Conferencia General Abril 1984
La práctica de la verdad
Obispo J. Richard Clarke
Segundo Consejero en el Obispado Presidente
«Creo que una de las lecciones más importantes que un padre puede enseñar a su hijo es que la integridad y el honor no se logran sin pagar un precio. Generalmente requieren de sacrificio, muchas veces de inconveniencias, y a menudo de bochorno.»
En el libro de Juan leemos este famoso diálogo entre Pilato y Jesús de Nazaret. El Salvador era un enigma para el romano, que le preguntó: «¿Eres tú rey?» Jesús le contestó: «Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad. . .» (Juan 18:37). Pilato desvió el tema, haciéndole la pregunta de todos los tiempos: «¿Qué es la verdad?» (Juan 18:38). Pero no esperó la respuesta. Dudo de que pensara recibirla. Pilato sabía que «la verdad» había sido tema predilecto de la polémica entre los filósofos romanos y griegos durante siglos, y continuaba siendo el objeto de su búsqueda filosófica.
No tengo el propósito hoy de analizar lo abstracto, sino que hablaré de la práctica de la verdad. Esta es, al mismo tiempo, el principio y su aplicación. Un escritor dijo lo siguiente:
«La verdad es lealtad hacia lo que consideramos justo; es vivir valerosamente en armonía con nuestros ideales; es siempre una fuerza.
«La verdad no acepta una definición absoluta. Como la electricidad, sólo se puede explicar al verla manifestarse. Es la brújula del alma, el guardián de la conciencia, la prueba definitiva de lo correcto. La verdad es la revelación de lo ideal, pero también es la inspiración para alcanzarlo, el constante impulso para vivir de acuerdo con él.» (Power o Truth, William George Jordan, Salt Lake City, Deseret Book, 1935, pág. 3.)
Como Santos de los Últimos Días estarnos dedicados a los principios de la verdad. Buscamos la verdad; creemos en la verdad; y sabemos que «la verdad nos hará libres». (Juan 8:32.) Para ser verdaderos discípulos, debemos establecer armonía entre los principios que profesarnos y las verdades que practicamos. Debernos ser como los del pueblo de Ammón, que «se distinguían por su celo para con Dios, y también para con los hombres; pues eran completamente honrados y justos en todas las cosas; y eran firmes en la fe de Cristo, aun hasta el fin».
Nuestras almas no deben ser como «sepulcros blanqueados», que por fuera son hermosos pero por dentro son espacios vacíos desprovistos de toda cosa buena. (Mateo 23:27.) No debemos «parecer» sino más bien ser lo que Dios espera de sus hijos.
La práctica de la verdad, la prueba máxima de nuestros cometidos, se denomina de muchas maneras. Por ejemplo: honradez, integridad, corrección, probidad. Me gusta esta última; es una palabra que proviene del latín probitás, que significa bondad, y del probare, que se refiere a examinar o confirmar algo. Una persona que ha logrado la probidad por la disciplina, hasta que aquélla forma parte de su naturaleza, es como una brújula moral que indica automáticamente «el Norte» de la verdad, bajo cualquier circunstancia, y se esfuerza por tener una honradez instintiva que le haga actuar correctamente por impulso, sin pesar las ventajas o desventajas de la situación.
«El que hace de la verdad su consigna», escribió el escritor Jordan, «cuida sus palabras y procura ser exacto, sin omitir ni agregar nada; sus palabras suenan sinceras y llevan una marca de pureza . . . Su promesa es de confiar, y se le da el mismo valor de un contrato; se sabe que, no obstante lo que le cueste cumplir su palabra con acciones, así lo hará.» (Power of Truth, pág. 5.)
El presidente N. Eldon Tanner contaba lo siguiente. Un hombre joven fue a verlo y le dijo:
—Hice con alguien un acuerdo por el que debo pagarle una suma anual de dinero. Estoy atrasado en los pagos, y para ponerme al día tendría que perder mi casa. ¿Qué hago?
El presidente Tanner le contestó: —Cumpla con el acuerdo.
