La vitalidad del amor

Conferencia General Octubre 1971

La vitalidad del amor

Milton R. Hunter

por el Élder Milton R. Hunter
Presidente del Primer Consejo de los Setenta


El diablo comanda sus fuerzas al máximo, para crear la discordia, el pecado y el dolor en la familia humana. Estas calamidades pueden sin embargo evitarse, en la medida en que la gente viva los principios del evangelio de Jesucristo, que es amor.

En una ocasión: «. . . un intérprete de la ley, preguntó (a Jesús) por tentarle, diciendo:

Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley? Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas» (Mateo 22:35-40).

En los días de nuestro Salvador, las escri­turas hebreas estaban separadas en divi­siones. Los cinco primeros libros se llamaban «de la Ley», otro grupo se llamó «los pro­fetas.» Al contestar al abogado, el Maestro mencionó Deuteronomio y Levítico, que eran dos de los libros de la ley hebrea. De esa forma, Jesucristo declaró que las dos grandes leyes del amor eran la base de todas las enseñanzas religiosas de las escrituras he­breas.

Desde el momento en que el primer gran mandamiento es amar al Señor nuestro Dios ¿cómo podemos demostrar nuestro amor por Él? Podemos hacerlo en nuestras oraciones al Padre, dadas en nombre del Hijo, así como por nuestra veneración hacia esos Seres divinos. Pero, para incluirlo todo, Jesús dijo:

«Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Juan 14:15). O dicho de otra forma, debe­mos vivir: «. . .con cada palabra que sale de la boca de Dios» (Doc. y Con. 84:44).

Nuestro Padre Celestial y su Hijo Unigénito, sienten un amor intenso y comprensivo por nosotros; tienen inteligencias superiores y un entendimiento mayor que el nuestro, y es por eso que esos sentimientos de amor son superiores a nuestra capacidad de amar. El atributo del amor está tan desarrollado en estos Seres divinos, que la escritura declara: «Dios es amor» (1 Juan 4:76). En realidad el trascendente amor de la divinidad se encuen­tra por encima y más allá de nuestros senti­mientos y conceptos más profundos. En tiempos de grandes experiencias espirituales, cuando sentimos la plenitud del Espíritu, comprendemos mejor la magnitud del amor de Dios.

Dios es el Padre de nuestros espíritus. Nos puso en esta tierra y nos proveyó el evangelio de salvación por medio de su Hijo Uni­génito, haciéndonos así posible el retorno a su presencia y el alcance de la exaltación o vida eterna. Aquellos que logren esta gloriosa condición, experimentarán la dulzura del amor que sobrepasa nuestro entendimiento actual.

«. . . porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Juan 3:16).

Y tan grande fue también el amor de Cristo por nosotros, que dio su vida y vertió su sangre por nuestros pecados, también para hacer posible la resurrección universal. «Nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos» (Juan 15:13).

Entre toda la familia humana no existen ejemplos donde el principio del amor haya sido demostrado tan perfectamente como lo fue en la vida de Jesús en Palestina, y su ministerio entre los nefitas después de la resurrección. Curó a los enfermos, levantó a los muertos, restauró la vista a los ciegos y el oído a los sordos, y limpió a los afligidos por la lepra; su corazón se llenó de compasión por los pobres y cualquiera que sufriera, y los elevó espiritualmente con su profunda com­prensión.

Un hermoso ejemplo del amor de Jesu­cristo y su compasión, se encuentra en el Libro de Mormón, en la oportunidad en que bendi­jo a los niños:

«Y cuando hubo pronunciado estas pala­bras, lloró, y la multitud dio testimonio de ello; y tomó a sus niños pequeños, uno por uno, y los bendijo, y rogó al Padre por ellos.

Y cuando hubo hecho esto, lloró de nuevo;

Y hablando a la multitud, les dijo: Mirad a vuestros niños.

Y he aquí, al levantar la vista, dirigieron la mirada al cielo, y vieron que se abrían los cielos y que descendían ángeles, como si fue­ran en medio del fuego; y bajaron y cercaron a aquellos niños, y quedaron rodeados de fuego; y los ángeles ejercieron su ministerio a favor de ellos» (3 Nefi 17:21-22).

Otro ejemplo del gran amor del Maestro es el que demostró cuando, colgando de la cruz en dolor, agonía y cerca de la muerte, oró:

«. . . Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34).

