Conferencia General Abril 1985
«Iré y haré lo que el Señor ha mandado»
Obispo Glenn L. Pace
Segundo Consejero en el Obispado Presidente
«Tengo confianza en que Dios da a cualquier hombre o mujer la habilidad suficiente para desempeñar el cargo al cual los llama.»
Presidente Kimball, queremos que sepa que le queremos. Antes de hablaros del tema que he escogido, quisiera pedir disculpas a las personas aquí reunidas y en todo el mundo que tienen que escuchar esta conferencia por medio de interpretes. Durante el año pasado he tenido el privilegio de viajar por muchos de vuestros países y he aprendido a amaros y a respetaros a vosotros. Os pido disculpas porque no puedo hablaros en vuestro propio idioma. Ruego que el Señor nos bendiga mientras os hablo para que podáis entenderme como si estuviera hablándoos en vuestra propia lengua. Tal vez, algún día los miembros de esta zona de Utah tengamos que utilizar audífonos para entender lo que se dice en el Tabernáculo.
Espero poder haceros ver la humildad con que acepto este llamamiento. Hace poco me relevaron del puesto de segundo consejero. Es difícil expresar lo que uno siente cuando un día es el segundo consejero de un barrio y al otro, es el segundo consejero del Obispado Presidente. En el seminario para Representantes Regionales, efectuado el viernes por la mañana, el élder Russell M. Nelson nos dijo que el año pasado, en ese mismo seminario, se encontraba sentado en el fondo del salón sin llamar la atención, sintiéndose muy tranquilo, y que mas tarde ese mismo día le hicieron una entrevista que cambió su vida completamente. El viernes pasado asistí al seminario para Representantes Regionales, pero el boleto de mi entrada ni siquiera decía «Representante Regional»; sólo decía «Invitado». Para las cuatro de esa tarde ya había recibido una carta firmada por el presidente Hinckley en la que me notificaba que tenia que hablar trece minutos en la sesión del domingo por la tarde, en la Conferencia General. La primera pregunta que le hice al presidente Hinckley no fue «¿De que quiere que hable?», sino, «¿Que hago para que me dejen entrar?»
Hacia apenas tres días, el miércoles de noche, había estado ensayando una obra de teatro en el barrio. (A propósito, hermana Lalli, si me esta escuchando, discúlpeme por no haber ido al ensayo ayer.) En enero me relevaron del obispado después de servir cuatro años. Cuanto amaba ese cargo y a los hermanos con los cuales servia, al obispo Lee J. Lalli y a su capaz primer consejero D. Ray Alexander.
Desde mi relevo he estado viajando mucho y por eso no he tenido un llamamiento por dos meses. Durante ese ensayo del miércoles pasado, le hice saber al nuevo obispo, Russ Herrscher, que estaba listo para tener otro llamamiento. No quiero que penséis que aspiro a puestos en la Iglesia, pero le dije a la presidenta de la Primaria, Susan Mabey, que deseaba enseñar una clase y, de ser posible, la de mi hija de siete años. Se que la santificación no se logra por tener un llamamiento especifico, sino por medio de actos sinceros de servicio para los cuales no existe un llamamiento especifico.
Ahora, pese a la humildad con que acepto este llamamiento, tengo plena confianza en que podré desempeñarlo. No obstante, esto no significa confianza en mi mismo, sino en el hecho de que Dios da a cualquier hombre o mujer la habilidad suficiente para desempeñar el cargo al cual los llama. Por lo tanto, os afirmo clara, pero humildemente: «Iré y haré lo que el Señor ha mandado, porque se que el nunca da mandamientos a los hijos de los hombres sin prepararles la vía para que puedan cumplir lo que les ha mandado» (1 Ne. 3:7).
Hermanos y hermanas, nunca he sido obispo, y desde la tarde del viernes me he sentido asombrado, perplejo y hasta agobiado preguntándome cómo podía un hombre ser llamado al Obispado Presidente sin haber tenido la experiencia de ser obispo. Esto me tuvo sumamente preocupado por veinticuatro horas hasta que, ayer por la tarde, cuando el presidente Hinckley puso las manos sobre mi cabeza y me ordenó obispo, oí la voz del Señor decir a mi corazón: «No, Glenn, nunca habías sido obispo, pero ahora lo eres, y siempre lo serás».
