No hemos llegado a la cima

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No hemos llegado a la cima
por el presidente Gordon B. Hinckley
Consejero en la Primera Presidencia

Gordon B. HinckleyA principios de esta semana el total de miembros de la Iglesia alcanzó la cifra de cinco millones.  Se trata de un peldaño sumamente significativo que nos brinda la ocasión de un agradecimiento silencioso, pero también de seria reflexión.  Aquellos que levantaron los cimientos de esta obra deben regocijarse grandemente.  Por su parte, los que con odio pronosticaron que desaparecería y moriría, deben, si es que están en condiciones de saber, observar impotentes y frustrados lo que Dios ha ido forjando.  Esta es Su obra, y la ha hecho alcanzar su fortaleza presente mediante Su poder milagroso.  El la restauró en esta dispensación, y para lograrlo se valió de un joven de mente clara y dispuesto a escuchar a fin de recibir la instrucción de seres divinos y la revelación que sólo se recibe mediante el Espíritu Santo.

Fue Dios quien plantó en el corazón del hombre la fe para reconocer en la persona del joven José Smith a un Profeta escogido.  Fue el Espíritu de Dios el que abrió los ojos de los conversos al milagro del extraordinario Libro de Mormón, el cual fue sacado a luz como una voz que clama desde el polvo para dar testimonio de que Jesús es el Cristo.

Fue El quien dio fortaleza y valor cuando los poderes mismos del infierno se desencadenaron contra la naciente Iglesia y contra aquellos pocos que configuraban su población.  A El démosle las gracias de que esos días hayan quedado en el pasado.  Atrás han quedado los terrores de las marchas forzadas durante el invierno, de las casas incendiadas v de los templos profanados; de las lápidas sin epitafio en las llanuras v los lamentos de los desamparados y solitarios.

Hoy en día caminamos a la luz de la buena voluntad.  La Iglesia es ampliamente respetada y honrada.  No dejamos de reconocer la existencia de algunas voces que todavía arrojan palabras de odio, mas la virtud de nuestra gente y la integridad de nuestros esfuerzos han llegado a ser reconocidos y apreciados.

Estemos agradecidos, pero no nos jactemos.  Mejor que mostremos nuestro agradecimiento siendo humildes, como se ha de esperar de aquellos que son beneficiarios de tan ricas bendiciones del Todopoderoso.

Este es un buen momento para preguntarnos si más allá del crecimiento que hemos experimentado tanto en número como en fortaleza, también nos encontramos más cerca de la perfección en lo que respecta a nuestra propia vida.  El peldaño de los cinco millones de miembros adquirirá un significado real únicamente si como pueblo logramos incorporar el evangelio con más fuerza en nuestra vida y demostramos sus frutos en nuestras acciones. El Señor nos ha recordado inequívocamente que «de aquel a quien mucho se da, mucho se requiere» (D. y C. 82:3).

Al seguir nuestro camino nunca debemos apartamos de los tres grandes aspectos de responsabilidad que descansan sobre la Iglesia: Primero, llevar el Evangelio de Jesucristo a todos los pueblos de la tierra; segundo, implantar, el evangelio en la vida de los miembros de la Iglesia; y, tercero, mediante la obra vicaria, extender sus bendiciones a aquellos que han transpuesto el velo de la muerte.  Nuestra misión es tan amplia como la eternidad y tan profunda como el amor de Dios.  Nuestra fidelidad a e a misión nos ha traído hasta este punto tan significativo, pero debemos recordar que éste es tan sólo un peldaño y no la cima.

El Señor establece los contornos de esta obra cuando declara:

«Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio de todas las naciones; y entonces vendrá el fin.» (Mateo 24:14.)

Tal es nuestro cometido v responsabilidad.

No me cabe ninguna duda de que esta obra continuará creciendo en magnitud.  Tengo la más plena confianza de que su progreso se verá enaltecido si nuestros miembros viven el evangelio con fidelidad y devoción.  De acuerdo con esa observación quisiera sugerir cinco aspectos importantes que deben ser parte de nuestra vida.

El primero de ellos: Debemos aferrarnos a la doctrina.

