Febrero 2001
Los fieles primeros creyentes
por Donald L. Enders
Joseph y Lucy Mack Smith fueron los primeros en oír de la aparición de Dios el Padre y de Jesucristo a su hijo José Smith. A partir de entonces, sacrificaron todo lo que tenían por el Evangelio.
Cuando el profeta José Smith administraba las ordenanzas asociadas con la investidura en el Templo de Kirtland en enero de 1836, contempló una visión del reino celestial. Al buscar las palabras para expresar “su gloria”, describió “la incomparable belleza” de su puerta, semejante a “llamas circundantes de fuego”, sus “hermosas calles”, y al Padre y al Hijo sentados sobre “el refulgente trono de Dios” (D. y C. 137:1–4). Para su gran gozo, también vio a su hermano Alvin “y a mi padre, y a mi madre” (D. y C. 137:5).
Alvin había muerto hacía trece años. Su vida virtuosa, su apoyo a la misión de José y su obediencia a los mandamientos explican su estado de exaltación. Sin embargo, los padres de José todavía estaban vivos. Entonces, ¿cómo podía mostrársele su exaltación?
La respuesta vino cuando el Señor prosiguió con Su explicación: “pues yo, el Señor, juzgaré a todos los hombres según sus obras, según el deseo de sus corazones” (D. y C. 137:9).
¿Cuáles fueron las obras y los deseos de Joseph Smith, padre, y de Lucy Mack Smith, esos fieles primeros creyentes del Evangelio restaurado, que pueden inspirar a los Santos de los Últimos Días actuales en nuestra propia búsqueda de la gloria celestial? Para ser breve, ellos buscaron la verdad, la encontraron y se aferraron a ella desde entonces (véase Mateo 7:8).
En Nueva Inglaterra buscaron la verdad del Evangelio; en Nueva York la encontraron. En Ohio, en Misuri y en Illinois vivieron fieles al Evangelio sin retroceder ante sacrificios, pobreza, sufrimiento físico, el escarnio del mundo y la tristeza por la muerte de sus seres queridos. En todo momento de sus vidas enseñaron con denuedo los principios del Evangelio a su familia, ofrecieron servicio desinteresado y testificaron de forma constante sobre la bondad de Dios.
LA BÚSQUEDA DEL EVANGELIO
De niños, tanto Joseph Smith, padre, como Lucy Mack se criaron en hogares religiosos e industriosos de Nueva Inglaterra. Joseph, nacido en 1771, hijo de Asael y de Mary Duty Smith, de Topsfield, estado de Massachussets, fue el tercero de once hijos. Lucy, nacida en 1775 en Gilsum, estado de New Hampshire, era la menor de los ocho hijos de Solomon y Lydia Gates Mack. Los padres de ambas familias enseñaron a sus hijos su deber ante Dios, el trabajo duro, la unidad familiar, a leer y a escribir y a tener una conducta propia de una sociedad educada.
Ambas familias, al igual que muchas otras de la época, eran “buscadores” que tomaban la Biblia y la oración personal en serio, pero que presentían que el grueso de la cristiandad se había alejado de las Escrituras. En consecuencia, anhelaban un renacimiento de la Iglesia de Cristo. El padre de Joseph Smith, padre, Asael, creía que un profeta de los últimos días nacería de su descendencia. La infancia y la adolescencia de Lucy se vieron profundamente afectadas por la bondad de su madre y por el ejemplo de dos hermanas mayores que profesaban una fe inquebrantable, aun durante una larga enfermedad terminal. Siendo una jovencita, Lucy buscó “un cambio de corazón” que la acercase a Dios.
A los diecinueve años de edad, Lucy acompañó a su hermano Stephen en un viaje de negocios a Tunbridge, estado de Vermont, donde conoció a Joseph, de veintitrés. Un año de amistad se convirtió en amor y se casaron el 24 de enero de 1796. Se trataba de un enlace muy prometedor. Ambos disfrutaban de buena salud, estaban rodeados de familiares y amigos y habían ahorrado algo de dinero. De acuerdo con la cultura tradicional de Nueva Inglaterra, esa prosperidad y aceptación social eran señales inequívocas de la gracia de Dios. Pero, durante los veinte años que vivieron en las ciudades vecinas a Vermont y New Hampshire, ambos aprendieron la dura pero importante lección de que la vida no era tan sencilla como parecía.
