Amemos desinteresadamente

Conferencia General Octubre 1983logo pdf
Amemos desinteresadamente
élder Richard G. Scott
Del Quórum de los Doce Apóstoles

Elder Richard G. Scott«Cuando amamos sin condiciones, cuando nuestro interés primordial es el de servir, el poder del evangelio se manifiesta en nuestra vida.»

Me siento profundamente humilde por el llamamiento que se me ha hecho de servir como uno de los presidentes del Primer Quórum de los Setenta.  He hablado al Señor acerca de esto, y le he prometido que daré todo lo que esté de mi parte para desempeñar este cargo que se me ha encomendado.  Le he suplicado que me ayude a hacerme merecedor de recibir su inspiración y apoyo para poder hacer su voluntad y la de sus siervos.

He orado fervientemente para que el Señor me guíe a decir algo que sea de beneficio para algunos de sus hijos aquí en la tierra.  Después de mucha consideración, tuve las impresiones y la sagrada inspiración de que, en alguna parte, hay personas a las que puedo darles la ayuda del Señor que tanto necesitan.  Ruego que pueda expresar lo que se me ha inspirado en forma fiel, para que se grabe y se arraigue en la mente de aquellos que las necesiten. También ruego que pueda transmitimos el amor de Dios y su deseo de mostraros cómo conseguir la ayuda inmediata que necesitáis para que halléis propósito y felicidad en la vida.

No sé exactamente quiénes sois; a quiénes debo dirigirme.  Quizás seáis alguien que haya llegado a la madurez, y que debido a una larga enfermedad o a una creciente sensación de soledad, ha comenzado a amargarse y a sentir lástima por sí mismo.  Quizás seáis un joven o una chica que está pasando por serios problemas con los miembros de su familia. O tal vez alguien que está separado de su esposa, o una madre que enfrenta sola la difícil tarea de criar a sus hijos sin el amor, la comprensión y el apoyo de un compañero. Quizás sea una mujer especial y obediente que, con el pasar de cada día, ve desvanecerse el sueño de toda una vida de tener un compañero eterno. Quien quiera que vosotros seáis, os testifico solemnemente que el Señor os conoce bien, que os ama y que está al tanto de vuestras necesidades.

El permite que algunas personas le ayuden en su obra, y hoy yo espero ser una de ellas.

Hay un principio verdadero que, si lo vivimos, nos ayuda a aplicar todos los otros que necesitamos para elevar nuestro espíritu.  Es un principio que os dará el poder de cambiar vuestras vidas.

Me refiero al servicio, el servicio abnegado a los que nos necesitan.  Yo sé que no es fácil ayudar a otros cuando se nos ha ofendido.  Sé que es difícil dar el primer paso cuando nos duele la soledad o anhelamos comprensión.  Sin embargo, sirviendo a los demás recibimos la misericordia y el amor de Jesucristo, nuestro Maestro.

El libre albedrío es un don divino, y Dios siempre lo respetará; y debido a que este don nos da control de nuestra vida es que debemos dar el primer paso en toda relación humana.  El que iniciemos el acercamiento con actos de bondad o de servicio a los demás nos abre las vías para que podamos obtener inspiración y fortaleza.  Por el contrario, la obscuridad y la desesperación nos rodean cuando la luz del amor y del servicio se desvanece en nosotros.  Los sentimientos de amargura y de disgusto nos emponzoñan y dan lugar a pensamientos y actos pocos bondadosos, a la crítica y por último al odio.

Recuerdo muy bien a una pareja que me pidió consejo.  Ella estaba en los últimos trámites del divorcio, y él se sentía amargado y resentido. Se encontraba completamente deshojada la flor del amor que una vez le había dado significado y propósito a su noviazgo, y destruida la confianza que un día había servido como el lazo de unión que los atraía el uno hacia el otro.  Una maraña de sentimientos egoístas estrangulaba poco a poco lo que quedaba del respeto mutuo.  Primero escuché a uno y luego al otro.  Su historia era muy familiar: «La quiero, pero no deseo ser pisoteado.» «Me siento agradecida por lo que él hace por nosotros, pero si lo demuestro, cree que todas nuestras diferencias están resueltas, y me veo sumergida otra vez en la infelicidad.» Sus problemas se complicaban aún más debido a apuros económicos. No obstante, al escucharlos por separado, me di cuenta de que los recursos a los que cada uno se aferraba tenazmente, compartidos con generosidad, podían ayudarlos a resolver sus dificultades económicas.  Pude observar en ambos características admirables. Tenían un testimonio sincero de la verdad, el deseo de hacer lo correcto y el ansia de encontrarse en paz con el Señor en cuanto a las decisiones que estaban por tomar.

Muchas veces él había tratado sinceramente de demostrar cariño y había hecho muchas cosas para ayudarla, pero en todos los casos contrarrestó sus actitudes bondadosas al expresar al mismo tiempo sus propias preocupaciones egoístas.  Me dijo: «No quiero que ella se aproveche de mí».  Ella por su parte callaba sus sinceros sentimientos de gratitud por la ayuda que él le brindaba en la casa y con los hijos.  En ese momento ellos no tenían ni el valor ni la capacidad para ayudarse mutuamente,

Dos personas, atrapadas y bombardeadas por sentimientos tan intensos, rara vez pueden conservar la mente clara y sentirse debidamente motivadas. Necesitan ayuda, y la mejor fuente es el Salvador. Ruego que hayan puesto en práctica los principios de que hablamos esa vez, de acercarse, perdonarse y ayudarse mutuamente a progresar.

Son tres los requisitos que se exigen para reparar las líneas interrumpidas de la comunicación, y para suavizar los corazones que un día expresaron sentimientos intensos de amor puro, respeto y confianza.

Primero, es necesario que se comprendan los principios que fomentan la felicidad en el matrimonio.  Dichos principios han sido tratados por el presidente Kimball en muchos de sus mensajes.  Dos ejemplos dignos de mención aparecen en su libro titulado «Matrimonio» (Marriage, Salt Lake City, Deseret Book Company, 1978).

Segundo, se debe estar dispuesto a vivir dignamente y a tratar por todos los medios de obedecer los mandamientos de Dios. Hacerlo permite que nuestro corazón y nuestra mente reciba la guía divina y que nuestro esfuerzo se vea aumentado por medio del poder celestial.

Tercero, se debe tener un deseo sincero y desinteresado de ayudarse mutuamente. Esto requiere que analicemos nuestra propia vida, determinando cuáles son las cosas que debemos cambiar para crear un ambiente en que el amor y la confianza puedan crecer y madurar y en el que florezca el deseo de perdonar.

También se requiere reconocer en el compañero todas las virtudes que tenga y abandonar la concentración microscópica en los defectos.  La crítica muchas veces está motivada por el deseo de disculpar las propias faltas y de justificar la disolución de los sagrados convenios del matrimonio.

Si queremos que nos amen, amemos.  Si queremos que nos comprendan, mostremos comprensión.  Si deseamos encontrar la paz, la armonía y la felicidad, elevemos espiritualmente a nuestros semejantes.

Sin embargo, si las razones para ayudar a los demás son egoístas, nuestras acciones no pueden dar buenos frutos.  Acaso Jesús no dijo:

«Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos de ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos.

«Cuando, pues, des limosna, no hagas tocar trompeta delante de ti, . . . para ser alabados por los hombres; de cierto os digo que ya tienen su recompensa.

«Mas cuando tú des limosna, no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha, para que sea tu limosna en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará en público» (Mateo 6:1-4),

Estoy convencido de que cuando amamos sin condiciones, cuando nuestro interés primordial es el de servir, elevar, fortalecer, sin pensar en nosotros mismos, cuando no esperamos una recompensa inmediata por cada acción buena y generosa, cuando no nos preocupa lo que vamos a recibir, o lo que digan los demás, o si nuestras propias cargas serán aliviadas, y en forma desprendida ayudamos a otras personas, el milagro del poder del evangelio se manifiesta en nuestra vida.  Cuando le permitimos al Señor obrar por medio de nosotros para bendecir a los demás, esa sagrada experiencia genera poder en nuestra vida y ocurren milagros.  Bien lo dijo el Señor: «Porque por cuanto lo haces al más pequeño de éstos, a mí lo haces» (D. y C. 42:38).

El respeto y el amor deben ganarse, y no hay mejor forma de merecerlos que ayudando al prójimo.

Comenzad por poner todo el esfuerzo posible de vuestra parte para ayudar o acercamos a otras personas y sentiréis cómo el Señor os fortalece.  Os sentiréis más satisfechos con vosotros mismos y vuestra estima propia aumentará.  Vuestra vida se enriquecerá y tendrá más propósito y se os dará la capacidad de lograr cambios favorables 0 a vuestro alrededor.  Doy testimonio en el nombre de Jesucristo.  Amén.

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