Para mí el evangelio no es nada complejo.  Constituye un molde hermoso, y sencillo, y supone una fuente constante de fortaleza y un manantial de fe.  La clave de nuestra doctrina es que Dios es nuestro Padre Eterno y Jesús es el Cristo, nuestro Redentor viviente.  Somos hijos de Dios. El nos ama y nos pide que le amemos, dando muestra de ese amor mediante el servicio a nuestro prójimo, quien también constituye Su familia.  Su Hijo Amado es nuestro Salvador, el cual dio su vida en la cruz del Calvario como sacrificio vicario por los pecados de la raza humana.  Mediante el poder de su divina condición de Hijo de Dios se levantó de la tumba para ser las «primicias de los que durmieron» (1 Cor. 15:20), asegurándonos a todos la resurrección de los muertos e invitándonos a participar de la vida eterna conforme a nuestra obediencia a Sus leyes y mandamientos.

Ambos, es decir, el Padre y, el Hijo, aparecieron al joven José Smith en una manifestación de gran gloria y hermosura para restaurar ésta, «la dispensación del cumplimiento de los tiempos» (D. y C. 112:30).  Todos los elementos de las divinas enseñanzas y autoridad previas se combinan mediante la restauración en esta dispensación final y sempiterna.

Dios no nos ha abandonado en la ignorancia para que caminemos en la obscuridad.  Su palabra, pronunciada tanto en los tiempos antiguos como en nuestra generación, está a disposición de todos nosotros para que la leamos, la meditemos y la aceptemos.  Nos rodean muchos libros y muchos predicadores y encuentro grandes virtudes en las palabras de cada uno de ellos.  Sin embargo, la más certera de todas las fuentes de sabiduría divina es la palabra del Señor contenida en los volúmenes sagrados de los libros canónicos de la Iglesia.  En ellos encontramos la doctrina a la cual debemos aferrarnos si es que deseamos que esta obra continúe su marcha hacia tan excelso destino.

El segundo aspecto que considero fundamental es el siguiente: Debemos implantar en una forma más plena esa doctrina en nuestra vida.

La prédica más persuasiva del evangelio está en la vida ejemplar de un fiel Santo de los Ultimos Días.  Vivimos en una época en que las presiones de la vida hacen que, como lo dijo el mismo Nefi, sea tan tentador y tan fácil cometer «unos cuantos pecados, sí, mentid un poco, aprovechaos de uno por causa de sus palabras, tended trampa a vuestro prójimo . . . repudian al justo por una pequeñez y vilipendian lo que es bueno» (2 Nefi 28:8, 16).

Mientras hablaba en el monte, el Salvador dijo:

«Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.» (Mateo 5:16.)

Si nosotros como pueblo avanzamos con integridad, somos honestos y también morales en nuestras acciones, y si incorporamos en nuestra vida los principios simples, básicos y maravillosos de la regla de oro, habrá quienes se sientan inclinados a preguntar y a aprender.  Llegaremos a ser como una ciudad establecida sobre una colina, cuya luz no puede ser escondida. Seremos testigos de un cumplimiento constante de la promesa hecha por Isaías:

«Y vendrán muchos pueblos, v dirán: Venid, y subamos al monte de Jehová, a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará sus caminos, y caminaremos por sus sendas . . . » (Isaías 2:3.)

El tercer aspecto: debemos trabajar más diligentemente para cultivar un espíritu de amor v caridad en nuestro hogar.

El hogar de nuestra gente en las generaciones pasadas era maravilloso.  En él reinaba el amor, el espíritu de sacrificio, y una actitud de respeto mutuo.  En el futuro se requerirá hacer mayor hincapié en estas cualidades.

El egoísmo es un cáncer que carcome la paz y el amor; es la raíz que engendra las discusiones, el enojo, la pérdida del respeto, la infidelidad y el divorcio.

A fines de este mes está programada la dedicación de un nuevo y hermoso edificio en el predio de la Universidad Brigham Young en memoria de una mujer: Caroline Hemenway Harman.  Es probable que la mayoría de vosotros nunca haya escuchado de ella.  Quisiera compartir con vosotros parte de su historia.

A la edad de veintidós años, Caroline se casó con George Harman.  Tuvieron siete hijos, uno de los cuales murió de pequeño.  Cuando ella tenía treinta y nueve años su esposo falleció.  Su hermana, Grace, se había casado con David Harman, hermano de George.  En 1919, durante una epidemia de influenza, David se vio seriamente afectado, y más tarde su esposa, Grace, cayó enferma.  Caroline cuidó de ambos y de los hijos, así como de los suyos.  En medio de estas aflicciones su hermana dio a luz un hijo, y pocas horas después falleció.  Caroline llevó al recién nacido a su propio hogar, y allí lo atendió en esos primeros momentos logrando salvarle la vida.  Tres semanas más tarde su hija Annie falleció.  Para ese entonces ya había perdido a dos de sus hijos, a su esposo, y a su hermana.  Las aflicciones demasiado grandes para sobrellevar, le produjeron un colapso.  Cuando se recuperó contrajo un serio caso de diabetes.  Esta nueva prueba no fue suficiente para detenerla y continuó cuidando a su sobrinito.  Su cuñado, el padre del niño, iba todos los días a ver al pequeño.  Más adelante David Harman y Caroline contrajeron matrimonio, haciendo que el total de hijos en la casa llegara a trece.