Cuando en 1816 se mudaron a Palmyra, Nueva York, habían sido objeto de casi toda clase de pruebas. Dos de sus diez hijos habían fallecido; se habían empobrecido debido a una depresión económica nacional y a un socio deshonesto; el mal tiempo había causado que se quedaran sin cosecha durante tres estaciones seguidas. Lucy estuvo al borde de la muerte por causa de la tuberculosis que había matado a sus dos hermanas, y una epidemia de tifus atacó a todos los hijos de Joseph y Lucy. La vida de la pequeña Sophronia fue preservada sólo después de que sus padres oraron fervientemente de rodillas en su lecho, con “dolor y súplica”. Y el pequeño José, de siete u ocho años, sufrió una infección ósea que requirió una operación quirúrgica, la que estuvo a punto de dejarlo tullido. La buena reputación de la familia también había sufrido al igual que su fortuna, y sus conciudadanos de Vermont les advirtieron que se mudasen para que la ciudad no tuviera que proporcionarles ayuda.
Fue también una época de fortalecimiento y refinamiento espiritual. Cuando Lucy se había dado por vencida para morir de tuberculosis, hizo convenio de servir a Dios todos sus días y de buscar “la religión que le permitiera servirle correctamente”, aun si “viniera del cielo mediante la oración y la fe”. Sanó y buscó fielmente esa religión durante las siguientes dos décadas, sin entender que su hijo pronto se la daría a conocer. “Durante días, meses y años continuó preguntando a Dios”, sin cesar, “que le revelase… los tesoros escondidos de Su voluntad”. La falta de confianza de Joseph Smith, padre, hacia la religión organizada no le permitía compartir la búsqueda de su esposa entre las iglesias a las que ella tenía acceso, pero ese hecho no llegó a convertirse en una fuente de contención entre ambos. Más bien, ella oraba sinceramente en busca de consuelo, el cual recibió a través de un sueño en el que se le aseguró que su marido aceptaría la verdad cuando le fuera presentada.
Lucy escribió: “Sentíamos la necesidad de reconocer la mano de Dios en la preservación de nuestras vidas a lo largo de un asedio desesperante de enfermedad, dolor y problemas, más que si hubiésemos disfrutado de salud y prosperidad”. Perdonaron a sus deudores, saldaron sus deudas y buscaron en unión mejorar su situación económica mudándose al oeste de Nueva York.
Joseph Smith, padre, precedió a Lucy y a los niños en su viaje a Palmyra. Para cuando la familia volvió a reunirse, el dinero disponible se había reducido a unos pocos centavos. Pero la llegada destacó dos características importantes de la familia. En primer lugar, el gozo obvio de volver a estar juntos. Lucy escribió que se sintió dichosa “al estar nuevamente, junto con mis hijos, bajo el cuidado y el afecto de un esposo y padre tierno”, y al contemplar a sus hijos “rodeando a su padre, colgándose de su cuello y llenándole el rostro de lágrimas y besos, los cuales él devolvía de todo corazón”. En segundo lugar, estaba la forma en que la familia, en unión, buscaba la solución de sus problemas. Lucy dijo: “Todos nos sentamos y de forma madura deliberamos juntos en cuanto a qué curso era mejor tomar [y] cómo debíamos poner manos a la obra”. Joseph Smith, padre, Alvin y Hyrum trabajaron para pagar la tierra. Para mantener la casa y tener provisiones, Lucy, con la ayuda de Sophronia y los niños más pequeños, se hicieron cargo de las tareas de la casa y vendían los lienzos artísticos de Lucy. También horneaban galletitas y preparaban zarzaparrilla, todo lo cual el joven José vendía en el pueblo subido a un carro de mano casero.
EL HALLAR EL EVANGELIO
Gracias al esfuerzo unido de la familia, sus circunstancias económicas mejoraron grandemente. Dos años después de su llegada a Palmyra como “extranjeros, destituidos de amigos, hogar y empleo”, escribió Lucy, “pudimos asentarnos en nuestra propia tierra, en una cabaña bien protegida y cómoda, aunque humilde, construida por nosotros mismos y amueblada con buen gusto”.
El deseo incesante de Lucy de encontrar la verdad espiritual estaba a punto de dar fruto. En la primavera de 1820, su hijo José, de catorce años, experimentó la Primera Visión, en la que vio al Padre y al Hijo, sus pecados le fueron perdonados, se le mandó no unirse a ninguna iglesia y se le indicó que el Evangelio pronto sería restaurado en su plenitud. Tres años más tarde, el mensajero celestial Moroni instruyó a José en cuanto a que había sido escogido por el Señor para sacar a luz un antiguo libro que contenía “la plenitud del evangelio eterno” (José Smith—Historia 1:34).
