Conferencia General Octubre 1994
«Quedaos en el lugar santo»
Elder Lance B. Wickman
De los Setenta
«El templo es la clave de nuestra salvación,… es un sitio de acción de gracias, un sitio de instrucción y un sitio de entendimiento.»
Nunca olvidaré la noche de hace casi tres décadas: Hacía dos años que mi esposa Patricia y yo nos habíamos casado y vivíamos en un pequeño apartamento, en la costa norte de la isla de Oahu. Yo era oficial de infantería y líder de pelotón, y me habían asignado a una estación en Schofield Barracks, Hawai, y nuestra brigada había recibido la orden de ir a la guerra de Vietnam. El avión debía partir después de la medianoche y un buen amigo mío, también miembro de la Iglesia, me iba a llevar al campo de aterrizaje a las 23 horas.
Durante las horas interminables que precedieron mi partida, Pat y yo permanecimos sentados en el sofá de nuestra pequeña sala, con las manos entrelazadas, mirando las agujas del reloj, que se acercaban a la fatídica hora, y escuchando el romper de las olas en la costa. El tic tac del reloj parecía un metrónomo que medía el tiempo de nuestra vida mortal, haciendo un doloroso contraste con el sonido del vaivén del eterno mar. Y así llegó la hora de partir. En la puerta de entrada de nuestro pequeño hogar, estreché a mi esposa entre mis brazos, acercándola a mi pecho, le di el último beso de despedida y me fui. Al cerrar la puerta, me pregunté si ésa sería la última vez que vería a mi querida en esta vida. Fue una experiencia difícil.
Mientras viajábamos en la oscura noche junto a los sembrados de caña de azúcar y de pinas de Oahu, mi amigo y yo permanecimos en silencio. Yo sentía que se me partía el corazón.
Al pasar por Schofield, una unidad de infantería que estaba haciendo maniobras nocturnas arrojó una bengala, cuyo brillo momentáneo iluminó la intensa obscuridad y pareció encender una llama espiritual que invadió mi desolada alma. Me proyecté de ese día, el más triste de mi vida, al más feliz: aquel hermoso día del mes de diciembre en que Pat y yo entramos en el templo santo y fuimos sellados, el uno al otro, no sólo por esta vida sino por la eternidad. Pensé en los convenios eternos que habíamos hecho y, como una luz del sol naciente, me di cuenta de que, sucediera lo que sucediera en mi incierto futuro, Pat sería siempre mía. Cuando llegue a la base aerea, la llamé por teléfono, y con un espíritu de renovada esperanza y de paz, nacida de la fe y del conocimiento, hablamos y reímos juntos y nos volvimos a despedir. Era apenas la medianoche pero, para mí, era la aurora de un nuevo día.
Sin embargo, en otro lejano día y lugar, la puesta del sol llegaba para el ministerio mortal del Mesías cuando se alejó del templo de Jerusalén por última vez. El Salvador subió con Sus discípulos al monte de los Olivos y profetizó los violentos acontecimientos que habrían de preceder a la destrucción de Jerusalén y a Su segunda venida. Y entonces advirtió portentosamente a Sus discípulos, tanto a los de la antigüedad como a los del presente: «…quedaos en el lugar santo; el que lea, entienda» (José Smith—Mateo 1:12, cursiva agregada; véase también Mateo 24:15).
Las revelaciones de los últimos días encierran conocimiento y enseñan que en nuestra época, en medio de la lucha, de las catástrofes y de las pestilencias, hay dos reinos que están trabados en una contienda inflexible por las almas de los hombres: Sión y Babilonia. Más de una vez las revelaciones repiten la exhortación de permanecer «en lugares santos» para ampararse de las tormentas de la vida de los últimos días (D. y C. 45:32; D. y C 87:8; 101:16-23). Un lugar fundamental y clave entre todos los lugares santos es el templo del Señor.
Las palabras Sión y templo van tomadas de la mano. En agosto de 1833, cuando los santos luchaban en contra de las persecuciones, tratando de establecer una Sión geográfica en el condado de Jackson, estado de Misuri, el profeta José Smith recibió una revelación en la que se le dijo que debían construir una casa al Señor «para la salvación de Sión» (D. y C. 97:12). El templo es la clave de nuestra salvación, según esta revelación, porque es un sitio de acción de gracias, un sitio de instrucción y un sitio de entendimiento «en todas las cosas» (D. y C 97:12-14). Luego se recibe esta gloriosa promesa: «Sí, y mi presencia estará allí, porque vendré a ella; y todos los de corazón puro que allí entren verán a Dios… Por tanto… Regocíjese Sión, porque ésta es Sión: LOS PUROS DE CORAZÓN; por consiguiente, regocíjese Sión mientras se lamentan todos los inicuos» (D. y C. 97:16, 21; cursiva agregada). Para Sión, o sea, los puros de corazón, el templo brinda la llave que abre las puertas a los lugares santos, los lugares de regocijo, mientras que los que permanecen en Babilonia, los inicuos, quedan bajo condenación y se lamentan.
Durante los tumultuosos años de la guerra de Vietnam, tuve que despedirme de mi esposa dos veces más. Después de unos años, juntos, tuvimos que despedirnos de nuestro hijito de cinco años, cuando él pasó por el velo que lo llevó de esta vida a la otra; y unos años más tarde, recibimos en esta etapa terrenal a una hijita discapacitada. La vida nos ha dado desafíos que enfrentar, como a todos los seres humanos. No obstante, a través de los años, he llegado a valorar la sabiduría de un querido amigo, patriarca y sellador del templo: «Lance», me dijo, «el gozo que recibo va mucho más allá de simplemente estar en el templo. ¡El templo está en mí! Y cuando salgo del templo, la paz de ese lugar santo continúa conmigo».
Y puede ser así para todas las almas justas. Cuando vamos al templo con la frecuencia que las distancias y las situaciones particulares nos lo permitan, el templo estará en nosotros. Será entonces que, a pesar de las adversidades de la vida, estaremos en un «lugar santo». La Casa del Señor llama a todos aquellos que deseen pertenecer a Sión, diciendo: «Venid, y subamos al monte de Jehová, a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará sus caminos, y caminaremos por sus sendas» (Isaías 2:3).
El día en que nuestra estaca asistió a la dedicación del Templo de San Diego, California, fui al cuarto celestial un poco más temprano con mi hija y mis dos hijos, donde mi querida Pat dirigía el coro. Como si fuesen acompañados por coros celestiales, estaban ensayando la magnífica letra de un himno predilecto de los Santos de los Últimos Días, un himno que cantamos hace unos momentos:
«Bandera, alto en el monte se izó.
Oh pueblo, contemplad; al mundo se alzó.
En monte de Sión está;
en alta cúspide se eleva ya»
(Himnos, 1992, N 4).
Pat y yo nos encontramos con la mirada y, por un instante, fui transportado, a través de los años, a la época previa a las dificultades y a las aflicciones de la vida, a aquel día maravilloso en que juntos entramos en la Casa del Señor. Acerqué a mis hijos hacia mí y un sentimiento celestial extraordinario invadió mi alma.
Entonces supe que estaba en un «lugar santo»; sentí la misma paz que había sentido aquella oscura noche, hace muchos años, antes de ir a Vietnam, y volví a regocijarme.
En el nombre de Jesucristo. Amén.
























