Conferencia General Octubre 1982
El Príncipe de Paz
por el élder George P. Lee
del Primer Quórum de los Setenta
En nuestro mundo de escepticismo, confusión e iniquidad el saber la verdad, el tener una profunda, humilde y solemne convicción de que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente, es una joya de mucho valor. He recibido el testimonio de la divinidad de mi Salvador por medio de la dulce influencia y el poder del Espíritu Santo. He recibido este testimonio en mi propio corazón, lo cual excede toda otra evidencia. El ha testificado a mi propia alma de la existencia de mi Redentor, Jesucristo.
Esta dulce convicción la recibí durante los primeros años de mi juventud, cuando de rodillas suplicaba fervientemente en mi humilde choza, y en otras ocasiones, después de leer el Libro de Mormón mientras pastoreaba las ovejas en el ardiente desierto en la reservación. Así como se que mi vida no comenzó cuando nací ni terminara cuando muera, de esa misma manera se con toda certeza que la vida de Cristo no se inició en Belén ni termino en el Calvario. De si mismo el Señor Jesucristo declaró:
«Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese.
«Ahora pues, Padre, glorifícame tu al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese.» (Juan 17:45.)
Testifico que Jesucristo fue el Primogénito Hijo de Dios en el espíritu. Como el Padre, El era un Personaje con gran poder e inteligencia en el universo. Durante muchos siglos, antes de que este mundo fuese creado, El vivió y gobernó con su Padre en los cielos en la vida preexistente, como espíritu. El Señor Jesús tuvo mucho que ver con nuestro desarrollo y preparación antes de nuestro nacimiento en la tierra. Bajo la dirección del Padre creó esta tierra y aceptó la asignación de venir aquí y ser nuestro Redentor. Fue El quien en el gran concilio de los cielos dijo:
«Heme aquí, envíame» (Abraham 3:27).
«Padre, hágase tu voluntad, y sea tuya la gloria para siempre.» (Moisés 4:2.)
De su Hijo amado nuestro Padre ha declarado:
«Y he creado incontables mundos, y también los he creado para mi propio fin; y por medio del Hijo, que es mi Unigénito, los he creado.» (Moisés 1:33.)
No había otro mejor para pagar el precio del pecado. El era el único que podía abrir la puerta de los cielos para dejarnos entrar. Porque era y es el único capaz, disponible, digno, deseoso, perfecto y con todas las cualidades para efectuar este sacrificio supremo.
Os testifico que el nacimiento de nuestro Redentor en Belén fue anunciado por una gran multitud de ángeles, entre ellos uno con gran autoridad y poder, comisionado de la presencia de Dios para declarar:
«Yo soy Gabriel, que estoy delante de Dios; y he sido enviado a hablarte, y darte estas buenas nuevas.» (Lucas 1:19.)
Los profetas antiguos, desde el tiempo de Adán en adelante, supieron de su venida. Lo conocían por su nombre, su carácter y sus buenas obras aun mucho antes de su nacimiento. Antes de nacer era un Personaje de espíritu; después del nacimiento tuvo un cuerpo de carne y huesos. Después que conquistó la muerte y resucitó, se convirtió en una persona con un cuerpo glorificado e indestructible, inseparablemente unido a su espíritu inmortal. Toda su vida terrenal la dedicó a proclamar la paz y a bendecir al prójimo; vivió una vida perfecta en medio de la maldad y la iniquidad.
En su terrible agonía en el Jardín del Getsemaní, no sólo sufrió una angustia física y mental, sino también una agonía espiritual que sólo un Dios era capaz de soportar. En esa hora de tremenda angustia el Salvador tomó sobre sí los pecados de toda la humanidad desde Adán hasta que llegue el fin del mundo. Después, lo colgaron en la cruz y lo crucificaron por uno de los métodos mas crueles e inhumanos, atravesando con clavos sus manos y pies, que era la practica en esos días. Al hablar de su sufrimiento, declaró:
«Porque he aquí, yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten;
«mas si no se arrepienten, tendrán que padecer así como yo;
«padecimiento que hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro y padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu . . . » (D. y C. 19:16-18.)
En su infinito amor y misericordia oró a favor de todos aquellos que lo crucificaron, y pidió a nuestro Padre Celestial que bendecirá y perdonara a todos los que lo habían ridiculizado, se habían mofado de él y lo habían insultado. En medio de su dolor y angustia clamó:
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. » (Lucas 23:34.)
Testifico que ese mismo Cristo crucificado se levantó de la tumba al tercer día, y después de haber estado con otros en el mundo de los espíritus, su espíritu se reunió con su cuerpo, visitó a los hombres otra vez sobre la tierra, y mas tarde ascendió a nuestro Padre Celestial como un Ser resucitado y glorificado. Un ángel, al hablar de Jesucristo, proclamó:
«No esta aquí, pues ha resucitado, como dijo. Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor.
«E id pronto y decid a sus discípulos que ha resucitado de los muertos, y he aquí va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis.» (Mateo 28:6-7.)
Durante miles de años, desde el tiempo de Adán hasta la crucifixión de Cristo, millones de personas habían sido sepultadas en la obscura tumba y sufrido la muerte y el fin de su vida. En miles de años, nadie había regresado. Sin embargo, cuando nuestro Redentor se levantó de la tumba con un cuerpo resucitado e inmortal, le robó a la muerte su aguijón y al sepulcro su victoria (1 Cor. 15:55; Mosíah 16:78); el hombre obtuvo la libertad de la obscura prisión del pecado; se conquistó la muerte, Cristo ganó la batalla (Mosíah 18:8; Mormón 7:5; Alma 27:28). Y así abrió las puertas de los cielos.
Inmediatamente después de su resurrección, muchos otros fueron resucitados. En Mateo leemos:
«Y se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían dormido, se levantaron;
«y saliendo de los sepulcros, después de la resurrección de él, vinieron a la santa ciudad, y aparecieron a muchos.» (Mateo 27:52-53.)
De esta manera, nuestro Señor resucitado quitó el ultimo obstáculo en nuestra marcha hacia la perfección y la vida eterna. Así como se dijo de El, «no esta aquí, pues ha resucitado» (Mateo 28:6), así también se dirá de cada uno de nosotros, porque la tumba vacía del Señor Jesús no es sólo un símbolo sino también la garantía de nuestra propia resurrección e inmortalidad. Es un error y una tragedia muy grande que haya quienes crean que Jesús fue solo un gran maestro y un gran filántropo. Debido a El la vida continúa por la eternidad y no hay ningún otro nombre dado bajo el cielo por el cual el hombre pueda salvarse y recibir la exaltación (Hechos 4:12; 2 Nefi 25:20).
Testifico que nuestro Señor resucitado, vestido de gloria, se manifestó personalmente a los nefitas y lamanitas en el continente de América cuando estos se hallaban reunidos alrededor del templo, en la tierra de Abundancia.
Dios, nuestro Padre Eterno, les dijo:
«He aquí a mi Hijo Amado, en quien me complazco, en quien he glorificado mi nombre: a él oíd. » (3 Nefi 11:7.)
Vieron al Señor Jesucristo, vestido con ropa blanca, que descendía de los cielos hasta que se paró en medio de ellos y les dijo:
«He aquí, yo soy Jesucristo, de quien los profetas testificaron que vendría al mundo.
«Y he aquí, soy la luz y la vida del mundo; y he bebido de la amarga copa que el Padre me ha dado, y he glorificado al Padre, tomando sobre mi los pecados del mundo . . .» (3 Nefi 11:1011.)
Los de la multitud cayeron a sus pies y lo adoraron. Se levantaron y siguiendo su invitación, vieron y palparon las heridas de los clavos en sus manos y pies, y también palparon y vieron la herida en su costado. Y cayeron otra vez a sus pies llenos de gozo y asombro. Ellos recibieron el testimonio con sus propios ojos y manos, y no había palabras que pudiesen describir el gozo y la gratitud que sentían. Para todos, esta fue una manifestación gloriosa y un banquete espiritual.