Hace varios años hice un convenio con el Señor. Le prometí que le daría cualquier cosa que requiriera de mi, y a cambio le pedí que perdonara mis transgresiones. Ayer le di lo ultimo que me quedaba; era algo que yo atesoraba, y lo retuve hasta el ultimo momento, pues nunca se me ocurrió que fuera por eso egoísta. Dicha posesión voló por la ventana de mi casa cuando encendí el televisor para mirar las noticias de las diez de la noche y vi mi imagen en la pantalla. Me refiero al anonimato . ¡Doy cualquier cosa por pasar inadvertido! ¡No ansío sentarme de traje azul en el palco cerrado con las Autoridades Generales durante los partidos de fútbol americano de la Universidad Brigham Young! Quiero sentarme en las gradas con mi padre, vestido con una camiseta que dice «BYU ES NUMERO 1». Quiero confesar que tengo todas las razones del mundo para ser fanático de BYU. Nací, me crié y estudie en Provo, Utah; hice toda mi carrera en la Universidad Brigham Young y en ella me gradué; soy miembro de la Iglesia y trabajo para la Iglesia. Como veis, razones no me faltan. Quiero dejarme llevar por el entusiasmo en las gradas mas altas del estadio de San Diego, como lo he hecho los últimos cuatro años en el partido Clásico de fin de año, con la excepción del que Jugaron contra el equipo del Estado de Ohio, que nos venció rotundamente; ese partido me dejó sumamente deprimido. Todavía me queda una esperanza de que tal vez las autoridades me permitan sentarme con el élder Perry en los partidos. No obstante, rindo al Señor mi preciado anonimato, al igual que mi vida, si fuera necesario.
Amo a nuestro Señor Jesucristo. Aprecio la transformación que ha ocurrido en mi gracias a su Expiación. Otros oradores han hablado de El con tanta elocuencia. ¡Cómo me gustaría tener la facilidad de palabra para expresar mis sentimientos en esta tarde de Pascua! Quisiera agregar mi sencillo testimonio al de los que han tomado la palabra antes que yo. Aunque una vez me encontraba en tinieblas, ahora veo la luz. Así como una vez perdí la fe, ahora se que todo es posible con la ayuda del Señor. Una vez sentí vergüenza y ahora El «me ha llenado con su amor hasta consumir mi carne» (2 Ne. 4:21). Me ha «envuelto entre los brazos de su amor» (2 Ne. 1:15).
Expreso mi profunda lealtad al obispo Hales y a su primer consejero, el obispo Eyring. No traicionare la confianza que han depositado en mi. Expreso mi amor y lealtad a la Primera Presidencia, al Consejo de los Doce Apóstoles, al Primer Quórum de los Setenta y a los que amo mas que a nadie, a los miembros de la Iglesia. Quisiera expresar mi amor por mi esposa; sin su amor y su comprensión ciertamente no me encontraría aquí hoy. Amo a mis hijos, los que también tendrán que dejar el anonimato, además de renunciar la parte del tiempo que ahora les dedico. ¡Cómo quisiera abrazar a mi hijo mayor que esta sirviendo una misión en las Islas Cook! Agradezco a Dios el haber nacido de buenos padres. Tuve que rogarle a mi madre que no se pusiera de pie y me sacara una fotografía cuando vine por primera vez al estrado, ayer de mañana. Pero, ¿que me hubiera sucedido si durante aquellos años formativos ella no hubiera demostrado ese mismo orgullo y entusiasmo por todo lo que yo hacia, por pequeño que fuera? Mi padre, el obispo Kenneth L. Pace, era el obispo del Barrio Bonneville, de la Estaca Provo Este durante mi adolescencia. El sobresale en mi mente como el ejemplo del amor puro de Cristo durante toda su vida.
Finalmente, quisiera compartir con vosotros la suplica de mi corazón. Que durante mi servicio pueda demostrar el valor de mis convicciones de la misma forma que lo hizo el obispo Victor L. Brown; que pueda adquirir la objetividad inspirada para juzgar del obispo H. Burke Peterson; que pueda llegar a ser franco, abierto, cálido y bondadoso como el obispo J. Richard Clarke; que pueda demostrar el mismo amor y lealtad hacia el obispo Hales que el hermano de José Smith, Hyrum, le demostró a el. Y. por ultimo, que los tres, como Obispado Presidente, podamos llegar a sentir el mismo amor, respeto y unidad que el obispado del barrio en el que serví. En el nombre de Jesucristo. Amén.
























