Como copas de cristal

Conferencia General Abril 1983logo pdf
Como copas de cristal
Por el Élder F. Burton Howard
del Primer Quórum de los Setenta

F. Burton Howard«El arrepentimiento no es algo que se hace una vez en la vida, sino que dura toda nuestra existencia; es un reconocimiento constante de debilidad y error y una continua búsqueda de lo más elevado y lo mejor.»

Imaginemos dos copas de cristal, diferentes en tamaño y forma. Ambas son de alta calidad y han tenido mucho uso. A una de las copas la han tenido en un armario especial para vajilla; está limpia y transparente, con una atractiva apariencia. Refulge a la luz y está llena de agua clara.

La otra copa está cubierta de suciedad; por mucho tiempo no la han lavado y le han dado usos diferentes de aquél para el cual fue hecha. En los últimos tiempos la han dejado abandonada a la intemperie y ha servido de maceta para una planta; aunque la planta se secó, la copa todavía está llena de tierra y tiene un aspecto sucio y desagradable a la luz.

¿No somos todos como copas de cristal? Diferimos en tamaño y forma; algunos irradiamos un espíritu especial; otros somos desagradables. Algunos cumplimos el propósito de nuestra creación; otros no. Todos estamos llenos con las buenas experiencias o los escombros de toda una vida.

Algunos contienen mayormente cosas buenas: pensamientos limpios, fe, servicio al prójimo; éstos están llenos de conocimiento y paz. Otros esconden cosas oscuras y secretas. Con el tiempo se han llenado de suciedad, egoísmo y pereza; contienen duda, contención y zozobra.

Muchos saben que no viven de acuerdo con su potencial, pero por varias razones han descuidado los cambios que deben hacer en su vida. Algunos sienten anhelo sin saber qué anhelan y pasan la vida en una azarosa búsqueda de la felicidad. En cierta forma, son como la copa que pasó parte de su existencia llena de tierra. Intuyen que hay un propósito más alto en la vida; se sienten descontentos y tratan de encontrar el significado de su existencia. Primero, buscan fuera de sí mismos y prueban los placeres del mundo así como el caracol que salió a buscar su casa, y luego a dondequiera que van, descubren que no están más cerca que antes del objeto de su búsqueda.

Por último, miran dentro de sí mismos. Habían intuido desde el principio que ahí encontrarían la paz. Pero el pecado no es solamente un estado mental. La maldad nunca fue ni jamás será felicidad (véase Alma 41:10). Descubren que si no son justos nunca podrán llegar a ser felices (véase 2 Nefi 2:13), y deciden cambiar. Entonces se ven enfrentados al problema de convertir una maltratada maceta en una refulgente copa de cristal. Se preguntan: ¿Recibiré el perdón? ¿Valdrá la pena el esfuerzo? ¿Por dónde empiezo?

En el caso de la copa, es fácil comprender lo que se debe hacer, Se empieza por reconocer que se puede destinar a mejor uso; se busca un lugar donde vaciar el contenido, y allí se deja la tierra. Luego se lava la copa cuidadosamente con un buen detergente para quitarle los residuos y manchas. Se seca bien, se le da lustre, y se coloca una vez más con otras copas de cristal en el armario para la vajilla. Luego se le vuelven a dar el uso y el cuidado debidos.

Existe un proceso similar por el cual pueden purificarse las personas. El mal uso que han hecho de su vida queda olvidado; y se renuevan y cambian. Este es el principio del arrepentimiento. Cuando va acompañado por el bautismo autorizado, no sólo proporciona una limpieza inicial sino también una constante remisión de pecados. La participación en este proceso de purificación quizás sea lo más emocionante e importante que podamos hacer en la vida; tiene consecuencias trascendentales, y aun eternas. Pero, de un interés más inmediato, las recompensas del arrepentimiento son la paz y el perdón en esta vida.

Quisiera explicar lo que esto ‘ significa. Hace algunos años se me pidió que hablara a un grupo de jóvenes. No recuerdo exactamente de qué hablé, pero al final afirmé que nadie en aquel grupo, absolutamente nadie, había hecho nada por lo cual no pudiera ser perdonado.

Después que terminó la reunión, uno de ellos se me acercó y me dijo:

«Tengo que hablar con usted». Como tenía otro compromiso muy pronto, le pregunté si podía esperar o hablar con otra persona. Me contestó que ya había esperado muchos años y que se trataba de un asunto muy importante para él.

