Conferencia General Octubre 1986
Regresad al Señor
élder F. Burton Howard
del Primer Quórum de los Setenta
«El Señor realmente sabía lo que decía cuando dijo: ‘Quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y, yo, el Señor, no los recuerdo más.
Desde el principio, los profetas han llamado a casi todos los hombres al arrepentimiento. A los que no han conocido el evangelio se les ha exhortado a abandonar su vida pecaminosa, a guardar los mandamientos y a unirse al pueblo del Señor.
Pero los profetas también han implorado a otro grupo de personas: los que una vez creyeron, pero abandonaron la fe de sus padres por orgullo, por pecado o por alguna otra razón. Dentro de este grupo están los menos activos, los críticos, los rebeldes y los que no se deciden a cumplir. Estos son los miembros de la Iglesia que se han apartado de Dios al pasar el tiempo. A ellos siempre se les ha extendido la invitación de regresar al Señor.
Al pensar en miembros de la Iglesia que se arrepienten y vuelven a ser activos, acuden a nuestra mente las historias de Saulo y de Alma. Algunos quizás estén esperando recibir una experiencia milagrosa similar a la de ellos antes de volver. Sin embargo, probablemente esperaran en vano, porque, como el Salvador enseñó a sus discípulos, »si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos» (Lucas 16:31).
Sin contar con algún incentivo como ese para cambiar, quizás algunos se pregunten si es posible dejar la duda y regresar a la fe. ¿Puede un cínico realmente llegar a ser como un niño pequeño’? ¿Puede un esclavo del habito o de la pasión realmente llegar a ser libre de nuevo? ¿Existe un camino de regreso? Si es así, ¿vale la pena el esfuerzo de encontrarlo y seguirlo? ¿Por dónde y cuándo comienza uno’?
Hay un camino, porque ciertamente los profetas no enseñan en vano. Y el Señor escucha las oraciones de maestros, líderes y padres que oran por el regreso de los que están perdidos.
Quizá algunos piensen que el camino no está bien definido, ya que en las Escrituras hay pocos ejemplos de antiguos creyentes que se hayan arrepentido. Pero sin embargo, el hecho es que miles han regresado de la inactividad. Permitidme hablaros de algunos que lograron hacerlo.
Cuando se me llamó a ser obispo, heredé un barrio muy grande. Muchos de los ochocientos miembros no iban a la Iglesia. Nunca los había conocido y me decidí a hacerlo.
Un domingo por la tarde en noviembre. fui a visitar a una familia inactiva. Al acercarme a la casa, vi a una mujer que barría el patio. Me presente como el nuevo obispo y le pregunte si su esposo estaba en la casa.
»Si», me respondió, «pero no quiere hablar con usted. Estamos cansados de que se nos moleste. Mi esposo le pidió al otro obispo que quitaran nuestros nombres de los registros de la Iglesia. No queremos recibir maestros orientadores y no queremos que vengan a recoger las ofrendas de ayuno. Simplemente queremos que nos dejen en paz.»
Después agarró la escoba como arma. «Ahora. váyase», me dijo. »Salga de mi patio y no regrese nunca.’ Mientras salía yo del patio, me amenazaba con la escoba. Balbucee unas palabras de disculpa, pero ella no hizo caso. Váyase», me dijo. Y me fui.
Esa noche no dormí bien. Me había humillado. Y lo peor de todo, me parecía, era que le había faltado el respeto a mi oficio de obispo. Para el martes en la noche, casi había decidido que debíamos excomulgar a la mujer y a su esposo. Un consejero sabio y una lectura cuidadosa de las instrucciones recibidas de las oficinas de la Iglesia me convencieron de que no lo hiciera.
Los saludaba cuando en ocasiones los veta en la calle, pero nunca regrese a su hogar. Sin embargo. asignamos a un pariente de ellos que los visitara cada mes y velara por ellos. Que yo sepa, nunca se les dio ningún mensaje del evangelio, y no tuvieron ningún otro contacto significativo con la Iglesia durante los años que yo serví como obispo.
