«Enseñaréis»
por el presidente Harold B. Lee
En una conferencia de estaca efectuada hace algunos años, el fallecido presidente J. Reuben Clark, hijo, hizo una significativa declaración a los maestros y una promesa a la juventud:
«La juventud de la Iglesia tiene hambre de las palabras del Señor. Maestros, aseguraos de que estáis preparados para alimentarlos con el ‘pan de vida’, esto es, las enseñanzas de Jesucristo. Si éstos, los jóvenes, viven de acuerdo con sus enseñanzas, tendrán más felicidad que la que hayan podido soñar.»
Teniendo presente que muchos de los que son llamados para enseñar en las organizaciones de la Iglesia nunca han tenido un entrenamiento formal para enseñar, ni esto tampoco se les requiere ¿cómo, entonces, han de prepararse?
En Doctrinas y Convenios se nos ha dado la ley del Señor por revelación:
«Y se os dará el Espíritu por la oración de fe; y si no recibiereis el Espíritu, no enseñaréis» (Doc. y Con. 42:14). ¿Cómo ha de obtener el maestro ese Espíritu?
«Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá.
«Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá» (Mateo 7: 7-8).
De esta manera habló el Maestro a las multitudes que acudieron a Él para que les enseñara.
En años pasados he tenido la experiencia de estar bajo la influencia de muchos maestros, algunos de los cuales dejaron en mí una profunda impresión durante mis años de crecimiento y asimismo más tarde, cuando fui maestro. Uno de ellos, Howard R. Driggs, les dejó a sus alumnos algunas lecciones duraderas, particularmente cuando extraía ejemplos de buena enseñanza del registro de Jesús, el Maestro. Jesús señaló el camino en estos principios de buena enseñanza:
- El Maestro tenía un amor verdadero hacia Dios y los hijos de Dios.
- Tenía una creencia vehemente en su misión para servir y salvar a la humanidad.
- Poseía un claro entendimiento de los seres humanos y sus necesidades vitales.
- Era un discípulo constante y diligente. Conocía «la ley y los profetas/’ Conocía la historia y las condiciones sociales de su tiempo.
- Podía discernir la verdad y era firme en sostenerla.
- Su lenguaje sencillo le permitía tener oidores de toda clase y condición.
- Su habilidad creadora hacía de las lecciones algo real por todo el tiempo.
- Hizo que las personas tuvieran hambre y sed de justicia.
- Inspiró una bondad activa, un deseo de poner en práctica el evangelio en un servicio edificador.
- Demostró su fe viviendo constante y valientemente.
La instrucción del Señor tocante a la fe, citada previamente de Doctrinas y Convenios, menciona tres elementos diferentes a fin de que uno llegue a ser edificador, lo cual significa director, maestro o misionero:
«Asimismo, os digo que a ninguno le será permitido salir a predicar mi evangelio, o edificar mi iglesia, si no fuere ordenado por alguien que tuviere autoridad, y sepa la iglesia que tiene autoridad, y que ha sido debidamente ordenado por las autoridades de la iglesia.
«… maestros de esta iglesia enseñarán los principios de mi evangelio que se encuentran en la Biblia y el Libro de Mormón que contiene la plenitud de mi evangelio.
«Y observarán los convenios y reglamentos de la iglesia para cumplirlos, y así enseñarán, conforme los dirija el Espíritu» (Doc. y Con. 42:11-13).
De este modo, aquí quedan indicados los primeros elementos a fin de llegar a ser un maestro: primero, el llamamiento y ordenación por la autoridad debida; segundo, el mandamiento de enseñar los principios del evangelio; y tercero, el precepto de vivir a fin de ser un ejemplo para todos aquellos que el maestro enseñe.
Entonces sigue el elemento final que no se puede aprender sino que debe adquirirse por el Espíritu; es una cualidad vital si uno ha de llegar a ser un maestro en edificar el reino de Dios: «Y se os dará el Espíritu por la oración de fe; y si no recibiereis el Espíritu, no enseñaréis» (Doc. y Con. 42:14).
He tenido la buena fortuna de haber tenido como compañeras eternas en mi hogar a dos grandes maestras. De lo que he visto que han demostrado en su enseñanza y ejemplo, y de lo que he aprendido por mi propia experiencia como maestro y líder de la Iglesia, existen varias lecciones importantes que han de aprenderse.
A cada una de estas maestras, llamada a enseñar, le fue conferido el don del Espíritu Santo durante el bautismo a fin de ser un consolador y una guía. Cada una fue llamada por una persona que poseía la autoridad.
Se impusieron las manos sobre la cabeza de cada una de estas maestras, y ambas fueron apartadas para una obra precisa, y bendecidas a fin de que mientras ejercían esa posición, recibieran dirección, inspiración y discernimiento de acuerdo con sus necesidades, si eran fieles y si buscaban la guía del Espíritu del Señor. Las siguientes experiencias verdaderas en las vidas de estas dos maestras inspiradas, ilustrarán cómo se obtienen bendiciones divinas por medio de un servicio fiel y como las valiosas vidas son modeladas por los esfuerzos de una persona que enseña por el Espíritu. Quisiera tomar dos ejemplos de sus «libros de experiencia» por decirlo así, a fin de que otros los pongan en práctica.
