la cual el hombre puede ser redimido de la muerte espiritual. Porque aunque no es necesario que el hombre se preocupe por la muerte terrenal, porque de todos modos será resucitado, sí es responsable de la muerte espiritual que lo aleja de la presencia de Dios a menos que se arrepienta.
Toda persona que mora en la tierra está sujeta a las influencias buenas, y también a las del mal. Está también investido con el don divino del libre albedrío, en el ejercicio del cual ningún ser humano que haya vivido hasta la edad de responsabilidad, salvo Jesús, ha sido capaz de resistir la influencia del mal en todas las cosas. Todos hemos pecado. Por lo tanto, toda persona es impura hasta el grado en que ha pecado, y por esa impureza es desterrada de la presencia del Señor mientras los efectos de su pecado estén sobre ella.
Puesto que padecemos esta muerte espiritual como resultado de nuestras propias transgresiones, no podemos pretender que se nos libre de ella reclamándolo como si se tratara de un asunto de justicia. Ni tampoco persona alguna tiene dentro de sí el poder para que la restitución sea tan completa que pueda limpiarla totalmente de los efectos de sus malas obras. A fin de que el hombre pueda ser libre de las consecuencias de sus propias transgresiones y regresar a la presencia de Dios, debe ser el beneficiario de un poder superior que lo libre de los efectos de sus propios pecados. Con este propósito se concibió y se llevó a cabo la expiación de Jesús.
Ese fue el acto supremo de caridad que Jesús efectuó por nosotros, debido al gran amor que nos tiene; de esa manera cumplió con las demandas de la justicia. Si no hubiera sido así, permaneceríamos atados a los efectos de nuestras propias transgresiones. Sin embargo, El impuso la ley de la misericordia, por medio de la cual todos los hombres pueden ser limpios de sus pecados.
No obstante lo que creamos o la manera en que vivamos, todos vamos a resucitar; por medio de la expiación de Cristo, está garantizada la redención de toda alma de la tumba, sin condición alguna. Sin embargo, esto no es así con respecto al perdón y a la redención de los efectos de nuestros propios pecados. Las únicas personas que son así perdonadas y redimidas son aquellas que aceptan y obedecen los términos prescritos por el Redentor; de esta manera se colocan en posición de recibir los beneficios de Su sangre expiatorio.
El ha prescrito los términos de su Evangelio, que es la ley de la misericordia, y su primer requisito es aceptar a Jesús por lo que es: nuestro Redentor; en otras palabras, «fe en el Señor Jesucristo». Después sigue el abandono de nuestros pecados y hacer restitución hasta donde sea posible, esto es, el arrepentimiento.
Si no cumplimos con estos requisitos y con los demás principios y ordenanzas del evangelio, nos alejamos del plan de la misericordia, para descansar totalmente en la ley de la justicia, que requerirá que suframos por nuestros propios pecados así como Jesús sufrió (D. y C. 19:13-18), porque «aquel que no ejerce la fe para arrepentimiento queda sujeto a todas las disposiciones de las exigencias de la justicia; por lo tanto, únicamente para aquel que tiene fe para arrepentirse se realizará el gran y eterno plan de la redención» (Alma 34:16).
Con estos relatos ya mencionados podemos hacernos un cuadro mental de la resurrección de Jesús. Tenemos la convicción y nuestro testimonio de que en el mundo espiritual fue elegido y ordenado para ser nuestro Redentor; que nació de María, y que es el Unigénito de Dios en la carne; que sufrió por nuestras transgresiones; que voluntariamente dio en la cruz su vida por nosotros; que en la resurrección venció las ligaduras de la muerte tanto para El como para todos los hombres; que se levantó como un ser inmortal, siendo el primer fruto de la resurrección (1Cor. 15:20-21); que se apareció primero a María Magdalena y después a los otros, como está escrito; que visitó a los nefitas y que se manifestó a José Smith y a otros en esta dispensación; pero nuestro testimonio no nace sólo de estos relatos, sino que lo recibimos por medio del Espíritu Santo, y es por su poder que testificamos de la veracidad de los hechos registrados. Nuestra misión es obtener este testimonio y expresarle a otros.
Al meditar acerca de la Expiación (por medio de la cual se me asegura la resurrección y, de acuerdo con mi fe, mi arrepentimiento y la fidelidad que demuestre hasta el fin, se me da la oportunidad de obtener la remisión de mis pecados) siento la mayor gratitud de la que soy capaz. Mi alma responde plenamente a las palabras del himno que dice: «cuán asombroso es que El amárame y rescatárame». (Himnos de Sión, 46.)
Estos son los pensamientos que vienen a mi mente en estos días de la Pascua, época en que se celebra el aniversario de la resurrección de Jesucristo anunciada por el ángel cuando dijo: «No está aquí, pues ha resucitado, como dijo» (Mateo 28:6).
De esto doy mi solemne testimonio, en el sagrado nombre de Jesucristo, nuestro Redentor. Amén.
