Después de un tiempo, se dividió el barrio. Fui relevado y llamado a ser presidente de la estaca. Otro martes por la noche, varios años más tarde, uno de nuestros obispos llegó a las oficinas de la estaca y me preguntó si podría recibir más tarde a una pareja de edad avanzada que deseaba una recomendación para el templo. Él había estado ayudándoles por meses y finalmente estaban listos para ir al templo
«Usted tal vez los conozca, presidente», me dijo, y mencionó el nombre de la mujer de la escoba.
Estaba ansioso por que llegara el momento de la entrevista. Como a las nueve de la noche el obispo trajo a una pareja mayor bien vestida, a mi oficina y me los presentó. Los reconocí como las personas a las que había conocido, pero por algún motivo me parecían diferentes. Invite a la hermana a que pasara a mi oficina. Le pregunte si sabía quién era yo, y ella respondió:
-Si, como no; usted es el presidente de la estaca.
-¿Recuerda un domingo por la tarde en noviembre, hace trece años’? -le pregunte-. Un joven obispo llegó su puerta para ver si a usted y a su esposo les gustaría ser más activos en la Iglesia. ¿Recuerda que lo echó?
-No recuerdo nada de eso-me dijo. Estoy segura de que nunca hubiera hecho nada así.
Después le dije:
-Tengo otra pregunta. ¿Por qué esperaron tanto tiempo para regresar a la Iglesia?
-Pues! siempre sabíamos que algún día tendríamos que volver a activarnos-me respondió-. Quisimos hacerlo, pero nunca lo hicimos. Mi esposo fumaba mucho, y no se sentía bien al ir a la Iglesia. Ore durante años para que dejara de fumar. Cuando empezó a tener problemas de salud hace un par de años, nos pareció un buen momento para regresar.
Terminé la entrevista y hablé también con su esposo. Eran totalmente dignos. Poco después fueron al templo para sellarse.
¿Pusieron atención en los elementos de su regreso? No fue fácil. Siempre habían sabido. Ella había orado por años. Habían desperdiciado mucho tiempo. Finalmente, antes de que fuera demasiado tarde, hablaron con el obispo, se arrepintieron, olvidaron sus viejas actitudes y sus viejos hábitos, y regresaron.
Otra persona que regresó fue Aminadab (véase Helamán 5). Había pertenecido a la Iglesia de Dios pero se había vuelto crítico y contencioso. Aparentemente estaba de acuerdo con la oposición, porque estaba presente cuando dos misioneros jóvenes llamados Nefi y Lehi fueron apresados por el ejército lamanita.
Lo cubrió una nube de oscuridad, y escuchó una voz apacible y suave que le susurraba: ‘‘Arrepentíos. . . y no intentéis más destruir a mis siervos». Sorprendido, se volvió para ver a Nefi y a Lehi, y vio que sus semblantes brillaban a través de la oscuridad, y parecían estar alzando la voz al cielo (véase el vers. 36).
Entonces Aminadab los reconoció como lo que eran. Con una voz fuerte les dijo a los lamanitas que los jóvenes eran siervos de Dios. Cuando el ejército se volvió para mirar, también se dieron cuenta de la oscuridad que los rodeaba. Le preguntaron a Aminadab como podrían dispersarla, y el, valiéndose, creo yo, de la verdad que había aprendido en otro tiempo, dijo:
»Debéis arrepentiros y clamar al Señor, hasta que tengáis fe en Cristo, . . . y cuando hagáis esto, será quitada la nube de tinieblas que os cubre» (vers. 41).
Ahora fijaos de nuevo que las Escrituras hablan de que las tinieblas cubren a los que han abandonado la fe. El efecto de esas tinieblas es impedir que uno pueda ver claramente. Para encontrar el camino de regreso, tal como lo descubrió Aminadab, es necesario arrepentirse y orar hasta que las dudas y las tinieblas desaparezcan y se puedan ver de nuevo las cosas importantes.
Un relato para terminar, nuevamente de la época cuando era obispo. Una noche, estando profundamente dormido, tocaron el timbre de la puerta. A tientas llegue a la puerta y encontré allí a un joven miembro del quórum de presbíteros. Lo conocía bien, lo suficientemente bien como para haber ido a acampar con él, orado con él y acerca de él y para haberle enseñado. Lo conocía tan bien como un buen obispo conoce a cualquiera de los presbíteros activos de dieciocho años de edad, lo cual me dio la confianza para preguntarle que hacía en mi puerta a medianoche.
