Este es mi Hijo Amado

Conferencia General Octubre 1971

Este es mi Hijo Amado

Loren C. Dunn

por el presidente Loren C. Dunn


De la sección sesenta y ocho de Doctrinas y Convenios provienen estas conocidas palabras: «Y ade­más, si hubiere en Sión, o en cualquiera de sus estacas organi­zadas, padres que tuvieren hijos, y no les enseñaren a comprender la doctrina del arrepentimiento, de la fe en Cristo, el Hijo del Dios viviente, del bautismo y del don del Espíritu Santo por la imposi­ción de manos, cuando éstos tu­vieren ocho años de edad, el pecado recaerá sobre las cabezas de los padres.

«Porque ésta será una ley para los habitantes de Sión, o cual­quiera de sus estacas organizadas.
«Y sus hijos serán bautizados para la remisión de sus pecados cuando tengan ocho años de edad, y recibirán la imposición de manos.
«Y también han de enseñar a sus hijos a orar y a andar recta­mente delante del Señor» (D. y C. 68:25-28).

A fin de ayudarnos con estas responsabilidades sagradas, el Señor nos ha dado la revelación de la noche de hogar para la fami­lia. Pero en el fundamento de una venturosa noche familiar debe existir una adecuada relación entre los padres y los otros miem­bros de la familia.

Por ejemplo, no creo que exista en todo el mundo mejor relación que esa tan especial que puede existir entre un padre y sus hijos; una relación nacida del amor, y esos profundos sentimientos que al principio se encuentran ahí por instinto y más tarde son fo­mentados y desarrollados por medio del amor, la ternura y la consideración.

Menciono aquí la relación de un padre para con sus hijos, no para degradar en ninguna manera el tremendo papel de la madre, pero siendo que nunca he sido madre, no me siento capaz de ha­blar desde ese punto de vista. No sólo eso, sino que pienso firme­mente, hablando en términos ge­nerales, que las madres de la Iglesia necesitan un poco más de ayuda de los padres para edificar esos lazos especiales entre padres e hijos que tienen la tendencia de hacer de la organización familiar un pedacito de cielo en la tierra.

Me siento impresionado por el hecho de que el plan de redención y salvación para toda la humani­dad fue arreglado por un Padre y su Hijo, aun Dios el Padre y su Hijo Jesucristo.

Pienso que uno de los trozos significativos de la historia de José Smith fue cuando el ángel Moroni le dijo al joven José que fuera a su padre y le relatara todo lo que había acontecido.

Aun en la restauración del evangelio de Jesucristo, el Señor tuvo cuidado de reconocer la rela­ción de este joven con su padre, y se aseguró de que nada la dañara. Sí, la relación de un pa­dre con sus hijos puede y debe ser muy especial.

Ciertamente no siempre se puede predecir el resultado de los hijos, y en ciertas ocasiones, bajo las mejores circunstancias, ocurre algo que ocasiona que un miem­bro de la familia se desvíe. A pesar de que estas cosas sean algunas veces difíciles de com­prender, no obstante, más de una vida ha sido recuperada y alterada para bien, a causa del amor im­perecedero de un padre hacia su hijo o hija, un amor que bo­rrará las frustraciones que los jó­venes experimentan a medida que tratan de encontrarse a sí mismos en medio de un conflicto de ideales y normas.

Un comentarista describió a un típico joven de la actualidad como a alguien «que se le dice que debe ser fuerte, apuesto, valiente, etc. Es acosado con in­sinuaciones para adquirir cerveza, cigarrillos, tarjetas de crédito, etc. A la señorita se le sugiere que es un fracaso total a menos que se parezca a una extravagante estrella de cine. Con razón la pobre criatura se siente herida cuando se compara a sí misma con lo que se le indica es el ideal. Una de las cosas más difí­ciles es el aplacar la mente de los jóvenes; no es bueno decir no importa, porque tiene mucha importancia. No es bueno decir que solamente duele por un rato, como la horca. Pero sería de ayuda si se pudiera convencer al joven de que, a pesar de la desigualdad entre él mismo y los falsos ideales que se le presentan, posee tanto valor humano como cualquier otra persona, y no debe deses­perar.»

Este conflicto de ideales y normas entre lo que la Iglesia le enseña a hacer a un joven y lo que el mundo espera de él, ocasiona una tremenda frustración, y ciertamente, el padre está en mejor posición de poner estas cosas en perspectiva, a fin de ayudarle a su hijo o hija a com­prender lo que es importante y lo que no lo es en la vida; estar ahí para asegurar, amar, y hacer que sus hijos se sientan impor­tantes, y ayudarlos a ser ellos mismos y a permanecer fieles a sus normas.

Alguien dijo en una ocasión que las personas de edad madura y los ancianos olvidan cuán pro­fundamente sensibles son los jó­venes, y cuáles son los motivos de esa sensibilidad. Los jóvenes no han tenido ninguna experien­cia con este procedimiento asom­broso llamado juventud, y todos nosotros debemos comprenderlo.

Cuando un padre en la Iglesia trata de ser un padre para sus hijos, surgen de vez en cuando algunos conflictos especiales. En la sección setenta y cinco de Doc­trinas y Convenios el Señor dice: «Y además, de cierto os digo, todo hombre que tiene que mantener a su propia familia, hágalo; obre en la iglesia y de ninguna manera perderá su corona» (D. y C. 75:28).

Esto indica dos responsabili­dades básicas: abastecer a nuestras familias y trabajar en la Iglesia. Hay ocasiones en las que surgen preguntas en cuanto a un con­flicto aparente entre el deber de un padre para con su familia y las muchas responsabilidades que él pueda tener en la Iglesia.