El tema central y la dinámica más fuerte del evangelio de Jesucristo es el amor. El Salva­dor enseñó a sus apóstoles:

«Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros.

En esto conocerán todos que sois mis discí­pulos, sí tuviereis amor los unos con los otros» (Juan 13:34-35).

Cristo declaró que el segundo y gran man­damiento es amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos; Él sabía que el egocentrismo es parte normal de la naturaleza humana. Por lo tanto, para ser buenos cristianos de­bemos amar a otras personas tal como nos amamos a nosotros mismos. Si amamos a nuestro prójimo como amamos nuestra persona, todas nuestras relaciones con ellos estarán basadas en la bondad, la caridad y generosidad, y todas nuestras acciones estarán atemperadas por el amor. Jesús también enseñó:

Pero yo os digo: Amad a vuestros enemi­gos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen;

Para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos…

Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto» (Mateo 5:44-45, 48).

¿Cuál debería ser la relación entre los esposos, especialmente si son Santos de los Últimos Días? Ambos deben ser siempre bondadosos y tiernos el uno con el otro; ninguno de ellos tiene el derecho de decir o hacer algo que hiera los sentimientos del otro, sino por el contrario, deben demostrarse en forma continua el amor y el afecto más profundos. En todo momento, cada uno de ellos debe realizar un esfuerzo consciente por hacer todo lo posible para proporcionar gozo en la vida de su cónyuge; el marido debe demostrar y expresar el aprecio por las aten­ciones de su compañera, y ella debe hacer lo mismo. Debemos esforzarnos por encon­trar las formas de desarrollarnos y ser felices. Ninguno de los dos debe dejar pasar los días sin expresarse mutuamente ternura y amor; no debemos pensar que nuestro cónyuge conoce nuestros sentimientos y que no es ne­cesario expresarlos. En una oportunidad tuve el honor de tener al presidente José Fielding Smith y a su amada esposa Jessie, como invi­tados en una conferencia a la cual yo había sido asignado; en su discurso la hermana Smith dijo: «Nunca dejo pasar un día sin repetirle a mi esposo que lo quiero, y él a su vez nunca deja transcurrir un día sin decírmelo a mí.»

Bajo estas circunstancias, las bendiciones del Señor se derramarán abundantemente desde los cielos sobre los matrimonios, y especial­mente sobre aquellos que están sellados por el poder del sacerdocio en la Casa del Señor. El poder de las alturas liga el amor y el ma­trimonio de tales parejas por toda la eterni­dad.

El presidente David O. McKay, defensor del amor y la armonía en el hogar, declara en su libro Pathways to Happiness (Senderos hacia la felicidad):

«El hogar se hace eterno a través del amor» (pág. 114).

«Aprended el valor del autocontrol. Nunca os sentiréis culpables por las palabras no dichas. Creo que la falta de autocontrol es el factor más común que contribuye a la des­gracia y a la discordia. Vemos algo en el otro que nos desagrada, y nos es fácil condenarlo; y esa palabra condenatoria provoca senti­mientos enfermizos. Si vemos la falta, y nos controlamos al hablar, en pocos momentos todo es armonía y paz en lugar de rencor y mala voluntad. Controlar la lengua es uno de los factores que más contribuyen a la ar­monía en el hogar, y que muchos de noso­tros no logramos desarrollar» (David O. McKay, Pathways to Happiness, pág. 120).

El amor es también lo que caracteriza el centro de la vida familiar. Cada niño debe ser creado para sentir que siempre ocupa un lugar de importancia ante sus padres y en la familia. Los padres deben expresar amor hacia sus niños, y demostrarles en todas las formas posibles que los quieren profundamente. Luego, el Espíritu del Señor reinará en ese hogar; el fundamento de la familia será el amor y por lo tanto también lo será Dios; los niños responderán recíprocamente al amor de los padres, y harán lo posible por compla­cerlos.

La meta de todas las familias que actúan con profundo amor, será obedecer los manda­mientos de nuestro Salvador en cada detalle, y algún día volver a vivir en la presencia del Padre Eterno y de su Hijo Unigénito.

Os dejo mi testimonio de que el verda­dero evangelio del Señor ha sido restaurado en la tierra, y que la Iglesia del Maestro es la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; en el nombre de Jesucristo. Amén.

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