Durante su juventud, una de ellas, hija escogida de un linaje noble, recibió una bendición de manos de un inspirado patriarca en la cual se le aconsejaba ser «diligente en aplicar tu mente a un estudio fiel. Busca al Señor en ferviente oración y tu corazón se llenará con gozo y satisfacción con la obra que lograrás. Sentirás una gran satisfacción en enseñar a los niños y observar su desarrollo hacia la juventud y la madurez. El amor que recibirás de ellos será recompensa suficiente por tus labores.»
La bendición pronunciada sobre la cabeza de esta maestra habría más tarde de encontrar una bella expresión en el cumplimiento de dicha bendición. Era joven y amaba la vida; en muchas ocasiones tuvo tentaciones, pero siempre acudían a su mente los rostros de los niños que confiaban en ella; sabía que tenía que vivir digna de esa confianza.
Un joven contó una experiencia que tuvo con su maestra, a quien caracterizó como la «mejor maestra que tuve. . . . confiaba en mí.» Había sido una de esas mañanas difíciles; la joven maestra salió del salón desalentada, pensando si habría logrado algo. Un niño de su clase, apresurando el paso para caminar a su lado, dijo: «Me gustó mucho la clase esta mañana.» Luego, mirando con vehemencia el volumen hermosamente encuadernado de la Vida de Cristo que ella llevaba, agregó: «Si tuviera un libro como ese, yo también podría contestar algunas de las preguntas.»
«¿Te gustaría quedarte con el mío?» le preguntó ella, ofreciéndoselo.
«Oh, ¿de veras? ¡Gracias!»
El alumno tomó el libro gustosamente; su mirada decía mucho más que gracias. Más tarde, ella se enteró que el niño venía de una familia numerosa, donde no había libros, ni cuadros colgados en las paredes; tenía hambre de las cosas que contenía ese libro. El domingo siguiente se lo devolvió envuelto cuidadosamente; lo había leído todo, y no estaba manchado ni dañado en ninguna manera. Sí, ella había confiado en él.
De la misma manera fue predicha la misión de mi otra hermosa compañera durante su juventud, cuando en una bendición sagrada se le prometió que «al recibir el llamado para servir en la Iglesia, habrás de responder al mismo con toda humildad. En ese servicio, recibirás gozo porque llegarás a conocer y a comprender la palabra de Dios y a tener el poder para enseñarla a otros. . . llegarás a ser una mensajera de paz y a traer gozo y agradecimiento a muchos hogares. Eres una persona que llevará gozo a los enfermos. Ayudarás a quitar la tribulación de los corazones de aquellos que están afligidos y cansados, para de esta manera dirigirlos a Él, el Señor Jesucristo.»
Esta otra gran maestra extendió su servicio más allá del salón de clase, al inculcar en una jovencita las cualidades que habrían de hacerla florecer en una bella condición de mujer. Transformó en logros valederos lo que hubiera podido ser una terrible tragedia en la vida de esta jovencita; guio los pasos de una niña huérfana durante la adolescencia, la época de cortejo, por último, el matrimonio en el templo. En una ocasión dije acerca de esta maestra:
«Posee la llave que abre el corazón de muchos niños; posee la habilidad para enseñarle al maestro este secreto. Escucharla conversar con un niño es algo hermoso; su habilidad y comprensión son producto de una vida de conocimiento y aplicación de la sicología del niño; constantemente está auxiliando al que no es comprendido.»
No toda la enseñanza se imparte en el salón de clase; una verdadera maestra está siempre en su papel; es la maestra de sus alumnos dondequiera que éstos la vean; sus ojos están fijos sobre ella como tal.
En todas partes del mundo existe oposición, «sí, el fruto prohibido en oposición al fruto del árbol de la vida, dulce uno y amargo el otro. Por lo tanto, el Señor Dios le concedió al hombre que obrara por sí mismo. De modo que el hombre no podía actuar por sí, a menos que lo atrajera el uno o el otro» (2 Nefi 2:15-16).
«¿Me amas? . . . Apacienta mis corderos» fueron las palabras del Señor resucitado a Pedro. (Juan 21:15).
Qué privilegio se da a los maestros que son llamados y apartados por aquellos que tienen autoridad de El para apacentar sus corderos. Bienaventuradas serán sus vidas, porque, como dijo el presidente Clark: «El amor que recibirás de ellos será recompensa suficiente por tus labores.»
Sí, estos maestros pueden testificar de la veracidad de esta declaración. Los contactos que empezaron en un pequeño salón se han transformado a través de los años en amistades que trascienden las relaciones entre maestro y alumno. Estas amistades han sido nutridas a través de un amor y entendimiento mutuos y del glorioso Evangelio de Jesucristo que primeramente los unió. Tales son las «recompensas suficientes» que reciben aquellos que aceptan el desafío: «¡Enseñaréis!»
En una reciente disertación, el prominente discursante concluyó con tres significativas declaraciones a fin de recalcar el trabajo de un maestro:
«El maestro es el escultor humano cuyo deber es modelar la arcilla viviente.»
«Los jóvenes son particularmente maleables, y con una enseñanza adecuada se les puede enseñar principios correctos.
«Si deseáis cambiar el semblante del mundo tenéis que cambiar los corazones de los hombres.» (Dr. Cari S. Winters, Salt Lake Tribune, 24 de marzo de 1971.)
Es mi oración que todos los maestros sientan, no sólo la importancia de sus llamamientos, sino también las grandes oportunidades para mejorar las mentes y los corazones de los hombres.
























