Conferencia General Abril 1971
El matrimonio debe ser para siempre

por el élder James A. Cullimore
Ayudante del Consejo de los Doce
Mis queridos hermanos, al estar en vuestra presencia hoy día, ojalá tenga vuestra fe y oraciones para entregaros las cosas que tengo en mi corazón.
El matrimonio en el templo por tiempo y eternidad debe ser la meta de todo miembro de la Iglesia, porque el matrimonio es instituido por Dios; el matrimonio es un mandamiento; fue instituido por decreto divino.
El Señor dijo: «Y además, de cierto os digo, que quien prohibiere el matrimonio, no es ordenado de Dios; porque el matrimonio es instituido de Dios para el hombre.
«Por lo tanto, es lícito que tenga una esposa, y los dos serán una carne, y todo esto para que la tierra cumpla el- objeto de su creación;
«Y para que sea henchida con la medida del hombre, conforme a la creación de éste antes que el m u n d o fuera formado» (Doc. y Con. 49:15-17).
El matrimonio es una unión sagrada a la que se entra principalmente para criar a una familia, en cumplimiento a los mandamientos del Señor.
El cumplimiento de la vida es el matrimonio con hijos y la bella asociación familiar que de él nace. Si las cosas fueren como debieran ser, veríamos una madre y un padre en su hogar, después de haber contraído matrimonio en el templo por esta vida y la eternidad; él honrando su sacerdocio, presidiendo su hogar con justicia; padre y madre amándose el uno al otro y a sus hijos; los hijos queriéndose y respetándose el uno al otro y a sus padres; todos trabajando activamente en sus responsabilidades en la Iglesia. El Señor señaló que el matrimonio efectuado en el templo por toda la eternidad debe perdurar por siempre. Ese fue su plan. El presidente José Fielding Smith ha dicho: «El concepto del matrimonio, según los Santos de los Últimos Días, es un convenio que se ha ordenado sea eterno. Es el fundamento para la exaltación eterna, porque sin él no podría haber aumento eterno en el Reino de Dios» (Doctrines of Salvation, Volumen 2, pág. 58).
«Por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el h o m b r e » (Marcos 10:9), Es evidente, al ver las escrituras, que el matrimonio que se efectúa en la manera del Señor no debe ser disuelto.
Es algo verdaderamente triste ver cuán livianamente consideran algunos sus votos matrimoniales; existe una gran preocupación entre las Autoridades Generales por el creciente número de divorcios en la iglesia hoy día.
Pese a que el número de divorcios entre los miembros de la Iglesia sea considerablemente menor que la proporción nacional, y que la cantidad entre aquellos que se han casado en el templo es menor que la de los casados por lo civil, no obstante, el número es espantosamente elevado.
El divorcio es generalmente el resultado de que uno o ambos no estén viviendo los principios del evangelio. Supongo que esta es la misma razón por la que finalmente se permitió el divorcio en la época de Moisés, como hizo referencia el Salvador cuando les contestó a los fariseos y dijo: «Por la dureza de vuestro corazón Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres; más al principio no fue así» (Mateo 19:8). Así también en nuestros días, los miembros no se rigen por la ley del evangelio en su plenitud, y como en los tiempos de Moisés, es permitido, cuando se considera necesario, aunque nunca fue la intención de que así lo fuera.
Si en un matrimonio, ambas partes consideraran las normas y principios del evangelio como la base de su matrimonio, surgirían muy pocos problemas que no pudieran resolver. Cuando uno o el otro, o ambos, empiezan a contemporizar los principios del evangelio, surgen dificultades. El matrimonio es un vínculo sagrado, y los buenos miembros de la Iglesia saben que se entra a él con el propósito principal de criar una familia. Asimismo, ambas partes deben comprender otros importantes deseos y planes en el matrimonio.
Refiriéndose a la seriedad con la que entramos al contrato del matrimonio, el presidente McKay dijo: «. . . considerar el matrimonio como un simple contrato que se puede concertar según capricho, obedeciendo un impulso romántico, o para fines egoístas, y luego deshacerlo cuando surge la primera dificultad o desavenencia, es una maldad digna de severa condenación, especialmente en aquellos casos en que los niños tienen que sufrir por causa de la separación» (The Latier-day Saints family, Blaine R. Porter, págs. 402-403).
