Un Testimonio Personal

Liahona Octubre 1962

Un Testimonio Personal

David O. McKaypor el presidente David O. McKay

El Señor nunca desampara al que honestamente le busca. La vida a veces ofrece obstáculos y exige sacrificios. Habrá lágrimas en nuestros días, debido a que estamos constantemente en contacto con las tentaciones y los ideales mundanos, que tendremos que vencer si queremos mantenernos en el camino hacia la vida eterna; por momentos todo nos parecerá un gran sacrificio, pero esto sólo será temporario. El Señor nunca desampara al que honestamente le busca. La solución, la respuesta quizás no llegue en la forma en que esperamos, pero vendrá. El Señor ciertamente cumplirá Sus promesas.

A fin de ilustrar esta aseveración, quisiera manifestar mi testimonio personal. Rara vez hablo de las manifestaciones que he experimentado. No sé si será la tradicional reticencia escocesa lo que me inhibe, pero no me agrada mucho hablar sobre cosas que son sagradas para mí.

Cuando era apenas un muchacho tuve la oportunidad de escuchar un testimonio en cuanto a los principios del evangelio, el poder del sacerdocio y la divinidad de esta Obra. Escuché asimismo la admonición de que todos podemos obtener este testimonio también si oramos, pero no sé cómo se formó en mi mente joven la idea de que nunca podríamos conseguir un testimonio sin que previamente tengamos alguna manifestación. Leí el relato de la Primera Visión del profeta José Smith y comprendí que él supo que lo que había recibido venía de Dios. Conocí a élderes que habían escuchado voces. Mi padre me contó que una voz llegó hasta él y le declaró la divinidad de la misión del Profeta, y ciertamente recibí la impresión de que ello era la fuente de todo testimonio.

Aún en mi juventud, comprendí que lo más precioso que un hombre puede obtener en la vida es un testimonio de la divinidad de esta Obra. Y comencé a apetecerlo; sentí que si podía yo lograr ese testimonio, todo lo demás sería verdaderamente insignificante. No olvidé mis oraciones, más nunca me pareció que solamente el arrodillarme, por la noche, al pie de mi cama, iba a traerme ese testimonio; ellas eran más bien plegarias por protección, a fin de que mi camino quedara limpio de estorbos—hoy, mirando atrás, las considero como oraciones algo egoístas—, pero siempre presentí que la oración secreta, sea en mi cuarto, en el bosque o en las colinas, contribuiría a la manifestación del tan deseado testimonio.

En consecuencia, más de una vez supe arrodillarme al pie de los arbustos del campo, con mi cabalgadura al lado. Recuerdo haber estado cierta tarde cabalgando por las colinas comprendidas en la propiedad de mi padre, pensando en estas cosas; consideré entonces que allí, en medio del silencio de esas colinas, era el mejor lugar para obtener ese testimonio. Detuve mí caballo, tiré las riendas sobre su cabeza y apeándome caminé unos pasos y me arrodillé al lado de un árbol.

El aire era claro y puro, el sol brillaba cálidamente. El verdor de los árboles y de los pastos, y las flores silvestres, perfumaban el aire. Al rememorarlo hoy, siento que aquel ambiente, renovado, otra vez me rodea. Me arrodillé y con todo el fervor de mi corazón vertí a Dios mi alma y le supliqué por un testimonio de Su evangelio. Mi mente contenía, fija, la idea de que una manifestación especial iba a producirse y que yo recibiría alguna transformación que alejaría todas mis dudas.

Al cabo de unos momentos me incorporé y monté mi caballo. Y mientras regresaba a mi casa, recuerdo que hurgué dentro de mí y sacudiendo involuntariamente mi cabeza, me dije: «No hay caso. No ha habido cambio alguno. Sigo siendo el mismo muchacho que era antes de arrodillarme» La manifestación largamente anticipada no se había efectuado.

Ni fue aquella la única ocasión. Sin embargo, al fin llegó un día, aunque no en la manera que había yo presentido. Experimente aun una manifestación del poder de Dios y la presencia de ángeles, pero todo sólo fue una simple confirmación. No fue el testimonio, sino una prueba del mismo.