Moroni mandó también a José que hablara a su padre respecto a esa visita, lo cual hizo. Su padre creyó por completo y José obtuvo el apoyo pleno de su familia, incluso el de sus hermanos y hermanas. “Estábamos convencidos de que Dios estaba a punto de sacar a luz algo que deleitaría nuestra mente”, escribió Lucy. “Nos regocijamos en ello con un gozo sobremanera”.
Ella registra un tierno recuerdo de toda la familia, reunidos alrededor de la hoguera después del día de trabajo, escuchando al joven José con gran atención mientras les relataba incidentes del Libro de Mormón. “La más dulce unión y felicidad invadían nuestro hogar; ningún desacuerdo ni disputa perturbó nuestra paz, y la tranquilidad reinaba entre nosotros”. Lucy y Joseph Smith, padre, se dieron cuenta de que ése era un tesoro eterno, mientras que el mundo apenas podía ofrecer sino cosas vanas.
A pesar de lo dulce que era ese conocimiento, los siete años entre la primera visita de Moroni la noche del 21 al 22 de septiembre de 1823 y la organización oficial de la Iglesia el 6 de abril de 1830, fueron épocas de grandes pruebas para Joseph y Lucy. Acordaron la compra de un terreno boscoso en Manchester, Nueva York; comenzaron a limpiar la tierra, construyeron una cabaña de troncos, un granero y cobertizos; plantaron un huerto de árboles frutales y dieron comienzo a la construcción de una gran casa de madera al estilo de Nueva Inglaterra. Para 1830, la granja se encontraba entre las mejores de la región y era conocida por su “orden y limpieza”.
La familia sufrió un duro revés con la repentina muerte de Alvin, tan sólo seis semanas después de la visita del ángel Moroni. La “felicidad de la familia desapareció en un instante” y Joseph, Lucy y los niños “quedaron por primera vez… sumergidos en el dolor”. Después de esos penosos acontecimientos, perdieron el derecho al título de propiedad de la granja. Alvin había ganado dinero suficiente para todos los pagos excepto el último “después de mucho trabajo, sufrimiento y fatiga” antes de su muerte, y también había comenzado la construcción de una nueva casa de madera. Cuando el primer agente inmobiliario falleció, hubo un malentendido y, por medio del engaño, el carpintero que habían contratado para finalizar la casa adquirió el título. Un caballero cuáquero los rescató cuando compró la tierra y les permitió vivir en la granja y en la cabaña durante los cuatro años siguientes a cambio del trabajo de su hijo Samuel.
Uno de los recuerdos más conmovedores de Lucy es el de la desesperación que sintió cuando se percató de que iban a perder la casa que había sido diseñada por su amado Alvin con el expreso propósito de que ella y su esposo estuvieran cómodos ya entrados en años. “Ese hecho me sobrecogió y caí en una silla, privada casi de toda sensibilidad”, escribió. Le preguntó a Hyrum: “¿Qué significa esto?… ¿Cómo es que todo lo que hemos ganado en los últimos diez años nos lo quitan en un instante?”. Era natural que tuviera esos sentimientos, pero cuando tuvieron que mudarse de la casa tres años más tarde, le dijo a Oliver Cowdery, quien vivía con ellos: “Miro a mi alrededor todas estas cosas que han sido recogidas para mi felicidad y que son el fruto de años de esfuerzo… Ahora lo entrego todo en favor de Cristo y la salvación, y es mi oración que Dios me ayude a hacerlo sin murmurar ni derramar una lágrima… No depositaré ni una mirada codiciosa sobre nada de lo que dejo atrás”.
También habló por su esposo. Lo que dejaron atrás era algo más que un hogar cómodo. El resentimiento había ido creciendo de forma constante hacia ellos a causa de las experiencias espirituales de José. La mayor parte de sus antiguos vecinos y amigos les dieron la espalda; algunos llegaron a mentir sobre ellos deliberadamente. Otros se aprovecharon de ellos, robando su propiedad y sometiéndolos a denuncias frívolas.