Probablemente enumerar algunas de las causas más comunes por las que se buscan los divorcios civiles podría ayudarnos a evitar estos problemas: incompatibilidad, adulterio, asuntos económicos, abuso físico, improbidad, no vivir el evangelio, infidelidad, no honrar el sacerdocio, el abandono, las peleas constantes, la apatía, la ebriedad y el temperamento indómito.
La incompatibilidad ha llegado a ser una palabra tan común, parece ser la justificación de muchos problemas. Estoy seguro de que hay ocasiones en que esto es justificable, pero, ¿qué es la incompatibilidad? ¿No indica esto egoísmo? ¿Somos verdaderamente desinteresados, amamos a nuestro prójimo como a nosotros mismos cuando no somos compatibles? ¿Hemos hecho todo lo posible por contemporizar nuestros gustos y aversiones con los de nuestro cónyuge? Si verdaderamente estuviésemos viviendo el evangelio, habría mucho menos incompatibilidad.
En cuanto a la incompatibilidad, el presidente McKay dijo: «Es verdaderamente una tragedia que una pareja que haya vivido bajo el brillo del amor mutuo, pueda soportar que las nubes del mal entendimiento y la discordia obscurezcan la luz del amor en sus vidas. En la obscuridad subsiguiente, la chispa de amor en los ojos de cada uno queda apagada, y al tratar de recobrarla, se hacen vanos intentos de decir la palabra correcta y hacer lo correcto; pero la palabra y el hecho son mal interpretados, y la amarga réplica vuelve a abrir la herida, y los corazones que una vez estuvieron unidos se apartan más y más. Cuando se llega a este lamentable estado recurren a la separación» (Gospel Ideáis, pág. 469).
Me ha quedado atónito al enterarme del grado al que los hombres abusan físicamente de las mujeres. En la conferencia de octubre de 1951, el presidente McKay dijo: «No puedo imaginarme a un hombre que sea cruel con una mujer. No puedo concebir que ella se comporte de manera como para merecer tal trato. Quizás haya mujeres en el mundo que exasperan a sus esposos, pero ningún hombre está justificado a acudir a la fuerza física o desahogar sus sentimientos con obscenidades. Indudablemente, hay hombres en el mundo que son así de irracionales, pero ninguno que posea el sacerdocio de Dios debe envilecerse de esa manera» (Gospel Ideáis, pág. 477).
El asunto del desinterés, la carencia de expresión voluntaria y la carencia de afecto son causas comunes para el derrumbamiento de un matrimonio. Recientemente, el presidente Harold B. Lee dijo lo siguiente a un grupo de directores del sacerdocio: «Os digo mis hermanos, la cosa más peligrosa que puede suceder entre vosotros y vuestras esposas o entre mi esposa y yo, es la apatía. . . el que ellas piensen que nosotros no estamos interesados en sus asuntos, que no estamos expresando nuestro amor y mostrando nuestro afecto en innumerables maneras. Para que las mujeres sean felices tienen que ser amadas, y los hombres también» (Seminario para los Representantes Regionales de los Doce, 12 de diciembre de 1970, pág. 6).
El darle poca importancia a la ley de la castidad o violar las enseñanzas morales del Salvador es un asunto muy serio. Parece increíble que algunos poseedores del sacerdocio y mujeres que han sido consideradas dignas de tener una recomendación para entrar al templo y se han casado dentro de él, frecuentemente sean culpables de adulterio, infidelidad, y otros pecados sexuales,
En esta época en que tantas mujeres están trabajando fuera del hogar, cuando los hombres y las mujeres trabajan juntos, muchos hogares son destruidos por lo que al principio comenzó como una amistad inocente.
El presidente McKay impartió un sabio consejo a los hombres cuando dijo: «El hombre que ha concertado un convenio sagrado en la Casa del Señor de permanecer fiel al voto conyugal, es un traidor a ese convenio si se separa de su esposa y su familia simplemente porque se ha dejado conquistar con la bonita cara y la figura esbelta de alguna jovencita que lo haya lisonjeado con una sonrisa. A pesar de que una libre interpretación de la ley de la tierra le permitiría a tal hombre un divorcio, yo creo que es indigno de obtener una recomendación para efectuar su segundo matrimonio en el templo» (Gospel Ueals, pág. 473).