Cinco años más tarde David fue víctima de una catástrofe que puso a prueba hasta los límites más profundos a aquellos que agonizaron junto a él.  En una ocasión en que estaba utilizando un poderoso desinfectante en la preparación de semillas para plantar, éste le impregnó el cuerpo y los efectos fueron terribles.  La piel y la carne se le desprendían de los huesos, y la lengua y los dientes se le cayeron.  La solución cáustica literalmente lo comió vivo.

Caroline cuidó de él durante esta terrible afección, y cuando finalmente David murió, ella quedó para cuidar de sus cinco hijos y de los ocho de su hermana, más una granja de 115 hectáreas en la que ella y los niños araron, sembraron, irrigaron y cosecharon a fin de tener lo suficiente para su sostén.

Fue precisamente en esa época que sirvió como presidenta de la Sociedad de Socorro de estaca, cargo que desempeñó durante dieciocho años.

Mientras cuidaba de su numerosa familia y extendía sus brazos de caridad a otras personas, horneaba ocho hogazas de pan por día y lavaba cuarenta canastos de ropa por semana; envasaba frutas y legumbres por toneladas, además de encargarse de otras tareas que le dejaban escasas ganancias.  Su norma primordial era la autosuficiencia y consideraba la ociosidad un pecado.  Cuidó de los Suyos y se allegó a otros con un espíritu de bondad que no permitía que nadie a quien conociera pasara hambre o estuviera desprovisto de ropa o de abrigo.

Más adelante se casó con Eugene Robison quien no mucho tiempo después fue víctima de una embolia.  Hasta el momento de su muerte, cinco años más tarde, ella cuidó de él y veló por todas sus necesidades.

Finalmente, exhausta, su cuerpo quebrantado por los efectos de la diabetes, falleció a la edad de sesenta y siete años.  Los hábitos de industriosidad y trabajo devoto que ella inculcó en cada uno de sus hijos recompensaron los esfuerzo de éstos a lo largo de los años.  El bebé de su hermana, a quien ella crió desde que tenía una hora de vida, junto con sus hermanos, todos impulsados por un sentido de amor y gratitud, han brindado a la universidad los fondos necesarios para cristalizar la edificación de ese hermoso recinto que llevará el nombre de esta ejemplar mujer.

Siempre es saludable que recordemos a hombres y mujeres que han efectuado una valiosa contribución en el campo de la ciencia, la educación, los negocios y las artes; su ejemplo servirá para motivarnos a alcanzar esferas más elevadas.  Cuán apropiado es también que se recuerde con una estructura, no solamente hermosa sino además útil en el predio de una gran universidad, a una mujer, una madre, para la mayoría desconocida, quien mantuvo unidas, nutridas, amadas y criadas hasta alcanzar la madurez a dos numerosas familias, llevando todo ello a la práctica en medio de las más profundas adversidades.

Su caso no es totalmente único a no ser en unas pocas particularidades.  De hecho, es bastante característico de muchas familias que en los primeros días de la Iglesia trabajaron unidas bajo sol y lluvia para vencer las adversidades de la naturaleza, para educar a sus hijos y para enseñarles las artes refinadas y la forma de utilizar sus aptitudes.

Las circunstancias de nuestra sociedad han cambiado en algo.  Nos hemos transformado en un pueblo ampliamente urbanizado.  Pero esto sirve sólo para recalcar la necesidad de cultivar en un esfuerzo adicional en los años por venir, el espíritu, el aprecio familiar y el amor.

El cuarto elemento al que quisiera referirme es que debemos continuar con mucho más firmeza que antes fortaleciéndonos y apoyándonos mutuamente.

El Señor nos ha amonestado de la siguiente manera:

«Por tanto, fortalece a tus hermanos en toda tu conducta, en todas tus oraciones, en todas tus exhortaciones y en todos tus hechos.  » (D. y C. 108:7.)

