Conferencia General Octubre 1983
Nuestra responsabilidad de llevar el evangelio hasta los cabos de la tierra
élder Jack H. Goaslind, hijo
Del Primer Quórum de los Setenta
El mandato del Señor sigue vigente: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Marcos 16:15).
Hace algunos años se llevaba a cabo una serie de charlas fogoneros conocidas como «El último discurso», y a los invitados a disertar en ellas, eruditos miembros de la Iglesia, se les pedía que eligieran un tema que consideraran de tanta importancia como para desarrollarlo en el último discurso que jamás se les permitiera pronunciar. La selección de temas fue muy interesante. La idea surgió a mi mente de que el Señor también dio a sus discípulos un «último discurso» después de su resurrección, antes de ascender a los cielos, en el cual encontramos un concepto de profundo significado. De todos los temas de la biblioteca de la eterna sabiduría que El hubiera podido usar, simplemente dijo: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Marcos 16:15). Y los discípulos «saliendo, predicaron en todas partes, ayudándoles el Señor y confirmando la palabra con las señales que la seguían» (Marcos 16:20).
Deseo de todo corazón poder hablar esta noche sobre el último discurso del Señor, enseñándoos a todos vosotros poseedores del sacerdocio según los convenios y motivándoos a actuar como discípulos del Señor, con fe y en un espíritu de verdadera dedicación. De manera especial, espero que vosotros, jóvenes del Sacerdocio Aarónico, comprendáis la importancia de mis palabras, porque sobre vuestros hombros recaerá la gran responsabilidad de llevar el evangelio a los extremos de la tierra.
La vida de Dios, la vida eterna y exaltada que todos buscamos, está por naturaleza ligada a la salvación de las almas. La «obra y gloria de Dios» es «llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre» (Moisés 1:39). Dios se glorifica a sí mismo, progresa y realiza la continuación de sus obras al hacer posible la salvación de sus hijos (D. y C. 132:31).
Pablo dijo que Dios «quiere que todos los hombres sean salvos» (1 Timoteo 2:4). Para nuestro Padre Celestial «el valor de las almas es grande» (D. y C. 18:10), y «la redención de su vida es de gran precio» (Salmos 49:8). Por lo tanto, Dios envió a su Hijo, el Salvador y Redentor, a desatar las ligaduras de la muerte y a expiar los pecados del hombre carnal y caído. El Señor «sufrió el dolor de todos los hombres… para poder traer a todos los hombres a él con la condición de que se arrepientan» (D. y C. 18:11-12).
Nuestro llamado a predicar el arrepentimiento a todo pueblo es una consecuencia directa de la Expiación infinita y eterna (véase D. y C. 18:10-14). Es por medio de la enseñanza del evangelio y de la administración de las ordenanzas que la Expiación surte efecto en la vida de una persona. Pablo dijo: «¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quién les predique?» (Romanos 10:14).
El Salvador mismo fue un ejemplo de la manera en que debemos cumplir con este llamamiento. El anunció el propósito de su ministerio citando las palabras de Isaías en su primer discurso público que dio en una sinagoga de Nazaret:
«El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos;
«A predicar el año agradable del Señor» (Lucas 4:18-19).
El hecho de ser sus discípulos impone sobre nosotros una misión idéntica, pues El dijo: «Las obras que me habéis visto hacer, ésas también las haréis» (3 Nefi 27:21). En los esfuerzos que hagamos por salvar a nuestros semejantes, se nos ha investido del poder necesario para hacer todo lo que hizo el Salvador, excepto realizar la Expiación. De hecho, se nos ha dicho que debemos ser «salvadores de hombres»; de lo contrario seremos «como la sal que ha perdido su sabor» (D. y C. 103:10).
El Señor no ha dejado al azar la realización de esta sagrada obra; por medio de convenios sagrados ha dado a todos los miembros de su reino esta responsabilidad, invistiéndonos, a la vez, de poder para cumplir con estos convenios. Incluso los niños y los jóvenes tienen este sagrado deber y también el poder para hacerlo.
El élder John A. Widtsoe enseñó que en la vida preterrenal
«Acordamos… de ser no sólo nuestros propios salvadores, sino, hasta cierta medida, salvadores de todo el género humano… El desarrollo del plan no sólo vino a ser la obra del Padre y del Salvador sino también la nuestra» (Utah Genealogical and Historical Magazine, oct. de 1934, pág. 189). Nosotros comprendimos, como lo dijo el presidente George Albert Smith, que «no podemos recibir la benéfica gracia que nuestro Padre Celestial nos ha otorgado, el conocimiento de la vida eterna, y retenerla egoístamente, pensando que por medio de ella seremos bendecidos. No es lo que recibirnos que enriquece nuestra vida, sino lo que damos» (En Conference Report, abril de 1935, pág. 46). Por lo tanto, «quienes reciben el mensaje», dijo el élder Widtsoe, «están obligados … por el sempiterno convenio hecho antes de que este mundo fuera organizado … a hacer todo lo que esté en su poder por darlo a conocer a otros» (John A. Widtsoe, Priesthood and Church Government, Salt Lake City: Deseret Book Co., 1954, págs. 318-19).
Estas solemnes promesas premortales las renovamos y nos son confirmadas por medio de las ordenanzas de salvación. Por ejemplo, durante el bautismo hacemos convenio de «ser testigos de Dios a todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar en que [estemos], aun hasta la muerte» (Mosíah 18:9). Y la promesa que recibimos es que el Señor derramará «su Espíritu más abundantemente sobre [nosotros]» (Mosíah 18:10). También, al participar de la Santa Cena renovamos este convenio y recordamos las palabras que Cristo pronunció cuando nos dio esta sagrada ordenanza, de que debemos testificar de El ante todo el mundo; y por nuestra fidelidad, recibimos de nuevo la promesa de que tendremos su Espíritu con nosotros (véase D. y C. 20:77).
Nuevamente, en lugares santos somos «investidos con poder de lo alto», el cual nos permite ir «a todas las naciones» (D. y C. 38:32-33). Durante la dedicación del Templo de Kirtland, José Smith imploró que los siervos de Dios «salgan de esta casa armados con tu poder, y que tu nombre esté sobre ellos, y los rodee tu gloria, y tus ángeles los guarden; y que de este sitio lleven nuevas sumamente grandes y gloriosas, en verdad, hasta los cabos de la tierra» (D. y C. 109:22-23).
Al obedecer los mandamientos y cumplir estos convenios, somos santificados y purificados, y nacemos del Espíritu. Nos convertimos en recipientes dignos de recibir el Espíritu Santo y los dones del Espíritu que deben acompañar esta obra para que tengamos éxito. «El cumplimiento de los mandamientos», como lo explicó Mormón, «trae la remisión de los pecados; y la remisión de los pecados trae la mansedumbre y la humildad de corazón y por motivo de la mansedumbre y la humildad de corazón viene la visitación del Espíritu Santo, el cual Consolador llena de esperanza y de amor perfecto» (Moroni 8:25-26).
De manera que el amor es la evidencia de nuestra propia conversión y se manifiesta en el interés que tengamos por la salvación de los demás. Jacob le dijo a los nefitas: «Anhelo el bienestar de vuestras almas. Sí, grande es mi afán por vosotros» (2 Nefi 6:3). Los hijos de Mosíah «estaban deseosos de que la salvación fuese declarada a toda criatura, porque no podían soportar que alma humana alguna pereciera» (Mosíah 28:3).
Este amor, o caridad, es nuestra mayor posesión. Juan reconoció que «el perfecto amor echa fuera el temor» (1 Juan 4:18), el cual es el mayor obstáculo para experimentar el gozo del servicio misional. Es también por medio de el ejercicio de esa «fe que obra por el amor» (Gálatas 5:6) que podemos obtener poder espiritual, porque Dios «obra por poder, de acuerdo con la fe de los hijos de los hombres» (Moroni 10:7).
Como lo indicó Moroni, este amor perfecto viene como resultado directo de haber recibido la remisión de nuestros pecados. Por lo tanto, es esencial, «por el bien de retener la remisión de vuestros pecados de día en día» (Mosíah 4:26), que socorramos a nuestros hermanos y hermanas en sus necesidades tanto temporales como espirituales.
Debemos darnos cuenta de que hemos recibido de Dios un encargo divino, que pone en peligro nuestra salvación al no cumplirlo. El presidente Spencer W. Kimball dijo: «Si no cumplimos con nuestro deber en relación con la obra misional, estoy seguro de que Dios nos hará responsables por las personas que hubiéramos podido salvar de haber cumplido con nuestro deber» (Ensign, oct. de 1977, pág.5). Esta enseñanza le hace eco a las solemnes palabras de Jacob: «Y magnificamos nuestro ministerio ante el Señor, tomando sobre nosotros la responsabilidad, trayendo sobre nuestra propia cabeza los pecados del pueblo si no le enseñábamos la palabra de Dios con toda diligencia; para que, trabajando con todas nuestras fuerzas, su sangre no manchara nuestros vestidos: de otro modo, su sangre caería sobre nuestros vestidos, y no seríamos hallados sin mancha en el postrer día» (Jacob 1:19).
Esa es la advertencia. Nuestro bienestar eterno está en juego corno lo está también el de nuestros hermanos y hermanas que no son miembros de la Iglesia. Y sin embargo, las promesas por nuestra diligencia son gloriosas. Sabemos que:
El llevar almas al Señor es «la cosa que será de máximo valor para ti» (D. y C. 16:6).
Al proclamar el evangelio
«realizarás el mayor beneficio para tus semejantes, y aumentarás la gloria de aquel que es tu Señor» (D. y C. 81:4).
Aquellos que procuren establecer Sión «tendrán el don y el poder del Espíritu Santo» (1 Nefi 13:37).
Los siervos fieles serán «coronados con honor, gloria, inmortalidad y vida eterna» (D. y C. 75:5).
«¡Cuán grande no será vuestro gozo si me trajerais muchas almas!» (D. y C. 18:6).
Hermanos, permitidme decirlo con toda claridad. El trabajar por la salvación de otros es esencial para nuestra propia salvación. No podernos magnificar totalmente nuestro llamamiento según el juramento y convenio del sacerdocio, a menos que estemos anhelosamente consagrados a esta obra de la salvación, pues el sacerdocio se nos confiere para utilizarlo como instrumento de servicio.
En una ocasión el élder Bruce R. McConkie dijo: «Este llamamiento a la obra misional no nos deja ninguna alternativa u opción del camino que debemos seguir. No es simplemente una invitación que nos permite compartir el evangelio si queremos, o si lo creemos conveniente. El mandato es obligatorio y, si deseamos retener la gracia de Dios, no tenemos otra alternativa» (En Conference Report, oct. de 1960, pág. 54).
Jóvenes, ¿comprendéis por qué el presidente Spencer W. Kimball dijo que «todo hombre joven ha de cumplir una misión»? (Liahona, nov. de 1974, pág. 4).
El prestar este servicio no es algo optativo, sino que es su obligación. Y vosotros, parejas que ya están en la edad de la madurez, ¿entendéis que el presidente Kimball no ha puesto reparo alguno al decir que esta es también vuestra responsabilidad? (Véase Edward L. Kimball, ed., The Teachings of Spencer W. Kimball, Salt Lake City: Bookcraft, 1982, pág. 551.) El dijo: «El momento para ir es ahora» («Go Ye Into All the World», Universidad Brigham Young, Provo: 1974). Este servicio es tanto para vuestro beneficio como el de la Iglesia y el de los que no son miembros que recibirán vuestro mensaje. Estamos agradecidos por el aumento en el número de varones jóvenes y de parejas que sirven como misioneros. Os aseguramos que no hay nada más importante que podáis hacer que el preparamos para ir a una misión estudiando las Escrituras en un espíritu de oración, manteniéndoos moralmente limpios y viviendo en todos los aspectos, tanto espirituales como temporales, con la meta firme de ir a una misión.
He procurado enseñaros según vuestros convenios como miembros de la Iglesia y como poseedores del sacerdocio. Os insto a que le pidáis al Señor un testimonio de la responsabilidad de predicar el evangelio que por convenio habéis asumido. Y así, al guardar todos los «convenios que os ligan», el Señor hará «estremecer los cielos para vuestro beneficio» (D. y C. 35:24).
Yo sé que la oportunidad y responsabilidad del servicio misional es la acción de mayor mérito que podamos realizar; bendición que para apreciar tenemos que experimentar.
Concluyo con la pregunta hecha por el profeta José Smith: «Hermanos, ¿no hemos de seguir adelante en una causa tan grande?» (D. y C. 128:22), en el nombre de Jesucristo. Amén.
