—¿Aunque pierda la casa? —le preguntó el hombre.
—No estamos hablando de su casa, sino del acuerdo al que llegó. Creo que su esposa preferirá tener un marido que
es fiel a su palabra, satisface sus obligaciones y cumple sus convenios, aunque vivan en una casa alquilada, que tener una propiedad y un marido cuya palabra no vale nada. (En Conference Report, oct. de 1966, pág. 99.)
Hace unos años tuve una experiencia interesante durante la conferencia general. Fui a una tienda, a hacer una compra y cambiar un cheque. Como no era de Utah me mandaron a la cajera principal, la cual me pidió una identificación. Abrí la billetera, y al sacar unas tarjetas de crédito, la recomendación para el templo cayó sobre el mostrador. La cajera me dijo:
—Le acepto ésa.
—¿Cuál?—le pregunté.
—La recomendación para el templo —me contestó—. Es vigente ¿verdad?
—Sí—le dije.
—Es suficiente.
En todo el camino iba meditándolo. Pensé: ¿No sería una gran idea tener una tarjeta de crédito mormona? El mormón que la tuviera sería siempre digno de confianza, honrado con sus empleadores y cumplidor con sus acreedores. Nuestros profesionales, comerciantes y gente de negocios no transigirían en su integridad por amor al dinero. Cada uno de ellos respaldaría su labor con un nombre honorable, y todos se esforzarían por alcanzar la excelencia. ¿No sería magnífico ser «diferentes» y que fuéramos reconocidos por nuestra honradez y la calidad de nuestros servicios? La norma de integridad de los mormones debería ser la más elevada del mundo, porque somos el pueblo del convenio de Dios. El Señor no hace acepción de razas ni nacionalidades, sino espera que todos sus santos vivan de acuerdo con las normas del evangelio.
Creo que el observar una ley de la verdad tiene siempre su efecto acumulativo. Nuestro carácter es un complejo de sistemas de soporte coordinados, semejantes a una obra de ingeniería; cada armazón, columna y viga contribuye a la fortaleza o la debilidad de la estructura total. Las virtudes de una persona honrada se combinan para formar un todo armonioso, mientras que aquel que es íntegro cuando le conviene, según el momento y las circunstancias, nunca encuentra un equilibrio seguro.
El general David Shoup, ex Comandante de la Infantería de Marina delos Estados Unidos, consideraba fundamental la constancia en la práctica de los valores morales. Al hablar de los infantes de marina que eran infieles a su esposa, dijo:
«No es el acto en sí del adulterio lo que más me preocupa, pues eso es, podríamos decir, el producto derivado. Lo esencial es esto: Un hombre que puede justificarse al quebrantar el convenio que hizo ante Dios y el hombre am los votos matrimoniales, también puede, si lo desea, o si se le presiona debidamente, justificarse en romper el pacto que hizo al convertirse en oficial del cuerpo de Infantería de Marina. U n hombre que puede traicionar a su esposa e hijos por la lujuria puede traicionar a su país con el propósito de lograr sus propios fines.»
Mis hermanos, a menudo no nos comportamos a la altura de nuestros ideales. Pero si deseamos elevar nuestra norma de integridad, debemos poner la meta por encima de nuestro alcance actual. Todos debemos perder viejos hábitos y formar otros nuevos. Sin duda, lleva tiempo el perfeccionar el carácter, y es probable que no lo logremos totalmente en esta vida. Pero debemos medir el éxito según el esfuerzo que hagamos y las pequeñas mejoras que logremos hasta alcanzar la meta. Un periodista norteamericano describe la integridad corno «el pan de la vida para el hombre verdadero. . . para el que no busca alargar sus días sino lograr calidad espiritual».
El lugar donde mejor se aprende a amar la verdad y a practicarla es el hogar. El Señor ha puesto sobre los padres la responsabilidad de enseñar «a sus hijos a orar y a andar rectamente delante del Señor» (D. y C. 68:28). Y también ha dicho: «Os he mandado criar a vuestros hijos en la luz y la verdad» porque «la luz y la verdad desechan a aquel inicuo» (D. y C. 93:37, 40).
Los niños aprenden a amar la verdad viendo a sus padres practicarla; aprenden a imitar el carácter noble. Ellos no necesitan sólo sermones, sino modelos de constancia. Creo que una de las lecciones más importantes que un padre puede enseñar a su hijo es que la integridad y el honor no se logran sin pagar un precio. Generalmente requieren de sacrificio, muchas veces de inconveniencias, y a menudo de bochorno.
Con el permiso del presidente Jeffrey Holland y su simpática hija, Mary, contaré algo que les pasó hace unos años. Es un ejemplo de lo que he tratado de decir: la verdad, no en teoría, sino en acción. Cuenta el hermano Holland:
«Una noche llegué muy tarde del trabajo, y noté que Mary, mi hija de nueve años, estaba muy angustiada . . . Le pregunté si se sentía bien y asintió con la cabeza; pero yo me di cuenta de que no era así. Me quedé esperando mientras se preparaba para dormir, y tal como había pensado, fue hasta donde yo estaba.
—Papá, —me dijo—tengo que hablarte.
«La tomé de la mano, y mientras nos dirigíamos al dormitorio rompió a llorar. —Esta mañana en la tienda vi una cajita de polvos y pensé que a mamá le gustaría mucho. Sabía que sería cara, pero la agarré sólo para mirarla.
«Hubo otros sollozos antes de que pudiera seguir.
—Se me cayó al suelo, y cuando la levanté, vi que el espejo se había roto. ¡No sabía qué hacer, papá! No tenía dinero para pagarla, y estaba sola . . . Así que la puse en el estante otra vez y salí de la tienda. ¡No fui honrada, papá!
«Y siguió llorando. Tomé en mis brazos a aquel cuerpecito que se sacudía con el dolor del remordimiento. Me dijo:
—¡No puedo dormir, ni comer, ni decir mi oración! ¿Qué voy a hacer?
¡Nunca me voy a olvidar de lo que hice! «Mi esposa y yo le hablamos mucho rato esa noche. Le dijimos que estábamos muy orgullosos de ella por su honradez . . . y que nos hubiera desilusionado si hubiera podido comer o dormir muy bien. Le dije que tal vez la cajita no costara mucho, y que iríamos a hablar con el gerente de la tienda, le explicaríamos lo sucedido, y pagaríamos entre los dos el precio; y que si la cajita todavía estaba allí, quizás podríamos comprarla para su mamá. Aquel espejo roto le haría recordar siempre que su hijita era totalmente honrada y espiritualmente sensible . . .
«Poco a poco las lágrimas desaparecieron, el cuerpecito aflojó la tensión, y Mary nos dijo:
—Creo que ahora puedo decir mi oración.» («The Excellence of the Actors», Brigham Young University, 1978, Reunión del profesorado.)
Hemos tratado de enseñar a nuestros hijos que el ser verídico es la virtud principal. Si ponen en práctica ese gran principio, todo lo demás encajará.
Puesto que Jesús de Nazaret era la personificación de la verdad, nosotros debemos dar testimonio de ella. Podemos hablar de nuestra religión; podemos contar manifestaciones maravillosas y dones y poderes; podemos profesar ideales elevados y valores nobles. Pero la prueba de nuestra devoción es la forma en que conducimos nuestra vida diaria.
Hagamos el convenio que hizo Job, al extremo de su resistencia:
«Hasta que muera, no quitaré de mí mi integridad.
«Mi justicia tengo asida, y no la cederé; no me reprochará mi corazón en todos mis días.» (Job 27:5-26.)
El salmista preguntó: «Jehová, ¿quién habitará en tu tabernáculo? ¿Quién morará en tu monte santo?»
Y la respuesta:
«El que anda en integridad y hace justicia, y habla verdad en su corazón.» (Salmos 27: 1-2.)
En el nombre de Jesucristo. Amén.
