En respuesta a esto, ciertamente todos los líderes de la Iglesia que tienen la responsabilidad de organizar y convocar reuniones administrativas deben darse cuenta de que una reunión bien pre­parada y organizada, determinando de antemano la hora para comen­zar y terminar, no solamente utili­zará el tiempo al máximo, sino que facilitará que los hermanos que asisten reciban el apoyo de sus esposas e hijos.

Una reunión bien preparada significa que la familia sabe a qué hora el padre o esposo regresará al hogar. Una reunión bien preparada utiliza el tiempo al máximo y, por tanto, reduce el número de reuniones inter­medias que podrán llevar al pa­dre fuera del hogar innecesaria­mente. Ciertamente, las reuniones bien preparadas y organizadas son una bendición para las fami­lias de los padres que son miem­bros de la Iglesia, como lo es para aquellos padres que asisten a las mismas.

Por otra parte, como lo indica el versículo que leí en Doctrinas y Convenios, el Señor espera que cuidemos de nuestras familias y que también atendamos nues­tros deberes en la Iglesia,

No siempre es cierto que una pesada carga de responsabilidades en la Iglesia sea la razón por la que un padre no se acerca a su familia. Mi padre fue presidente de estaca por veinte años; fue llamado a ese puesto cuando yo tenía seis años de edad y relevado cuando yo tenía 26. Me es difícil recordar un momento de mi ju­ventud en el cual mi padre no fuera presidente de estaca; era una estaca grande y requería gran parte de su tiempo.

Además de eso, era editor de un diario, el cual también le requería una gran dedicación, donde había trabajos que senci­llamente no podían dejarse para después. Recuerdo que no era raro que él trabajara diecisiete, die­ciocho o diecinueve horas. A pesar de que eso podría haber ocasio­nado dificultades familiares, y en nuestra relación con nuestro padre, es asombroso que no fuera así.

Al meditar en lo que él hacía para mantenernos cerca de él, pese a que casi no disponía de tiempo para dedicarnos, creo que todo radicó en su habilidad de incluirnos en su vida. Aun en sus prisas sabía lo que estábamos haciendo y se interesaba y pre­ocupaba. Las preguntas y comen­tarios que hacía nos indicaban que se sentía orgulloso, que se intere­saba en nosotros y en lo que hacíamos a pesar de que no siem­pre podía acompañarnos.

Recuerdo también que no im­portaba cuán cansados pudieran estar él y mamá, nunca se acos­taban a menos que todos estuviése­mos en casa. Cuando fui el único en quedar en casa, se acostumbró a no efectuar la oración familiar hasta que yo llegara, a pesar de que él y mamá estuviesen acos­tados. En situaciones como ésas siempre me pedía que orara. Quiero que sepáis que eso tuvo un gran impacto en la manera en que me comportaba durante mi juventud, ya que sabía que ten­dría que concluir la noche al lado de mis padres, en oración.

Además de eso, durante esas horas tranquilas e ininterrumpidas de la noche teníamos conversa­ciones largas y profundas. Siem­pre estaba dispuesto a conversar si yo así lo deseaba, no importaba qué hora fuera. Tengo que admitir que mi padre fue el hombre más grandioso que conocí, pese a que no dispuso de mucho tiempo para estar conmigo.

Al meditar ahora en ello, me doy cuenta de que a pesar que el tiempo que pasemos con ellos es importante, probablemente lo más importante radica en incluir a nuestros hijos en nuestra vida. Si somos capaces de expresar un interés sincero en ellos y hacerles saber que sabemos lo que está pasando, a pesar de que algunas veces tengamos que hacerlo apresuradamente, eso parece ser mu­cho más importante que un padre que dispone de más tiempo pero que por algún motivo no trans­mite ese interés.

Por último, quisiera decir cuán corto es el tiempo con que cuenta un padre para influir en sus hijos. En los Estados Unidos y Canadá, si un niño tiene nueve años de edad, habrá pasado aproximada­mente la mitad del tiempo que estará en el hogar. Para cuando tenga dieciocho años, quizás se encontrará fuera de la casa, asis­tiendo a la universidad o empezando de otra manera su propia vida. Para cuando tenga diecinueve, se encontrará cumpliendo su misión.

En otros países del mundo el tiempo quizás sea aún más corto.

El otro día me encontraba con­versando con un obispo que me contó que su hija de ocho años fue a despertarlo a medianoche para hacerle una pregunta. A la mañana siguiente, el obispo le explicó a la niña que tenía de­masiado quehacer y necesitaba dormir. Dijo que le estaría muy agradecido si no lo volviera a despertar a esas horas.

La pequeña esperó paciente­mente y por fin, casi con exaspera­ción, le dijo: «Sí, papi, pero es que no comprendes. Tú eres el obispo y yo tenía un problema.»

En este sentido ojalá que cada uno de nosotros seamos el obispo de nuestro hogar tal como el obispo debidamente autorizado es el padre de su barrio. Ruego también que el obispo del barrio y los maestros orientadores les brinden un cuidado especial a esas familias, donde los padres se encuentran permanente o tem­poralmente ausentes.

Que dediquemos el tiempo y hagamos lo que necesitamos y queremos hacer con nuestros hi­jos ahora, antes de que sea dema­siado tarde, porque los días tienen el hábito de escaparse y conver­tirse en meses y luego en años.

Que seamos diligentes en dedi­car y fortalecer las relaciones con nuestros hijos, y que brindemos una ayuda y dirección aún mayores para las hermosas madres de esta Iglesia, a medida que trabajamos para llevar a la juventud los prin­cipios de justicia, verdad, gozo, paz y felicidad, en el nombre de Jesucristo. Amén.

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