No importa cuál sea la razón del divorcio, generalmente los que resultan más perjudicados son los hijos. Muy a menudo, a éstos les son robadas las necesidades básicas para prepararse en la vida.
El presidente McKay dijo que hay tres cosas fundamentales a las cuales cada niño tiene derecho:
(1) un nombre respetable,
(2) un sentimiento de seguridad,
(3) oportunidades para el desarrollo. (The LDS Family, Pág. 406).
La posibilidad de tener cualquiera de estas tres queda disminuida por el divorcio.
Cuando mi esposa y yo fuimos al templo para casarnos, el presidente George H. Brimhall (de la Universidad de Brigham Young), nos llamó a su oficina. Ahí nos dio unos consejos que hemos apreciado a través de los años. Dijo: «Las cuatro fuentes que evitarán que vuestro ‘jardín de Edén’ se convierta en un desierto, son la confianza constante, el consejo constante, la contemporización constante y el cortejo constante.»
Una cosa importante para cualquier matrimonio es la confianza absoluta, una confianza en todas las cosas. La confianza que nace del verdadero amor, no dudando nunca ni interrogando sobre la integridad de uno o el otro. Alguien ha dicho: «La sociedad está edificada sobre la confianza, y la confianza sobre la seguridad de la integridad mutua.»
El aconsejarse mutuamente y hacer decisiones juntos es algo de mucha importancia para un matrimonio feliz. El consejo que incluye a toda la familia puede edificar buenos vínculos familiares. El buscar la opinión mutua en todo lo que se haga fortalecerá los lazos del matrimonio.
Supongo que no hay necesidad más imperiosa en el matrimonio que la contemporización constante. Es a través de ésta que nos unimos más estrechamente. Al reconocer nuestras propias faltas y las virtudes en las otras personas, y hacer las adaptaciones necesarias, fortalecemos nuestro matrimonio.
Henry Watterson ha dicho: «Estaría dispuesto a contemporizar la guerra; estaría dispuesto a contemporizar la gloria; estaría dispuesto a contemporizar todo hasta el grado donde entra el odio, donde entra la miseria, donde el amor cesa de ser amor y la vida empieza su descenso al valle de sombra de muerte. Pero no estaría dispuesto a contemporizar la verdad; no estaría dispuesto a contemporizar lo correcto.»
Cortejo constante. El presidente McKay ha dicho: «Las semillas de una vida conyugal feliz se siembran durante la juventud. La felicidad no principia en el altar; empieza durante el período de la juventud y el noviazgo» (Pathways to Happiness, pág. 49).
Tampoco el noviazgo debe terminar en el altar. Cuán importante es que constantemente estemos alerta a nuestro matrimonio y nos esforcemos cada día de nuestras vidas, manteniendo vivo nuestro cortejo mediante actos de ternura y consideración constantes. Archibald F. Bennett expresa esto bellamente en sus escritos sobre la exaltación de la familia: «Sinceramente creo que demasiadas parejas llegan al altar creyendo que la ceremonia significa el fin del noviazgo en lugar del principio de un noviazgo eterno. No olvidemos que en medio de los afanes de la vida en el hogar, se aprecian más las tiernas palabras de agradecimiento y hechos de urbanidad, que durante los dulces días y meses del noviazgo. Es después de la ceremonia, y durante las pruebas que surgen diariamente en el hogar, que las palabras como ‘gracias,’ ‘perdóname,’ ‘hazme el favor’ contribuyen a la perpetuación de ese amor que os trajo al altar . . . el anillo no le da a un hombre el derecho de ser cruel o desconsiderado, y a ninguna mujer el derecho de andar desaliñada, enojada o resultar indeseable» (The LDS Family, pág. 236).
Que podamos guardar sagrados nuestros votos conyugales y vivir de tal manera que podamos gozar sus eternas bendiciones, lo ruego en el nombre de Jesucristo. Amén
























