Conferencia General Abril 1988
El sepulcro vacío testifico
por el presidente Gordon B. Hinckley
Primer Consejero de la Primera Presidencia
Ninguno se compara con la victoria del solitario y torturado personaje que colgó de una cruz del Calvario y que derrotó a la muerte y otorgó el gran don de la vida eterna a toda la humanidad.
Quisiera ahora compartir con vosotros algunos pensamientos sobre las cosas eternas de Dios y ruego que su Espíritu me guíe.
Si repito algunas de las cosas que mis hermanos ya han dicho, es porque esta mañana es el día de Pascua, en que conmemoramos el más grande de todos los acontecimientos de la historia de la humanidad: la ruptura de las cadenas de la muerte efectuada por el eterno Hijo del Dios viviente.
En las ultimas tres semanas he tomado la palabra en tres funerales de buenos y queridos amigos míos. He tenido oportunidad de reflexionar sobre el hermoso milagro de la vida y sobre el extraordinario milagro de la muerte.
Cuando volví del servicio fúnebre de un amigo y compañero de la escuela secundaria de hace mucho tiempo, saque de una repisa el libro con las fotos y los nombres de los alumnos graduados en 1998. Estuve como una hora hojeando las paginas llenas de fotografías de mis compañeros con los que me gradué hace sesenta años.
Todos esos rostros rebozaban de juventud y reflejaban un titulo lleno de promesas. No sé que ha sido de todos ellos, pero sé lo que ha sido de la vida de muchos de ellos. Hemos desempeñado muchas ocupaciones en procura de nuestros sueños. Algunos murieron honorablemente en las terribles guerras que han azotado la tierra durante las ultimas seis décadas. Por lo que sé, la mayoría nos hemos casado y nos ha ido bien en el matrimonio, lo que me alegra, y ya somos los antepasados de tres generaciones. No creo que ninguno se haya divorciado de entre los del grupo.
Otrora, con la alegría de los estudiantes, solíamos animar a gritos a nuestros cuadros de básquetbol y fútbol americano para que triunfaran. Ahora, un poco encorvados, preferimos leer y meditar. Antes bailábamos y cantábamos bulliciosos. Ahora nos gusta la tranquilidad y el silencio y un cómodo sillón. Muchos de mis compañeros llegaron a ser profesores, científicos, doctores, abogados y empleados del gobierno, y han tenido éxito en otros trabajos y empleos honrados. Al hojear las paginas de mi viejo álbum de la secundaria, me di cuenta de que nunca me había enterado de que a ninguno de ellos los acusaban de algún crimen. Eso me parece notable. Todos los que seguimos con vida estamos por llegar a los ochenta años. A los otros que han fallecido, los recordamos con afecto.
Con la muerte de cada uno he sentido la tristeza de separarme de un amigo, pero en cada caso también he sentido consuelo y la seguridad de que la muerte, aunque sea desagradable de observar, no es el fin, sino que es como otra graduación después de la cual se pasa a una mejor vida, ya que todos mis compañeros de clase eran de nuestra religión y creían lo mismo que yo. Además de enseñarnos inglés y química, historia y matemáticas, nos enseñaron las cosas de Dios, al igual que a los miles de jóvenes de la Iglesia de la actualidad que reciben esas enseñanzas en los grandes programas de la Iglesia.
El otro día, de pie al lado del ataúd de una compañera de clase, reflexione sobre cosas eternas, y sentí paz interior y gratitud. También se me llenaron los ojos de lagrimas, pero eso se entiende, porque el Señor dijo:
«Viviréis juntos en amor, al grado de que llorareis por los que mueran, y más particularmente por aquellos que no tengan la esperanza de una resurrección gloriosa.
«Y acontecerá que los que mueran en mi no gustaran la muerte, por que les será dulce» (D. y C. 42:45 46).
Estoy seguro de que para esa compañera de clase la muerte fue una experiencia dulce porque tenia la seguridad de que habrá una resurrección gloriosa.
