Cnferencia General Abril 1982
Un paso firme hacia el futuro
por el élder Boyd K. Packer
del Consejo de los Doce
No son pocas las veces que en el curso de las revelaciones se recalca la importancia del aprendizaje y la preparación. Desde el comienzo mismo, los líderes de la Iglesia nos han venido aconsejando que obtengamos la mayor educación posible como preparación para nuestro futuro laboral.
«Buscad diligentemente y enseñaos el uno al otro palabras de sabiduría; si, buscad palabras de sabiduría de los mejores libros; buscad conocimiento, tanto por el estudio como por la fe». (D. y C. 88:118; cursiva agregada; 90:15, 109:7.)
El aprendizaje debe ser acompañado por la fe y tal como el Libro de Mormón especifica, «. . . bueno es ser sabio, si hace caso de los consejos de Dios» (2 Nefi 9:29).
Siempre que orientemos a una persona en cuanto a carreras y ocupaciones laborales debemos tener en cuenta un aspecto primordial:
Jamás inferioricemos a nadie, ni siquiera a nosotros mismos, ni pensemos que han, o hemos, fracasado, por el hecho de que su vida sea modesta. Jamás miremos con desdén a aquellos que se desempeñan en ocupaciones de más bajos ingresos. Mientras que dicha ocupación sea honesta siempre será merecedora del mayor de los respetos. Jamás utilicemos adjetivos como »insignificante» para describir una función que contribuye al progreso de la sociedad y de la gente que la integra.
No hay nada de qué avergonzarse en un trabajo honrado, siendo el principio de la fe, el cual el Señor asocia con el aprendizaje, mucho más preciado que todas las tecnologías del hombre.
Siempre podremos encontrar a personas que luchan denodadamente para salir adelante, quienes descubren a causa de haber sido decentes, el significado del pasaje de Escritura que nos dice que «el que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo» (Mateo 23:11; D. y C. 50:26).
Aunque por lo general, la formación académica y la educación van de la mano, hay cierta clase de experiencia que no se puede obtener en un salón de clases.
A modo ilustrativo, quisiera referirme al pasaje del Antiguo Testamento donde se habla de Naamán quien, en su función de general del ejército de Siria, había dado salvación a su país. El rey de Siria temía por la vida de Naamán, ya que este había contraído lepra.
Una joven esclava israelita al servicio de la esposa de Naamán habló de los profetas que en Israel tenían el poder de sanar.
El rey de Siria envió un mensaje al rey de Israel en el que decía: «. . . envío a ti mi siervo Naamán, para que lo sanes de su lepra». El rey de Israel sospechó que se trataba de una estratagema y dijo: «Soy yo Dios, que mate y dé vida, para que este envíe a mí a que sane un hombre de su lepra?… ved cómo busca ocasión contra mí.»
Eliseo, el profeta, se enteró de la reacción del rey. Entonces envío a decirle «Venga ahora a mí, y sabrá que hay un profeta en Israel.»
Cuando Naamán llegó, Eliseo le indicó por medio de un mensajero: «Ve y lávate siete veces en el Jordán. . . y serás limpio.» Naamán se enojó, pues en Siria había muchos ríos tan buenos como el Jordán. Naamán esperaba que Eliseo efectuara una ceremonia espectacular, por lo que se fue enojado.
Pero uno de sus siervos (pareciera que para cada ocasión hay un siervo) reprendió al general diciendo: «Si el profeta te mandara alguna gran cosa, ¿no la harías?».
Entrando en razón ante las palabras de su siervo, Naamán «descendió, y se zambulló siete veces en el Jordán, conforme a la palabra del varón de Dios;… y quedó limpio.» (Véase 2 Reyes 5:114; cursiva agregada.)
El transcurso del tiempo no ha logrado cambiar la naturaleza humana. Aun en nuestros días hay quienes suponen que las bendiciones de Dios están supeditadas a la ejecución de «cosas espectaculares». Cuando recibimos un consejo simple en cuanto a cosas simples, nos invade muchas veces la desilusión, y, al igual que Naamán, nos enfadamos.
Permitidme daros un ejemplo bien elocuente. El presidente Kimball lleva ocho años como presidente de la Iglesia. En casi todos los discursos que ha dado en conferencias generales ha hecho mención, por lo menos una vez, a que tenemos que limpiar, pintar y embellecer nuestras propiedades. Muchos de nosotros hemos prestado muy poca atención a este consejo.
Cabe preguntarnos: ¿Por qué habría de pedirnos el Profeta que hiciéramos tal cosa? ¿Es que acaso no tiene grandes profecías de las que hablar?