Aprovechando los pocos minutos que yo tenía disponibles, buscamos un cuarto vacío, entramos y cerramos la puerta.

—¿De veras quiso decir lo que dijo? —me preguntó—. ¿De veras?
—Quise decir ¿qué?—le contesté.
—Eso de que ninguno de nosotros había hecho nada por lo cual no pudiera ser perdonado—me respondió.
—Por supuesto—afirmé.

A través de las lágrimas fue saliendo su historia. Había nacido de buenos padres. Durante toda su vida había hablado con su madre de que saldría en una misión. Pero antes de los diecinueve años había cometido una seria transgresión. No sabía qué decir a sus padres, pero sí estaba seguro de que les destrozaría el corazón saberlo. Sabía que no era digno de ir en una misión, y con desesperación trató de encontrar alguna excusa. Así empezó a fumar, pensando que su padre podría aceptar eso mejor sin tratar de averiguar nada más. Pensaba que aunque eso apenaría a sus padres, no los haría sufrir tanto como la verdad.

Pronto supo que el obispo no se había desanimado al saber que fumaba, sino que le dijo que debía dejar el cigarrillo e ir en la misión. Para librarse del obispo, entró en el servicio militar. Pero allí se encontró bajo la influencia positiva de algunos buenos Santos de los Últimos Días y dejó de fumar. También pudo evitar tentaciones mayores; terminó su contrato militar, recibió un relevo honorable y regresó al hogar.

Sin embargo, todavía tenía un problema: sentía culpabilidad. Había evadido el cumplir una misión; había huido del Señor y sentía ese corrosivo descontento que experimenta una persona cuando sabe que no ha cumplido el propósito de su creación.

—Así que ya ve—me dijo—. No he vuelto a pecar; asisto a las reuniones, obedezco la Palabra de Sabiduría. ¿Por qué parece la vida tan vacía? ¿Por qué me parece que el Señor está disgustado conmigo? ¿Cómo puedo estar seguro de que he sido perdonado?
—Dígame lo que sepa del arrepentimiento—le pedí.

Evidentemente, había leído algo al respecto y me habló del reconocimiento, el remordimiento y la restitución. También había resuelto no volver a pecar jamás.

—Veamos cómo se aplican a usted esos principios —le dije—. Empecemos por el reconocimiento. ¿Cuál es la mejor indicación de que alguien reconoce que ha actuado mal?
—Lo admite —respondió.
—¿Ante quién?—le pregunté. Se quedó pensando.
—Supongo que a sí mismo.
—A veces el hombre se contempla bajo una luz sumamente favorable —le expliqué—. ¿No sería mejor evidencia de ese reconocimiento el decírselo a otra persona?

—Sí, por supuesto—respondió.
—¿A quién?
—Y . . . a la persona afectada—me dijo, y vaciló— . . . supongo que también al obispo.
—¿Lo hizo usted?—le pregunté.
—No, nunca—contestó—. Usted es la única persona a quien se lo he dicho.
—Quizás por eso nunca se haya sentido completamente perdonado —le sugerí.

No me contestó.

—Veamos el siguiente paso —continué—. ¿Qué significa sentir remordimiento?
—Sentir pesar—respondió.
—¿Siente pesar?—le pregunté.
—¡Ah, sí! —dijo—. Siento como si hubiera malgastado la mitad de mi vida.

Los ojos se le llenaron de lágrimas otra vez.
—¿Hasta qué punto debe sentir pesar?
—¿Qué quiere decir?—me preguntó extrañado.

Le respondí:

—Para ser perdonado hay que sentir pesar según Dios, sentir angustia en el alma y sincera contrición (2 Corintios 7:10). Ese pesar debe ser profundo y perdurable hasta el punto de motivar los pasos siguientes del arrepentimiento; de lo contrario, no es suficiente. El remordimiento debe ser tal que haga surgir una persona cambiada. Y esa persona debe demostrar que es diferente actuando en forma diferente y mejor que antes. ¿Hasta qué punto ha sentido pesar? —volví a preguntarle.

El vaciló.

—He cambiado—afirmó—. No soy el mismo de antes. Obedezco todos los mandamientos; querría resarcir a mis padres; he orado por el perdón, y he pedido perdón a la persona a quien dañé. Comprendo la gravedad de mi acción y haría cualquier cosa porque no hubiera pasado. Tal vez no haya sido tan bueno como podría haber sido, pero no sé qué otra cosa puedo hacer. En realidad, todavía no lo he confesado a nadie.