En favor de Joseph y de Lucy, se puede decir que ellos no se volvieron rencorosos ni vengativos. “Redoblamos nuestra diligencia en la oración a Dios para que José pudiera ser instruido y preservado más plenamente”, escribió Lucy. Ellos fueron los primeros en saber del llamamiento de José Smith, hijo, y de aceptarlo; en sentir su pena por la pérdida de las primeras 116 páginas del Libro de Mormón; en ayudarle a esconder las planchas; en oír el testimonio de los Tres Testigos, y se encontraron entre los primeros en ser bautizados. Joseph Smith, padre, y dos hijos, Hyrum y Samuel, formaron parte de los Ocho Testigos.
En un dulce momento, Lucy se vio casi intimidada al darse cuenta de que “soy de hecho la madre de un profeta del Dios del cielo, el honrado instrumento para efectuar tan grande obra”. En otro momento inolvidable, su hijo profeta abrazó a su padre e inmediatamente después del bautismo de éste exclamó: “[¡Alabo a] mi Dios! ¡He vivido para ver a mi propio padre ser bautizado en la Iglesia verdadera de Jesucristo!”
EL VIVIR EL EVANGELIO
La búsqueda de Joseph Smith, padre, y de Lucy de la verdad religiosa se extendió desde su juventud a lo largo de treinta y cuatro años de matrimonio. En los diez años anteriores a la muerte de Joseph Smith, padre, en 1840, ambos caminaron de forma firme por el sendero que se extendía ante ellos, con la confianza de que si servían a Dios con todo su corazón, permanecerían sin mancha ante Él en el último día (véase D. y C. 4:2).
Joseph y Lucy no volvieron a poseer un hogar propio. En Kirtland vivieron en una granja a poca distancia de la ciudad que se le había facilitado a su hijo José. Allí, “exhaustos por el trabajo duro”, acomodaron, alimentaron y predicaron a “grandes concursos de gente” que se estaban trasladando a Kirtland. En Misuri, el profeta José hizo los arreglos para que ellos y sus hermanas casadas administraran una posada en Far West. En Nauvoo, con Joseph Smith, padre, padeciendo las secuelas de su enfermedad final, vivieron en una pequeña morada cerca del hogar de José Smith, hijo. A pesar de las circunstancias difíciles, éstas no impidieron que cumplieran con su convenio bautismal de llevar las cargas los unos de los otros y ser testigos del Evangelio (véase Mosíah 18:8–9).
Lucy sabía cuidar muy bien a los enfermos y Joseph le era de gran apoyo. Un vecino de Palmyra los alabó diciendo que eran “la mejor familia del vecindario en caso de enfermedad; y uno de ellos estuvo en mi casa casi todo el tiempo cuando falleció mi padre”. En Far West, Lucy asumió con toda disposición el cuidado de “veinte o treinta personas enfermas… durante la persecución”. Cuando se prepararon los terrenos para establecerse en Nauvoo y había “decenas de niños muriendo de escorbuto”, el profeta José y Hyrum “apartaron a su querida madre para trabajar y cuidar de los enfermos”. Ella “dedicó meses entre los santos pobres y enfermos”. Un joven vecino llamó a Lucy “una de las mujeres más buenas, siempre dispuesta a ayudar a los que tenían necesidad”.
Joseph y Lucy compartieron de forma hospitalaria todo lo que tenían. En los años previos a la restauración de la Iglesia, recibieron a un niño huérfano en su hogar así como a dos personas ancianas. Una pareja recién casada vivió con ellos durante varios meses en Kirtland. En esa ciudad, en Misuri y en Nauvoo, con frecuencia cedieron todas las camas de su casa a sus invitados, mientras que Joseph y Lucy compartían una sola manta dispuesta sobre el suelo. Dieron de comer a los recién llegados y a los misioneros, organizaron consejos y reuniones de la Iglesia, hicieron de su hogar un refugio en el que se podían dar bendiciones patriarcales en un ambiente espiritual, asesoraban a los demás en forma personal y celebraban conversaciones sobre doctrina y una reunión espiritual familiar con himnos y oraciones cada atardecer.
Su testimonio de la veracidad del Evangelio fortaleció a los miembros y fue un desafío para los críticos. Un residente de Palmyra compró el pagaré de un préstamo que se le había hecho a Joseph Smith, padre, y exigió su pago inmediato, mas ofreció perdonar la deuda si quemaba el Libro de Mormón. Aunque estaba enfermo, Joseph Smith, padre, rehusó hacerlo y pasó varias semanas en la cárcel de morosos.