Ahora ella ya no siente el dolor de la vida mortal, ni el sufrimiento de las enfermedades largas. Hasta la soledad ha desaparecido. Ella esta otra vez con sus seres queridos, los padres que le dieron la vida en la tierra y otros de su familia que la querían mientras vivían aquí. Su espíritu ha ido a juntarse con los de ellos, y cuando llegue la prometida mañana de la primera resurrección, otra vez poseerán su cuerpo y vivirán en la sociedad que los unía con los lazos del amor cuando eran seres mortales.
Esta es la gran promesa de la Pascua. Es maravilloso que este sea un día de celebración general en todo el mundo cristiano. De todos los acontecimientos de la historia humana ninguno tiene tanto significado como la resurrección del Hijo de Dios.
Desde la creación del hombre, nada ha sido tan seguro como la realidad de que esta vida se termina y culmina con la muerte. Cuando se exhala el ultimo aliento, este es un hecho irrevocable, mas que ningún otro. Cuando un padre y una madre entierran los restos de un hijo querido en la fría tumba, la pena es casi insoportable. Cuando un marido entierra a su compañera de toda la vida, la soledad que siente es intensa y constante. Cuando una esposa cierra el ataúd de su amado marido, las heridas producidas por la tristeza parecen incurables. Cuando los hijos se ven separados de sus padres, la perdida que experimentan es como ninguna otra. La vida es sagrada; y la muerte, tétrica. La vida es vigor y esperanzas; la muerte es solemnidad y oscuridad. Su silencio y su certeza son asombrosos. Tuvo buenas razones el caballero Sir Walter Raleigh para exclamar: «¡Ah, elocuente, justa y grandiosa muerte!» (Alfred Noyes, Heath Readings in the Literature of England, 1927, pág. 1132.) Pero la muerte no es permanente; aunque parece serlo cuando su oscura mortaja ensombrece la vida mortal, para los que aceptan a Cristo y su eterna misión existe el consuelo y la luz; esta la seguridad de un mañana. Hace algunos años, mientras me encontraba en el funeral de uno de mis amigos, escribí esta poesía:
¿Que es eso a lo que el hombre llama muerte,
la que en silencio en la noche llega?
No es el fin, sino el comienzo
de mundos mejores y una luz más bella.
Oh Dios, aplaca mi corazón,
y a mis temores sosiega;
haz que la esperanza y la fe pura
me den la paz que mi alma anhela.
No existe muerte, sino cambio,
con recompensa por su victoria,
el don de aquel que amó a todos:
el Hijo de Dios, en toda su gloria.
Que todas las victorias que se han obtenido en la historia de la humanidad, ninguna es tan hermosa, ni tan universal en sus consecuencias, ninguna tiene efectos tan duraderos como la victoria del Señor crucificado que se levantó de los muertos y resucitó en la primera mañana de Pascua. Nosotros veneramos a los capitanes y a los reyes, honramos a las naciones que triunfan sobre sus enemigos. Con justificación levantamos monumentos para recordar los sacrificios y los triunfos del bien sobre el mal, pero a pesar de la gran importancia que tienen esos triunfos, ninguno se compara con la victoria del solitario y torturado personaje que colgó de la cruz del Calvario y que derrotó a la muerte y otorgó el gran don de la vida eterna a toda la humanidad. Él fue el que contestó a la pregunta desesperada de Job: «Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?» Y Job fue el que declaró proféticamente acerca del Señor resucitado: «Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantara sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios: al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro, aunque mi corazón desfallece dentro de mí» (Job 19:25-27).
En algún momento todos nosotros vamos a tener que hacernos la misma pregunta que Job, y gracias a la expiación que llevó a cabo Jesucristo, podremos contestar como lo hizo Job. Que maravillosa es la historia del gran Creador, el gran Jehová que acepto venir a la tierra y nacer en Belén de Judea, que anduvo por los polvorientos caminos de Palestina enseñando, sanando y bendiciendo a la gente, que dio su vida en la atormentadora cruz del Calvario, y se levantó de la tumba de José, apareciendo a muchos en dos continentes. Es el mismo Señor resucitado que se menciona tanto en el testamento del viejo mundo, la Biblia, y en el testamento del nuevo mundo, el Libro de Mormón como también en nuestras revelaciones modernas
Hemos leído estas Escrituras, y el Espíritu nos ha testificado para que nosotros también podamos testificar que Él es la resurrección y la vida, y que el que crea en Él, aunque este muerto, vivirá; y el que viva y crea en Él, nunca morirá. (Juan 1 1:25-26.)