Vivimos en una sociedad que se alimenta de la crítica.  El encontrar faltas en los demás es la sustancia de los periodistas, aunque no se limita a ellos, ya que de eso hay mucho entre nuestros miembros.  Es muy fácil encontrar faltas en los demás y la resistencia a ese vicio requiere mucha disciplina.  Pero si como pueblo nos proponemos progresar y apoyarnos mutuamente, el Señor nos bendecirá con la fortaleza necesaria para hacer frente a toda tormenta y continuar nuestra marcha ascendente por encima de toda adversidad.  El enemigo de la verdad desea dividirnos y cultivar en nosotros actitudes de crítica las que, si se les permite prevalecer, nos apartarán del camino que conduce a las metas más elevadas.  No podemos permitir que eso acontezca. Debemos juntarnos y marchar hombro a hombro, los fuertes sirviendo de sostén a los débiles, aquellos que tienen mucho ayudando a los que tienen poco.  No hay ningún poder en la tierra que pueda detener esta obra, si nos establecemos ese tipo de conducta.

El quinto elemento que quisiera mencionar emerge de este último: Debemos avanzar con fe.  En una época más difícil que ésta, el Señor les dijo a sus santos:

«Así que, no temáis, rebañito; haced lo bueno; dejad que se combinen en contra de vosotros la tierra y el infierno, pues si estáis edificados sobre mi roca, no pueden prevalecer. . .

«Elevad hacia mí todo pensamiento; no dudéis; no temáis.» (D. y C. 6:34, 36.)

Os exhorto a que veáis los aspectos más importantes de los seres humanos y dejéis de preocuparas de las pequeñeces.  Abraham Lincoln no era precisamente un hombre bien parecido; por el contrario, su cara ofrecía marcados rasgos de fealdad.  Hubo muchos que repararon únicamente en las imperfecciones de su rostro; hubo otros que se mofaban de la manera en que caminaba, y bajaron tanto su vista que nunca pudieron ver ni apreciar la grandeza del hombre.  Ese aspecto resultó evidente únicamente para aquellos que valoraron su persona -la unión de su cuerpo, su mente y su espíritu- al desempeñar su cargo de presidente a la cabeza de una nación dividida, en el lapso más obscuro de su historia, uniéndola  «sin malicia para nadie, con caridad para todos, con firmeza en la justicia», de la cual lo dotó Dios para comprender y aplicar esa justicia. (Discurso de la Segunda Toma (le Mando.)

Por cierto que existen aberraciones en nuestra historia. Muchas son las pequeñeces que pueden encontrarse en la vida de los hombres si uno las busca, incluyendo en la de nuestros líderes, tanto pasados como presentes. Sin embargo, estas pequeñeces son incidentales al comparárselas con la magnitud de su servicio y la grandeza de sus contribuciones.

Veamos los aspectos positivamente sobresalientes, pues esta causa es tan extensa como la humanidad y tan amplia como la eternidad. Esta es la Iglesia y el reino de Dios.  Se requieren la fortaleza, la lealtad, y la fe de todos para que continúe avanzando con el fin de bendecir la vida de los hijos de nuestro Padre en todos los rincones de la tierra.

Al alcanzar un total de cinco millones de miembros, hemos subido un peldaño.  Jamás debemos considerarlo como la cima.  Descansa ante nosotros un futuro sumamente extenso y promisorio. Sigamos avanzando. Si nos aferramos a la doctrina, si vivimos con integridad, si cultivamos el amor y la caridad en nuestros hogares, si nos edificamos y apoyamos mutuamente, y si seguimos avanzando con fe, el Todopoderoso, a quien pertenece esta Iglesia, nos bendecirá en esta obra gloriosa.  Mucho es lo que hay por hacer.  Mucho fue el sacrificio que se ha hecho en el pasado a fin de que alcanzáramos este nivel de crecimiento.  No fueron pocas las vidas que quedaron por el camino en pos de esta causa.  A nosotros hoy no se nos pide que demos la vida, ni siquiera una pequeña parte de nuestra comodidad; pero se espera que entreguemos nuestra lealtad, nuestra devoción, nuestro corazón, nuestra mente, nuestro deseo y nuestra fortaleza en pos de ésta, la obra del Señor.  Que Dios nos ayude a ser fieles como lo fueron aquellos que nos antecedieron en nuestro camino hacia la luz de un día mucho más próspero y significativo, lo ruego humildemente en el nombre de Jesucristo.  Amén.

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