Fue en cierta oportunidad en que me encontraba en mí misión en Escocia, cuando el presidente James L. McMurrin estaba dirigiendo una de las conferencias. En la reunión del sacerdocio de dicha conferencia, el poder de Dios se hizo tan manifiesto que uno de los élderes se paró de improviso y exclamó: «Hermanos, en este cuarto hay ángeles presentes» Aun corpulentos hombres que allí se encontraban comenzaron a sollozar, no por temor, no por pesar, sino porque sus almas se inundaron de gozo, lo cual les proveyó un testimonio en cuanto a tal declaración. No fueron las palabras de aquel hermano las que me impresionaron, sino el Espíritu allí presente lo que me conmovió.

El presidente McMurrin se levantó entonces y dijo: “Sí, hay ángeles en este cuarto, y uno de ellos es el ángel guardián de aquel joven que está allí sentado”—y señaló a uno de los élderes que yo conocía y que hoy llamaríamos misionero de distrito; este hombre estaba emocionado y la conmoción de su alma era evidente—“y el otro,” continuó el presidente McMurrin, “es el ángel guardián de este otro joven,” dicho lo cual indicó a un élder que había sido mi compañero. Por inspiración, supe que lo que el presidente McMurrin acababa de decir era verdad. No hubo un solo hombre en el cuarto que no lo supiera.

Yo había aprendido, gracias a mi íntima asociación con el presidente James L. McMurrin, que él era oro puro; su fe en el evangelio era absoluta. Yo sabía que no había otro hombre tan verídico y leal a lo que consideraba justo, como el hermano McMurrin. Por tanto, cuando él se volvió hacia mí y me dió lo que entonces fué a mi juicio más amonestación que promesa, sus palabras dejaron una indeleble impresión en mi mente. Parafraseando las palabras del Salvador a Pedro, el presidente McMurrin dijo:

“Permítame decirle, hermano David, que Satanás ha estado intentando cernerle como trigo pero que Dios ha estado cuidando de usted. Y si usted conserva su fe, llegará a sentarse en los consejos directivos de la Iglesia”

En ese momento supe que la respuesta a todas mis oraciones de niño, había llegado a mí. Pero no obtuve el testimonio de que esta Obra es divina por medio de esta manifestación, aun grande y gloriosa como fué, sino mediante la obediencia a la voluntad de Dios, conforme a la promesa de Cristo: «El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta.” (Juan 7:17.)

Comprobadlo desde cualquier ángulo y encontraréis que no hay una sola fase del evangelio de Jesucristo que no prevalezca sobre vuestro análisis. Y a medida que, aun en vuestra debilidad o en vuestra juventud, os abracéis a estos principios de vida sempiterna, sentiréis destilar sobre vuestras almas la bendición del Santo Espíritu que habrá de daros un testimonio más potente que toda duda, en cuanto a que Dios vive, que Él es en verdad nuestro Padre y que ésta es Su Obra, establecida sobre la tierra en esta dispensación por medio del profeta José Smith.

Este es mi testimonio, lo más precioso de mi vida. Y cuánto quisiera que mis hijos y sus hijos y los hijos de sus hijos puedan también poseerlo antes que cualquiera otra gratificación terrenal, porque sé que con este testimonio habrán de ser buenos ciudadanos, buenos padres y buenas madres. Sé que serán entonces honestos y verídicos ante Dios y el prójimo. Y también sé que todo lo que un hombre o una mujer deban llegar a ser, ellos lo serán; y lo conseguirán mediante la obediencia a los divinos principios del evangelio.

Dios os bendiga y guíe a ser verídicos; verídicos ante El y Su Obra. Este es, en verdad, el evangelio de Jesucristo. Quiera El darnos la fuerza para vivirlo, no solamente para predicarlo, no sólo para dar un testimonio verbal del mismo, sino para demostrar con nuestras acciones que sabemos lo que decimos.

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