Le dije:

—Después de esta reunión, creo que podemos decir que ya lo ha hecho.
—Pero aun así —insistió—, ¿cómo podré llegar a saber que el Señor me ha perdonado?
—Esa es la parte fácil—respondí—. Cuando alguien se ha arrepentido sinceramente, siente paz interior; sabe que ha recibido el perdón porque, de pronto, la carga que ha llevado por largo tiempo, desaparece. Y la persona sabe que ha desaparecido. El todavía parecía dudar.
—No me sorprendería— continué que cuando salga de este cuarto descubra que gran parte del problema ha quedado aquí. Si se ha arrepentido completamente, el alivio y la paz que sentirá serán tan grandes que le testificarán de que el Señor lo ha perdonado. Si no le sucede hoy, creo que le sucederá muy pronto.

Ya era tarde para mi reunión. Abrí la puerta y salimos juntos del cuarto. Yo no sabía si volvería a verlo alguna vez, pero al domingo siguiente recibí en mi casa una llamada telefónica de aquel joven.

—Hermano Howard, ¿cómo sabía usted?
—¿Cómo sabía qué?—pregunté.
—¿Cómo sabía que me sentiría en paz conmigo por primera vez en cinco años?
—Porque el Señor ha prometido que El no se acordará más de los pecados—le dije (véase Hebreos 8:12).

Entonces me hizo otra pregunta: —¿Cree que la Iglesia tendría interés en un misionero de veinticuatro años? Si es así, me gustaría ir en una misión.

Aquel joven era como una de las copas de las que he hablado. Había estado expuesto a las inclemencias del mundo y se había llenado de impurezas y suciedad. Estaba disgustado. El pecado le había nublado la visión e impedido cumplir su potencial. Hasta que pudo encontrar una forma de arrepentirse, no pudo nunca ser lo que sabía que debía llegar a ser. Le llevó tiempo cambiar; requirió oración, y esfuerzo y ayuda externa.

Mi joven amigo descubrió que el arrepentimiento a menudo es una lucha silenciosa y solitaria. No es algo que se hace una vez en la vida, sino que dura toda nuestra existencia. Como lo dijo el presidente Stephen L. Richards una vez, es «un reconocimiento constante de debilidad y error y una continua búsqueda de lo más elevado y lo mejor». (En Conference Report, abril de 1956, pág. 91.)

Este joven llegó al conocimiento de que el arrepentimiento no es gratuito. Al igual que la fe sin obras es muerta (Santiago 2:17), el arrepentimiento también exige acción; no es para el débil ni el holgazán. Requiere un alejamiento completo de la maldad y una serie de obras o hechos que renueven el corazón y hagan a la persona ser diferente.

El arrepentimiento es trabajo arduo. No se limita a dejar de hacer algo; no es sólo reconocer que se ha errado 0 saber lo que debería haberse hecho. No es «un ciclo de pecar, arrepentirse y pecar otra vez» (Hugh B. Brown, Eternal Quest, pág. 102).

No es sólo remordimiento, sino más bien un principio eterno que, debidamente aplicado durante el tiempo necesario, siempre da como resultado la renovación, la purificación y el cambio.

El joven del que hablamos descubrió que cuando el pecado ha sido tan serio que pone en peligro su condición de miembro de la Iglesia, el pecador debe estar dispuesto a someterse a la jurisdicción y el juicio de la persona que tiene responsabilidad por él como miembro, y pedir que también le conceda el perdón.

Lo más importante es que aprendió que el arrepentimiento es un complemento indispensable del libre albedrío. El libre albedrío en el plan de salvación es la seguridad de que el hombre es libre de elegir la dirección que seguirá su vida. El arrepentimiento existe para que, al tomar los seres imperfectos decisiones imperfectas, puedan luego corregir su curso. Siguiendo las reglas del arrepentimiento, y por medio de la expiación de Cristo, los errores no se tienen en cuenta. El Señor mismo dice que no se acordará más de ellos (Hebreos 8:12). Gracias al milagroso don del perdón, las transgresiones se perdonan y se olvidan. Podemos quedar limpios y volver al sendero del propósito, el progreso y la paz.

Al arrepentirse, mi joven amigo se convirtió en una nueva persona, naciendo nuevamente del Espíritu. Llegó a comprender por sí mismo, y eso es lo importante, el significado de estas palabras del Salvador:

«Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.» (Mateo 11:28.)

Así lo testifico en el nombre de Jesucristo. Amén.

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