Me dijo: «Tengo que hablarle, obispo. Acabo de hacer algo muy grave, y no puedo ir a casa».
Tenía razón; en realidad era grave. Lo invite a pasar y conversamos. El habló y yo escuche, y después yo hable y el escuchó, hasta que amaneció. Tenía muchas preguntas. Había cometido un pecado terrible, y quería saber si tenía esperanzas. Quería saber cómo arrepentirse. Quería saber si el arrepentimiento incluía decirles a sus padres lo que había hecho y si habría alguna posibilidad de que aun pudiera ir a la misión. Quería saber muchas cosas más.
Yo no con taba con todas las respuestas, pero le dije que había esperanzas. Le dije que el camino de regreso sería difícil, pero que era posible. Le explique lo que sabía acerca del proceso del arrepentimiento y le ayude a comprender lo que debía hacer. Le dije que si realmente deseaba ir a la misión, que solamente se podría tomar esa decisión en el futuro, después de que se hubiera arrepentido. Entonces le dije que se fuera a casa, y así lo hizo.
Hizo las paces con sus padres. Les pidió perdón a los que había ofendido. Se apartó del pecado y de las malas compañías e hizo todo lo posible por arrepentirse.
Un año más tarde, cinco de los jóvenes de ese quórum fueron a la misión, y él era uno de ellos. Yo me sentía cerca de todos ellos. Asistí a sus despedidas. Todos ellos terminaron honorablemente sus misiones. Poco después de regresar de la misión, todos se casaron en el templo. Mi esposa y yo asistimos a todas las ceremonias. Aun ahora, si quisiera, podría tomar una hoja de papel y escribir los nombres de todos ellos, de sus esposas y de algunos de sus hijos. Así de bien los conocía.
Pero ahora permitidme relataros algo más, algo muy privado y muy importante. No recuerdo el nombre del joven que llegó a mi hogar a medianoche. Sé que era uno de los cinco, pero no recuerdo cuál de ellos.
Hubo un tiempo en que eso me preocupaba Pensaba que quizá me estuviera fallando la memoria. Conscientemente trataba de recordar quien era el que había tenido el problema, y no podía.
Con el tiempo fui relevado y borre el incidente de mi mente. Unos años más tarde, andaba caminando y de repente me encontré dentro de los límites del barrio donde había sido obispo. En el silencio acudieron a mi mente muchos recuerdos. De repente comprendí que caminaba enfrente de una casa donde había vivido uno de mis presbíteros años atrás. Me vino a la mente la historia del joven que mencione y de nuevo trate de recordar cuál de los cinco jóvenes era. ¿Había vivido en esta casa?, me preguntaba. ¿Por qué no podía recordar?
Al continuar caminando, algo sucedió, algo difícil de explicar, pero algo muy real para mí. Me pareció escuchar una voz que decía: «, No comprendes, hijo mío? Yo lo he olvidado. ¿Por qué te has de acordar tú?»
Me sentí mortificado. No había respuesta satisfactoria a la pregunta. Nunca más me he preguntado quien era y por qué no me acuerdo. Entonces supe, con más seguridad que nunca, que el Señor se siente complacido cuando sus hijos regresan a él.
Todos los pastores y todas las ovejas perdidas deben comprender este último concepto. El Señor realmente sabía lo que decía cuando dijo: «Quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y, yo, el Señor, no los recuerdo más» (D. y C. 58:42).
Hace algunos años estaba de moda entre ciertos círculos la frase: «Nunca puedes regresar a casa». Eso sencillamente no es verdad. Es posible regresar. Es posible que los que han dejado de orar vuelvan a orar. Es posible que los que estén perdidos encuentren el camino en la oscuridad y regresen al hogar.
Y cuando lo hagan, sabrán, como yo sé, que al Señor le importa más lo que el hombre es que lo que fue, y le importa más dónde está que dónde estuvo. Lo testifico en el nombre de Jesucristo. Amén.
