Pero, ¿no es esta una cierta clase de profecía? Él nos ha dicho repetidamente que cuidemos de nuestras posesiones materiales, porque llegara el día en que resultara difícil, si no imposible, el reemplazarlas.
Estamos viviendo precisamente en la época en la que esta profecía se está cumpliendo. Aquellos que en aquel momento, cuando acababa de aconsejarnos, hubieran estado en condiciones financieras de comprar una propiedad, hoy no pueden menos que quitarse la idea de la cabeza.
Por alguna extraña razón, en las sesiones de bienestar esperamos escuchar pronósticos de calamidades que nos sobrevendrán. Sin embargo, escuchamos consejos sencillos en cuanto a cosas comunes, que si los seguimos, nos protegerán de grandes calamidades en su debido tiempo.
El profeta Alma dijo:
«. . . por medio de cosas pequeñas y sencillas se realizan grandes cosas; y en muchos casos, los pequeños medios confunden a los sabios» (Alma 37:6).
Quisiera que esta introducción os sirva para prepararos, pues el consejo que os daré a muchas personas podrá parecerles demasiado común y hasta trivial. No obstante, será totalmente compatible con la doctrina y los principios anunciados por la Primera Presidencia cuando se inauguró el programa de bienestar.
«Nuestro propósito principal [es] establecer, hasta donde [sea] posible, un sistema bajo el cual la maldición del ocio [sea] suprimida, [donde puedan abolirse] las limosnas y se [establezcan] nuevamente entre nuestro pueblo la industria, el ahorro, y el autorrespeto. El propósito de la Iglesia es ayudar a las personas a ayudarse a sí mismas. El trabajo debe ser nuevamente el principio imperante en la vida de los miembros de nuestra Iglesia.» (Manual de Servicios de Bienestar, I parte, pág. 1.)
El énfasis que se da a la autosuficiencia tiene mucho que ver con la educación. No podemos esperar que la Iglesia se haga cargo de la formación académica de todos y cada uno de nosotros.
La gran mayoría de las preguntas que se formulan a las Autoridades Generales comienzan diciendo, «¿por qué es que la Iglesia no se encarga de. . . ?, tras lo cual se hace una descripción de algún proyecto digno que beneficiaría a muchas personas y, tal vez, si se cristalizará en éxito, enaltecería el prestigio de la Iglesia.
Por ejemplo, ¿por qué la Iglesia no establece un sistema de escuelas para capacitar a sus miembros en el aspecto financiero?
Hace algunos años me encontraba en el frente de mi casa preparando los postes para levantar un cerco. Precisamente en ese momento se detuvo a hablar conmigo un joven vecino, quien había regresado hacia poco tiempo del frente de batalla. Me entere que había mentido en cuanto a su edad y había abandonado los estudios para unirse a las fuerzas navales. Cuando le pregunte en cuanto a sus planes futuros, no supo responderme. Las oportunidades de trabajo eran escasas y el poco poseía para ofrecer en materia de aptitudes.
Le aconseje que volviera a los estudios y que terminara la secundaria, pero él consideraba que ya no estaba en edad para eso.
«Si lo intentas», le dije, «es posible que no encajas muy bien en el grupo. Tus compañeros te llamaran ‘el viejo’ o ‘el abuelo’, pero si tuviste el valor de enfrentar al enemigo en la guerra, estoy seguro que te sobraran las agallas para esto otro.»
La lección que puede extraerse de este incidente es la siguiente: pase tan sólo diez minutos con él, no le construí un colegio ni le pedí a la Iglesia que lo hiciera. No me hice cargo de su matrícula ni prepare sus lecciones. Lo único que el joven necesitaba era un poco de orientación, algunos consejos, aliento y visión del futuro. En ese caso en particular, el joven aceptó el consejo y regresó a los estudios. En la actualidad es padre de familia y tiene una ocupación.
Yo tan sólo le di un poco de visión y aliento, para lo cual no se necesita que la Iglesia provea fondos. De hecho, esa es la responsabilidad que descansa sobre todo líder del sacerdocio al aconsejar a los miembros de la Iglesia para prepararse a seguir una carrera u oficio.
Debemos ayudar a la gente a ayudarse a sí misma.
Hace algunos años un cierto país se encontraba saliendo de un largo período de padecimientos sociales. Existía allí una gran necesidad por mano de obra experta cualquiera que fuera la especialidad. Algunos de nuestros líderes en ese país concibieron la idea de establecer escuelas vocacionales en nuestras capillas para capacitar a los miembros de la Iglesia en diversas especialidades, a fin de mejorar sus posibilidades laborales. Se trataba de una idea sumamente atractiva.