Perdió su filo el aguijón de la muerte; el sepulcro ya no puede reclamar la victoria. (1 Corintios I 5:55-56.)
Jesús es el soberano de la vida y la muerte, el hombre de los milagros Él hizo ver a los ciegos, caminar a los lisiados y vivir a los muertos.
‘Y vino uno de los principales de la sinagoga, llamado Jairo; y luego que le vio, se postró a sus pies,
«y le rogaba mucho, diciendo: Mi hija esta agonizando; ven y pon las manos sobre ella para que sea salva, y vivirá . . .
«Mientras el aun hablaba, vinieron de casa del principal de la sinagoga, diciendo: Tu hija ha muerto; ¿para que molestas mas al Maestro?
«Pero Jesús, luego que oyó lo que se decía, dijo al principal de la sinagoga: No temas, cree solamente.» (Marcos 5:22-23, 35-36.)
Entonces llevó con Él a Pedro, Jacobo y Juan, echando fuera a todos los que no tenían fe, «y tomando la mano de la niña, le dijo: Talita cumi; que traducido es: Niña, a ti te digo, levántate.
«Y luego la niña se levantó y andaba, pues tenía doce años. Y se espantaron grandemente» (Marcos 5:4 1 42).
Es muy fácil creer que se espantaran, porque nadie que ellos conocieran ni nadie en toda la historia habla hecho lo mismo que El Revivió a la niña que estaba muerta. Y como hizo con ella, también lo hizo con Lázaro, el hermano de María y Marta, que había estado muerto y enterrado cuando el Maestro le ordenó que volviera a la vida, y se hizo así. No cabe duda de que Jesús era el Dueño de la vida y de la muerte; sin embargo, aceptó la humillación y el tremendo sufrimiento de la cruz cuando hombres bárbaros y crueles planearon su muerte. Mientras colgaba agonizante, sus atormentadores gritaban: «A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar» (Mateo 27:42).
La tenia plenos poderes para salvarse; al impetuoso Pedro, que había tratado de defenderlo de los que habían ido a arrestarlo, le dijo: «¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que el no me daría mas de doce legiones de ángeles?» (Mateo 26:53.)
Y así habría sido si Él hubiera querido pedírselo a su Padre. «Pero», dijo, «¿cómo entonces se cumplirían las Escrituras, de que es necesario que así se haga?» (Mateo 26:54.)
No, el Hijo del Hombre tenía que dar su vida para expiar los pecados de toda la humanidad, para que Él, después de ser levantado sobre la cruz, pudiera levantar a toda la humanidad (3 Nefi 27:14).
El se sometió, y lo llevaron y, para burlarse, le colocaron una corona de espinas y le pusieron por las espaldas un manto púrpura. Sin ninguna misericordia y llenos de odio excesivo y violento, lo golpearon y atormentaron y pidieron a gritos su crucifixión. No había hecho nada malo. Sólo había hecho el bien, mas que ningún otro hombre antes que Él. Sin embargo, pidieron su muerte.
Tambaleó bajo el peso de la cruz de la cual lo colgarían. Clavaron su temblorosa carne a la dura madera. Se burlaron de él cuándo colgaba agonizante.
Mientras sufría, los perdono. Exclamó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Marcos 15:34.) Y después entregó su vida por todos nosotros.
Pero al morir, consiguió la redención de la humanidad. Nadie puede comprender completamente hasta donde llegó su sacrificio asombroso y solemne por nosotros. Es suficiente decir que se hizo nuestro Redentor.
Prepararon su cuerpo y lo colocaron en la tumba de José de Arimatea. Sellaron el sepulcro y pusieron guardas para cuidarlo.
