Una vida para aprender

Conferencia General Octubre 1989logo 4
Una vida para aprender
Por el Élder Victor L. Brown
Miembro Emérito Del Primer Quórum De Los Setenta

Victor L. Brown«He sido bendecido por conocer a muchos jóvenes de la iglesia que ‘andan en la verdad’ y que me han enseñado tanto con su obediencia a los mandamientos del señor.»

Hoy hace veintiocho años, para mi total sorpresa, que mi vida profesional tomó un rumbo completamente diferente. Había pasado veintiún años en la industria aeronáutica comercial y me gustaba y me acababa de mudar a una casa nueva en Chicago cuando recibí una llamada de la sede de la Iglesia invitándome a venir a Salt l.ake City para una entrevista con el presidente David O. McKay. Todos mis planes anteriores quedaron de lado cuando fui llamado a ser consejero del nuevo Obispo Presidente John II. Vandenberg. Nunca había pensado en llegar a ser Autoridad General, pero sólo hubo una respuesta cuando el presidente McKay, un Profeta de Dios, me llamó a esta obra.

Los veintiocho años siguientes a esa experiencia de octubre de 1961 me dieron oportunidades de servicio que nunca había soñado. He sido bendecido con colaboradores dedicados de muchos países y de las oficinas generales que han trabajado fielmente para edificar el reino de Dios, a veces a costa de grandes sacrificios personales.

Tuve el privilegio de servir bajo la dirección de cuatro presidentes de la Iglesia: los presidentes David O. McKay, Joseph Fielding Smith, Harold B. Lee y Spencer W. Kimball. Como miembro del Obispado Presidente por veinticuatro años, me senté en reuniones semanales con la Primera Presidencia y tuve el privilegio de que me enseñaran esos profetas de Dios. Fui relevado antes de que el presidente Ezra Taft Benson fuese llamado como Presidente de la Iglesia. Aunque no me entrevisté en forma regular con él, agradezco su liderazgo y he sacado provecho del desafío que ha hecho a cada miembro de la Iglesia de estudiar y meditar las verdades del Libro de Mormón. Cada uno de los cinco presidentes bajo los cuales serví como Autoridad General tuvo su propia personalidad y su propio estilo; yo testifico que cada uno de ellos es un profeta de Dios. Por mi asociación con ellos, he llegado a entender por qué les sostenemos como profetas, videntes y reveladores.

Al tratar con estos hermanos y con otros hombres y mujeres en muchas partes del mundo, he descubierto que no se puede evaluar a una persona por su título o su posición, sino por la forma en que trata a los demás: a sus compañeros, a su supervisor, al taxista o al empleado de la aerolínea después de perder la conexión de un vuelo importante. Esto se aplica en especial a la forma en que un hombre trata a los suyos: a su mujer y a sus hijos. Una vez escuché una conversación entre dos amigos míos algo mayores que yo, y que tenían mucho éxito en sus profesiones. Uno le dijo al otro susurrando, sin notar que yo le estaba oyendo: «Tú crees que amas a tu esposa, pero yo quiero a la mía el doble de lo que tú quieres a la tuya». Ambos han estado casados más de cincuenta años, y el éxito mayor que han alcanzado, en mi opinión, es el amor y el respeto que tienen por su compañera. Quiero honrar a mi esposa, quien tuvo la gran responsabilidad de criar a nuestros hijos, ya que, debido a mis asignaciones, he tenido que viajar por todo el mundo. Gracias a su maravillosa influencia. «No tengo yo mayor gozo que este, el oír que mis hijos andan en la verdad» (3 Juan 4).

He sido bendecido por conocer a muchos jóvenes de la Iglesia que  «andan en la verdad» y que me han enseñado tanto con su obediencia a los mandamientos del Señor. Quisiera daros algunos ejemplos:

Un jovencito coreano de quince años, maestro del Sacerdocio Aarónico, usaba el dinero que le daban sus padres todas las semanas para comprar diarios. Luego él y sus amigos los vendían en las esquinas de las calles de Seúl y le daban dinero a un compañero de clases que no hubiera podido estudiar sin la ayuda de ellos. El quiso saber lo que se siente al ser un «buen samaritano» en vez de tener sólo un entendimiento intelectual de la lección que había estudiado en las Escrituras.

Otro Maestro, un joven tongano de catorce años, tuvo la misma fe que el profeta José Smith tuvo a esa edad. El pensó: «Si a mi edad José Smith oró a Dios v recibió respuesta , por qué no puedo yo hacer lo mismo?» El oró para obtener una educación que lo preparara para ayudar a su gente. La respuesta llegó cuando recibió una beca para estudiar en la Universidad de la Iglesia de Hawai sin haberla solicitado. Desde entonces, se ha valido de su educación para bendecir a su gente.