Argumentaron que el dinero que se invertiría quedaría totalmente justificado en el hecho de que tales personas devolverían en diezmo más de lo que el programa requeriría para ser implantado. Grande fue su desilusión cuando las Autoridades Generales rechazaron su idea.
Había varias cosas que estos hermanos no habían considerado. La más importante de ellas era que la capacitación vocacional estaba ya al alcance de aquellos que realmente quisieran obtenerla. Varias empresas, instituciones industriales y aun gubernamentales ofrecían clases para capacitar a nuevos obreros y para incrementar el nivel de aquellos con algo de experiencia.
Lo que esos buenos hermanos más necesitaban eran consejos y aliento que los ayudaran a sacar provecho de las oportunidades ya existentes.
Nosotros mismos somos responsables de procurar y sacar provecho de toda oportunidad de progreso personal.
Hay algunas cosas que la Iglesia debe hacer, pues así se exige de nosotros. Debemos predicar el evangelio; debemos edificar templos; debemos perfeccionar a los Santos. Esto no puede ser hecho por otras personas; en cambio, aquello que no forma parte principal de la misión de la Iglesia toma un lugar secundario, puesto que no tenemos los recursos para cristalizar todo lo que en verdad vale la pena hacer, por más encomiable que sea.
Si bien no podemos edificar escuelas para todos, hay una contribución importantísima que la Iglesia puede hacer en lo que tiene que ver con nuestras carreras, se trata de algo que es vital en la misión de la Iglesia, y es el enseñar los valores morales y espirituales.
Sabemos de virtudes comunes y corrientes que influyen en nuestro futuro profesional mucho más que la capacitación técnica; entre ellas notamos la integridad, la responsabilidad, la cortesía, el respeto hacia otros seres humanos, y el respeto hacia la propiedad ajena.
Permitidme ilustrar algo en cuanto a esto:
Es casi un hecho que nuestros hijos, por lo menos durante los primeros años de matrimonio, tendrán que alquilar su vivienda.
En una oportunidad mantuve una conversación con un presidente de estaca propietario de un cuantioso número de apartamentos los cuales pone al alquiler de familias de clase media. Al mostrármelos, me hizo mención del abuso perpetrado contra su propiedad; no siendo simplemente la decadencia que puede esperarse normalmente de un lugar habitado, sino el abuso alevoso y premeditado.
¡Tal conducta no es digna de un Santo de los Últimos Días! Nuestros principios no nos permiten actuar de esa manera. Debemos proteger la propiedad ajena como si fuera la nuestra propia.
Quienes vivan en apartamentos alquilados deben cuidar de ellos como si fueran su propio hogar, y mantenerlo acogedor, limpio, y en buenas condiciones. ¿No es acaso eso lo que el Profeta nos aconsejó hacer? Cuando nos aprestamos a mudarnos a otra vivienda, debemos dejarlo pronto para quienes habrán de habitarlo después que nos vayamos.
¿Qué tiene que ver esto con una carrera? Por cierto que nuestros hábitos laborales serán un fiel reflejo de nuestros hábitos de vida en el hogar.
Hace unos cuantos años, cuando mi padre tenía pocos años de casado y ya con varios hijos, se dirigió en una ocasión a un banco a solicitar un préstamo. Se le preguntó en cuanto a los bienes que tenía como respaldo. Lo único que tenía era el deseo de trabajar y cierta aptitud como mecánico.
El banquero, tras haberle negado el préstamo, le preguntó dónde vivía. «En la vieja casona de la calle Primera Oeste», fue la respuesta. De camino al trabajo, el banquero había pasado muchas veces por frente a la casa y había observado la transformación que estaba teniendo lugar en el jardín. Muchas veces se había preguntado quien viviría allí, y había sentido admiración por lo que estaban haciendo de esa propiedad.
Mi padre obtuvo el préstamo para iniciarse en sus negocios gracias a las flores que mi madre había plantado en el jardín de aquella modesta casa que alquilaban. En nuestro caso particular, hemos criado a una familia valiéndonos de ingresos reducidos. Los hechos parecen indicar que nuestros hijos tendrán el mismo privilegio. A fin de prepararlos les hemos entrenado a hacer cosas comunes pero necesarias como parte de lo que su futuro profesional les depara.
Siempre hemos reservado aunque fuera un rincón de la casa para tener un banco de carpintero en el cual poder trabajar. Es posible que continuamente puedan verse algunas manchas de pintura o aserrín en el suelo. Por más que trate de limpiarse, ese lugar está siempre desarreglado, pero es por una buena razón.
Entre nosotros ha habido otra práctica. Cada Navidad, por lo menos uno de los regalos que le hacíamos a los muchachos era una herramienta. Cuando llegaban a la edad apropiada, le regalábamos una buena caja para guardar sus herramientas. A medida que fueron dejando el hogar, llevaron consigo su caja de herramientas y algo de conocimiento en cuanto a cómo usarlas. Así es que saben de mecánica, de carpintería, de electricidad, y plomería.
Nuestras hijas, por su parte, aprendieron a cocinar, a coser y cada una de ellas ha dejado el hogar con una máquina de coser. Esta capacitación tiene doble importancia: contribuye a la economía del hogar, y a la aptitud en el campo laboral. Confiamos en que tal capacitación no solamente sea buena, sino buena para algo específico.
Ahora, siendo que no faltara quien se sienta por demás disgustado por el hecho de que no proveímos a nuestros hijos con una máquina de coser y a nuestras hijas una caja de herramienta, por la tan mentada igualdad de derechos y demás, quisiera explicar que nuestros hijos cocinan lo suficiente como para sobrevivir en una misión y pueden pegar sus botones; y nuestras hijas, por su parte, no están desprovistas de la habilidad necesaria para arreglar una llave de agua o para clavar un par de clavos; y todos saben mecanografía e incluso como cambiar un neumático.
Si bien hay muchas ocupaciones que encajan por igual en las características del hombre como en las de la mujer, en lo que me es personal, me preocupa enormemente la tendencia creciente a que tanto el hombre como la mujer escojan carreras que en cierta forma van en contra de su naturaleza misma.
Hemos tratado de preparar a nuestros hijos para el trabajo varonil y a nuestras hijas para aquello que más se ajuste a los desafíos que como mujeres tendrán que enfrentar. En defensa de tal filosofía quisiera simplemente decir que en esta Iglesia no estamos exentos de utilizar sentido común.
En esta época son contadas las personas que están realmente dispuestas a trabajar. Debemos enseñar a nuestros hijos y a nosotros mismos a brindar en trabajo el equivalente a la paga que recibimos y si es posible un poco más.
Son muy pocas las personas que llegan un poco antes de la hora al trabajo para organizarse mejor, o que se quedan algunos minutos después de hora para ordenar sus tarea para el día siguiente.
La actitud que demanda compensación y beneficios que sobrepasan el valor mismo de la mano de obra está a punto de destruir la economía del mundo. Sin embargo, sabemos de muchos obreros que aceptan reducciones en su salario simplemente para poder conservar su empleo. El espíritu de hacer un poco más de lo que se espera de otros hubiera servido para prevenir la crisis que hoy enfrentamos querer subestimar el valor de la educación académica, las responsabilidades y lo ajustado de los presupuestos familiares a veces nos privan de obtener la formación que deseamos.
Sin embargo, podemos pulirnos a nosotros mismos. La única matricula que se requiere es el tiempo que ello demande, el trabajo exigido y el deseo de incorporar a nuestra vida esas virtudes comunes de gran demanda y que tanto escasean actualmente.
Espero que no os hayáis desilusionado demasiado por el hecho de no haber presentado algo «espectacular»; alguna fórmula elaborada para planificar vuestro futuro, y por haberme simplemente limitado a cosas comunes y corrientes que son tan obvias, y que nos resultan tan familiares que a menudo las pasamos por alto.
Si existe una fórmula. El Señor dijo: «. . . de cierto os digo que todo hombre que tiene la obligación de mantener a su propia familia; hágalo, y de ninguna manera perderá su corona; ? obre en la iglesia.» (D. y C. 75:28; cursiva agregada.)
El Evangelio de Jesucristo constituye la fórmula del éxito. Cada principio del evangelio, cuando es aplicado, influye positivamente en la elección de una ocupación y en lo que uno vaya a lograr. El consejo de obrar en la Iglesia tiene un gran valor. El vivir el evangelio nos proporcionara inspiración, y nos brindara el sostén necesario para alcanzar el éxito por más insignificante que nuestro trabajo o nuestra vida puedan parecer para otras personas.
Que Dios bendiga a los miembros de esta Iglesia, para que puedan ser felices con lo que son y ante la posición que ocupan en la sociedad, para que también puedan mejorar su condición.
Rogamos a Dios que bendiga a todos aquellos que se enfrentan a las penurias de la falta de empleo y todo lo que ello trae aparejado. Que Dios nos bendiga a todos para que podamos incorporar a nuestra vida los principios de la responsabilidad y de la integridad, los que han formado parte integral del evangelio desde el comienzo, pues el evangelio es verdadero. De ello os doy mi testimonio, en el nombre de Jesucristo. Amén
