Pero ningún poder debajo de los cielos podría ahora detener el poder del Hijo de Dios. Fue como si su Omnipotente Padre no pudiera resistir más. La tierra tembló. Los guardias dispararon. La piedra de la entrada se movió. Y el Señor de los cielos y de la tierra se levanto de la tumba, se desprendió de la mortaja y llegó a ser las primicias de los que durmieron. El sepulcro vacío testificó del más grande de todos los milagros. Con la aparición del Señor resucitado a María y después a muchos otros, a unas quinientas personas, se dio testimonio de su poder infinito sobre la vida y la muerte.
Muchos lo llamaron Raboni, que quiere decir Maestro. Los Apóstoles palparon sus heridas y Tomás, el incrédulo, exclamó: «¡Señor mío, y Dios mío!» (Juan 20:28.)
Palestina no fue el único lugar en que se presencio el milagro. Había otras ovejas de su redil de las que Él había hablado y tenia que visitarlas. Todo esto se encuentra en el testimonio de muchos testigos en los cuatro Evangelios del Nuevo Testamento. Ahora hay uno mas, un quinto, que habla con igual poder como otro testigo de su divinidad y de la realidad de su resurrección. Se encuentra en el otro testamento que llamamos el Libro de Mormón. Habla de acontecimientos que ocurrieron en este continente cuando la tierra tembló a causa de su muerto. Hubo destrucción, tinieblas, llanto y muerte.
Y se juntó una multitud alrededor del templo de la tierra Abundancia, asombrada de los grandes cambios que hablan ocurrido y de la tremenda destrucción que habían presenciado. Y «oyeron una voz como si viniera del cielo; y miraron alrededor, porque no entendieron la voz que oyeron; y no era una voz áspera ni una voz fuerte; no obstante, y a pesar de ser una voz suave, penetró hasta lo mas profundo de los que la oyeron, de tal modo que no hubo parte de su cuerpo que no hiciera estremecer: sí, les penetró hasta el alma misma, e hizo arder sus corazones (3 Nefi 11:3).
Y oyeron la voz otra vez, y una tercera vez: » . . . y les dijo:
«He aquí a mi Hijo Amado, en quien me complazco, en quien he glorificado mi nombre: a él oíd . . . y he aquí, vieron a un Hombre que descendía del cielo: y estaba vestido con una túnica blanca; y descendió y se puso en medio de ellos . . .
«Y aconteció que extendió su mano, y habló al pueblo, diciendo:
«He aquí, yo soy Jesucristo, de quien los profetas testificaron que vendría al mundo.
«Y he aquí, soy la luz y la vida del mundo; y he bebido de la amarga copa que el Padre me ha dado, y he glorificado al Padre, tomando sobre mí los pecados del mundo, con lo cual me he sometido a la voluntad del Padre en todas las cosas desde el principio» (3 Nefi 11:6-11).
Palparon sus heridas y exclamaron con amor y se postraron a sus pies para adorarlo.
Ese día y durante los días que siguieron, les enseñó como le había enseñado a la gente de Palestina. Instituyó el sacramento de la Santa Cena entre ellos, para que ellos y las generaciones futuras lo recordaran. Los bendijo, y cuando se fue a los cielos, el Espíritu Santo descendió sobre ellos.
El ha vuelto a venir en la época contemporánea. En una manifestación que no tiene precedentes, nuestro Padre Celestial y el resucitado Señor Jesucristo se le aparecieron al profeta José Smith para comenzar la dispensación del cumplimiento de los tiempos. Este profeta de esta dispensación fue el que declaró:
«Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de él, este es el testimonio, el ultimo de todos, que nosotros damos de él: ¡Que vive!
«Porque lo vimos, sí, a la diestra de Dios; y oímos la voz testificar que él es el Unigénito del Padre;
«que por él, por medio de él y de él los mundos son y fueron creados, y sus habitantes son engendrados hijos e hijas para Dios» (D. y C. 76:22-24).
A este nosotros agregamos nuestro testimonio solemne este domingo de Pascua. Nosotros también sabemos que Él es el Hijo viviente del Dios viviente.
Es nuestro Salvador, nuestro Redentor, el Príncipe de Paz, el Príncipe de Vida, el Hijo del Eterno Padre, la Esperanza de todo el género humano.
De estas cosas doy mi solemne testimonio en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Amen.
