Testifico que esta, la ultima dispensación del cumplimiento de los tiempos, fue introducida por la voz de Dios, nuestro Padre Eterno, que dijo:
«Este es mi Hijo Amado: ¡Escúchalo!.» (José Smith-Historia 17.)
En la primavera de 1820, Dios, nuestro Padre Eterno, y su Hijo Jesucristo, se presentaron al joven profeta José Smith. Se levantó el manto de la larga noche de obscuridad llamada apostasía y esta gloriosa manifestación iluminó al mundo. El profeta José Smith recibió otras visitas divinas de mensajeros celestiales. Recibió muchas revelaciones, y el que dio estas revelaciones fue nada menos que nuestro Señor resucitado, Jesucristo. El evangelio fue restaurado con todas las bendiciones anteriores, las llaves, privilegios y el Santo Sacerdocio, con la autoridad para ministrar en el nombre de Dios. La Iglesia, que lleva su nombre y fue fundada sobre la roca de la revelación, fue restaurada.
Los principios del evangelio X las leyes que el Señor restauró en nuestros días no fueron diferentes de los que dio en los tiempos antiguos. Se espera que los Santos de los Ultimos Días, así como los santos en el pasado, busquen primero el reino de Dios y su justicia. La fórmula divina del Salvador para el éxito y la perfección siempre ha sido la misma. Esto es:
«Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas». (Mateo 6:33.)
El Señor Jesucristo desea que primero edifiquemos nuestro carácter y rectitud, que seamos industriosos y limpios en nuestra vida: y que después hagamos lo mismo por nuestro prójimo. En otras palabras, debemos ayudarle a enseñar, bautizar y perfeccionar individuos y familias en todo el mundo.
Aun en nuestros días podemos perfeccionarnos en muchos aspectos. Por ejemplo, podemos perfeccionarnos al abstenernos del uso del café, el té, el tabaco y las bebidas alcohólicas; podemos perfeccionarnos en el pago del diezmo, en la práctica de asistir a la reunión sacramental, también en ser honrados, en guardar la moral, en ser caritativos, puntuales y dignos de confianza, y en muchas otras virtudes. Si somos capaces de vivir perfectamente hoy uno de los principios del evangelio, mañana podremos vivir dos. La perfección en una cosa puede ser nuestra base para perfeccionarnos en algo mas.
Testifico que nuestro Señor y Redentor volverá a la tierra otra vez con su cuerpo inmortal resucitado de carne y huesos y vendrá con todo su poder y gloria celestial. Cuando vino por primera vez no lo comprendieron; lo condenaron y ridiculizaron, fue despreciado y desechado de entre los hombres (Isaías 53:3). La primera vez vino a la tierra para redimir los pecados del mundo, pero cuando venga por segunda vez vendrá triunfante como Rey de reyes y Señor de señores (Apocalipsis 17:14), y será el Juez de todos los que no se hayan arrepentido; vendrá en su calidad de Todopoderoso para limpiar los pecados de la tierra e inaugurar su glorioso reino milenario. El Señor Jesús y los santos resucitados reinaran sobre la tierra durante ese Milenio. Después de estos mil años Satanás será desatado por un corto tiempo y mas tarde vendrá el fin de la tierra, y el diablo y su ejército serán echados para siempre. Toda persona será resucitada y comparecerá ante Dios para ser Juzgada. Nuestro Señor Jesucristo será coronado con la corona de su gloria y reinara para siempre jamas (D. y C. 7ó:108). Aquellos que hayan permanecido fieles hasta el fin y hayan logrado la vida eterna moraran con El y el Padre Celestial para siempre jamas en el Reino Celestial.
Yo testifico que El es el Creador de todas las cosas sobresalientes y hermosas, de todas las criaturas grandes y pequeñas. Es el Señor de los mares, la tierra y los cielos; es el Mesías prometido; es el que venció la muerte y la tumba, el Príncipe de Paz (véase Isaías 9:6). Es el mismo ayer, hoy y para siempre (Hebreos 13:8). Su nombre es Sempiterno. Eterno es su nombre. El es Jesús el Cristo, y lo testifico en su nombre sagrado. Amén.
