Joseph Smith, padre, ordenado élder en junio de 1830, en seguida predicó el Evangelio a sus padres y hermanos. A pesar de una amarga oposición e indiferencia por parte de algunos, su gozo fue grande cuando sus hermanos John, Asael, hijo, y Silas se convirtieron y se congregaron con los santos. A los 65 años, siendo Patriarca de la Iglesia, partió en una misión patriarcal para servir a los miembros del este de los Estados Unidos. Para cuando falleció, había dado varios cientos de bendiciones patriarcales de ánimo y de inspiración. Sirvió en el primer sumo consejo de la Iglesia en Kirtland y en 1834 fue ordenado con Hyrum como Presidente Auxiliar de la Iglesia. En la dedicación del Templo de Kirtland, este siervo del Señor entrado en años contempló cosas maravillosas.
Lucy no se quedaba atrás en valor. Cuando un ministro de su iglesia anterior la presionó para que negara el Libro de Mormón, ella le desafío diciendo: “Mientras Dios me dé vida, aun cuando torturaran mi carne con brasas y me quemaran en la hoguera, declararé que este registro… es verdadero”.
En otra ocasión, cuando algunos de los élderes consideraron que el ser reconocidos como Santos de los Últimos Días acarrearía persecución sobre ellos, Lucy declaró con valentía: “Diré a la gente quién soy exactamente”. Cuando un ministro se mofó del Libro de Mormón, Lucy testificó: “Señor, permítame decirle osadamente que el Libro de Mormón contiene el Evangelio eterno y que fue escrito para la salvación de su alma por el don y el poder del Espíritu Santo”. Siete meses después del asesinato de José y de Hyrum, Lucy, hablando por sí misma y por su esposo ya fallecido, clamó: “Inmerso en nuestro corazón ha estado el colaborar en el avance de este reino para que pueda llenar toda la tierra”.
Tanto Joseph Smith, padre, como Lucy recibieron todas las ordenanzas del templo que en aquel entonces estaban disponibles para los miembros de la Iglesia. En el caso de Joseph Smith, padre, él recibió las ordenanzas preparatorias en el Templo de Kirtland. Lucy recibió las ordenanzas preliminares y la investidura en el Templo de Nauvoo el 10 de diciembre de 1845.
LECCIONES QUE APRENDEMOS DE LUCY Y DE JOSEPH
¿Qué lecciones aprendemos hoy en día de esos fieles creyentes? En primer lugar, siendo padres enseñaron a sus hijos a obedecer el Evangelio, a trabajar duro y en unión, y a orar incesantemente en busca de guía y las bendiciones deseadas. Sus ejemplos igualaban a sus preceptos.
Segundo, dieron el ejemplo a sus hijos en cuanto a valorar la verdad dondequiera que la encontraran. De buena voluntad, aun dichosamente, aprendieron de uno de sus hijos en vez de sentir que, como padres, eran ellos los que tenían que saber todas las respuestas.
Tercero, la devoción al Evangelio fue su prioridad principal. Aun cuando fueron llamados a soportar la pobreza, la desesperación, la enfermedad y el escarnio, no dudaron en su alianza a la verdad.
Cuarto, aunque tenían pocos medios, los compartieron de forma gustosa y sirvieron a los demás santos y a la comunidad tanto como pudieron.
Quinto, mantuvieron unida a su familia. Ya fuera que se les expulsara por la persecución o que se congregaran con los santos, Joseph Smith, padre, y Lucy llevaron consigo incluso a sus hijos casados, nutriendo así su fe, cuidando de ellos cuando estaban enfermos y proporcionándoles apoyo amoroso.
Sexto, perseveraron hasta el fin. A pesar de las pruebas y el sufrimiento que pudieran haber sido causa de amargura y que hicieran que dudaran de su fe, permanecieron fieles. En 1840, Joseph Smith, padre, falleció siendo Patriarca de la Iglesia, rodeado de sus familiares y de los santos. Su esposa, de 70 años, permaneció en Nauvoo con sus cuatro hijos que quedaban vivos y su nuera, Emma, cuando los santos partieron en 1846; pero la fe de Lucy en la misión de su hijo José jamás vaciló.
Siendo los primeros creyentes, ella y su esposo fijaron un nivel de lo que es ser padres ejemplares y de devoción del uno hacia el otro y hacia la verdad. Su ejemplo ilumina el camino a todas las familias Santos de los Últimos Días de nuestra época.



