Una niñita de ocho años, criada en un buen hogar con padres ateos, por su propia iniciativa aprendió el Padrenuestro y lo repitió a solas todos los días. Con el tiempo agregó sus propias palabras y finalmente comenzó a ofrecer sus oraciones personales al Padre Celestial. Ella sabía que Dios vive, aunque sus padres no lo creían. Hace unos días tuve el honor de oficiar en su matrimonio y sellamiento en el templo. Su madre estaba con ella, como resultado del ejemplo que su hija le había dado.

Un presidente de quórum de diáconos asombró a sus líderes adultos al pedirle a un jovencito que no había estado viniendo a la Iglesia que ofreciera la oración en la reunión del quórum. Cuando después se le preguntó si había sido una buena idea pedirle la oración a un joven que había ido a la Iglesia sólo dos veces, él respondió: «Pero yo pasé tres días esta semana enseñándole a orar».

Una jovencita que entendía muy bien lo que es la vida eterna, a pesar de su juventud, dijo que el único regalo que quería cuando cumpliera doce años era poder ir al templo y hacer bautismos por los muertos.

Estos maravillosos jóvenes Santos de los Ultimos Días a quienes quiero tanto, así como quiero a todos los jóvenes, son algunos de mis héroes de los veintiocho años pasados. Ellos me han dado gran fe en el futuro, aun cuando éste nos inquieta.

La mayor de todas las experiencias que he tenido en el servicio a la Iglesia ha sido la bendición de servir en el Templo de Salt Lake. Allí mi esposa y yo, con los maravillosos y leales obreros del templo, tuvimos el privilegio de tratarnos a diario con miembros fieles que llegan a la casa del Señor a efectuar servicios sagrados. Siempre he entendido y aceptado los propósitos y las ordenanzas del templo, pero ahora sé en lo más profundo de mi ser lo que es el gozo y la paz espiritual que da ese servicio.

Cuando vamos al templo porque queremos ir y no porque es una obligación, cuando vamos con una actitud  de adoración y reverencia hacia Dios y hacia su hijo Jesucristo, y con gratitud por el sacrificio de nuestro o Salvador, cuando nos proponemos dejar fuera del templo las preocupaciones del mundo, suceden cosas maravillosas e indescriptibles. El Espíritu del Señor destila sobre nuestra alma en esta casa santa, sí, el lugar más sagrado sobre la tierra. Nos llega una nueva percepción de quiénes somos, por qué estamos en esta vida, las oportunidades de la vida eterna y nuestra relación con el Salvador.

Un joven estudiante de medicina en Italia, un amigo que ahora es un cirujano del corazón, expresó lo que pensaba acerca del templo:

«El hacer la obra del templo, especialmente por los seres queridos, es algo edificante y espiritual. Se siente el evangelio en acción; se siente el amor de Dios y el significado del maravilloso plan que ha creado para nosotros, sus hijos.

«Hace dos días estaba yo trabajando en el hospital cuando llegó un joven de unos dieciocho años preguntándome cómo estaba su padre que había sido sometido a una delicada operación del corazón. A las cinco de la tarde llegó la noticia: su padre había muerto. . . Recordaré por el resto de mi vida. . . qué desdichada y sin esperanzas es la vida del que no tiene el consuelo y la certeza de la resurrección, de estar sellados eternamente como familia, de tener la oportunidad de estar otra vez con el Padre Celestial.»

El Señor nos invita a venir a Cristo por medio de las ordenanzas y de los convenios del templo para que recibamos el más grande de todos los dones de Dios para sus hijos: la bendición de la vida eterna y la exaltación.

Al terminar estos veintiocho años, testifico del amor que nuestro Padre Celestial tiene por nosotros. El amor incondicional del Padre y del Hijo es real. El Salvador nos invita continuamente a venir a El y a participar de su bondad (véase 2 Nefi 26:33) .

Todo el mensaje del evangelio se encuentra en un pasaje de las Escrituras que nos dice: «Y ahora, mis amados hermanos, quisiera que vinieseis a Cristo, el cual es el Santo de Israel, y participaseis de su salvación y del poder de su redención. Sí, venid a él y ofrecedle vuestras almas enteras como ofrenda, y continuad ayunando y orando, y perseverada hasta el fin; y vive el Señor, que seréis salvos» (Omni 26).

Doy mi testimonio de que El vive, de que El ama a todos sus hijos-a todo ser humano-, a todo hombre, a toda mujer, a toda jovencita, a todo joven, en el nombre de Jesucristo. Amén.

Esta entrada fue publicada en Sin categoría y etiquetada , . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario