La importancia y eficacia de la oración

Agosto de 1972
La importancia y eficacia de la oración
por el presidente N. Eldon Tanner
Segundo Consejero en la Primera Presidencia

N. Eldon TannerAl comenzar este artículo, lo hago con toda humildad, y ruego humildemente que mi Padre Celestial me guíe en este esfuerzo.

Cuando era niño y asistía a la escuela, me sentí profundamente impresionado por estas palabras clásicas:

«Más cosas se realizan por medio de la fe que lo que este mundo se imagina»

Probablemente me sentí impresionado por­que yo vivía en un hogar en donde orábamos individualmente, así como en familia, noche y día, todos los días, y también porque en dife­rentes ocasiones mis oraciones habían sido contestadas. Era maravilloso el sentimiento de seguridad al saber que podía acudir al Señor, que Él era en realidad mi Padre Celestial, que estaba interesado en mí y que podía oír y con­testar mis oraciones. Este conocimiento siempre ha sido una gran fuente de consuelo para mí; me ha brindado confianza y fortaleza cuando más lo necesitaba, y la habilidad de escoger y tomar con confianza, decisiones que de otro modo no hubiera podido realizar. Habiendo tenido estas experiencias, y sintiendo la necesi­dad de ayuda divina, siempre ha sido mi gran deseo buscar sabiduría y ayuda en todos mis asuntos, y así lo he practicado.

Durante mis tiernos años, pensaba natural­mente que a causa de que orábamos en nuestro hogar, la gente de todo el mundo tenía la misma creencia y oraba a nuestro Padre Ce­lestial. Pero al ir madurando, me di cuenta de que muchas personas nunca oran para recibir ayuda, ni expresan su gratitud por las bendi­ciones que reciben, ni dan las gracias por la comida que comen. Fue aún más sorprendente darme cuenta de que hay aquellos que ni siquiera creen en Dios, y por tanto, no tienen fe en El y no comprenden que es un Dios personal, literalmente nuestro Padre Celestial, que somos sus hijos y que realmente escucha y contesta nuestras oraciones.

Nunca podré expresar suficiente gratitud hacia mis padres por enseñarme este impor­tante principio. Mi padre realmente sabía cómo comunicarse con el Señor, y lo hacía parecer ante nuestros ojos como real y cerca de nosotros. En las mañanas oraba: «Tus ben­diciones estén con nosotros al desempeñar nuestras tareas, que podamos hacer lo co­rrecto y regresemos esta noche a rendirte cuentas.»

Frecuentemente pienso en esto, ¡y qué gran ayuda ha sido para mí! Si todos recordaran esto durante el día, en todas sus actividades, te­niendo en cuenta que durante la noche ten­drían que rendirle cuentas al Señor por lo que hubieran hecho durante ese día, sería un gran elemento disuasivo en contra del mal, y una gran ayuda en lograr obras de justicia.

El Señor ha amonestado a los padres a enseñar a sus hijos a orar y andar rectamente ante El. (Véase D. y C. 68:28.) Esta es nues­tra más importante obligación hacia nuestros hijos: enseñarles que son hijos espirituales de su Padre Celestial, que Él es real, que siente un gran amor por sus hijos y desea que triunfen, que deben orar para expresarle su gratitud y suplicar su guía, dándose cuenta de que la fe en Él les brindará mayor fortaleza, éxito y felicidad que la que pueden recibir de cual­quier otra fuente.

Como padres, debemos enseñar por medio del ejemplo y permitir que la eficacia de la oración en nuestra propia vida les demuestre a nuestros hijos el valor de la fe en Dios, Qué triste es privar a un niño de la gran bendición de llegar a conocer a Dios y aprender a de­pender de Él, a fin de recibir el consuelo, la fortaleza y guía que el niño necesita tan im­periosamente para poder afrontar los problemas actuales. Es igualmente triste cuando no se les enseña que todo lo que tienen proviene de Dios, y que deben expresar su gratitud y tra­tar de ser dignos de las bendiciones que reci­ben.

Recordaréis la historia de los diez leprosos que Jesús limpió. Cuando uno de ellos regresó para darle gracias, el Salvador dijo: «¿No son diez, los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde están? ¿No hubo quien volviese y diese gloria a Dios sino este extranjero?» (Lucas 17:17-18). El pecado de la ingratitud es algo muy serio.

Al dar gracias por nuestras bendiciones y orar por nuestras propias necesidades, debe­mos ser conscientes de otros que necesitan nuestra fe y oraciones, y debemos ayudar al Señor a contestarlas. Cuando le suplicamos que bendiga al pobre, al enfermo y al necesitado y consuele a los afligidos, debemos seguir nuestras palabras con nuestros hechos y estar activa­mente embarcados en servir a nuestro prójimo y cuidar de sus necesidades. Nosotros somos los instrumentos por medio de los cuales el Señor logra sus propósitos, y cuando somos bendecidos, debemos a la vez bendecir a otros.

En nuestra familia tuvimos una dulce ex­periencia; una noche, al terminar de hacer nuestra oración familiar, una de mis hijas dijo: «Papá, tenemos tantas bendiciones y tanto que agradecer, que me pregunto si debemos pedirle al Señor más bendiciones o si debemos agradecerle lo que ya tenemos, y pedirle que nos ayude a ser dignos de lo que actualmente gozamos.» Quisiera recalcar la importancia de hacernos dignos de aceptar todo lo que nuestro Padre Celestial derrama constantemente sobre nosotros.

Es fácil orar y dar gracias cuando todo va bien y cuando nos sentimos bendecidos y prósperos. La verdadera prueba de nuestra gratitud y amor para el Señor yace en nuestra habilidad de hacer lo que hizo Job cuando sus penas y tribulaciones parecían ser algo más grande de lo que él podía soportar. No obs­tante, dio las gracias, alabó al Señor y le dijo con toda humildad y sinceridad: «Yo sé que mi Redentor vive» (Job. 19:25).

Nuestro Padre Celestial conoce nuestras necesidades mejor que nosotros; Él sabe lo que es bueno para nosotros y las cosas que necesi­tamos vencer a fin de continuar nuestro desa­rrollo y progreso. Debemos aprender a acep­tar su voluntad en todas las cosas, con la fe y la seguridad de que al final, todo lo que Él hace por nosotros será para nuestro propio beneficio.

Me sentí sumamente impresionado con la actitud de mi hija y su esposo, que tenían a un hijo que sufría de leucemia; los doctores diag­nosticaron que el niño no viviría más de un año o dos. Recuerdo la gran angustia que esto fue para ellos y cómo le rogaron al Señor, asistieron al templo, ayunaron y oraron a fin de que el niño pudiera sanar; y lo que más me impresionó fue el hecho de que siempre con­cluían sus oraciones con: «no se haga nuestra voluntad sino la tuya; y haznos lo suficiente­mente fuertes para aceptar tu voluntad para con nosotros.»

El niño vivió más tiempo de lo que los doctores habían anunciado, pero finalmente fue recogido, y fue una emoción para mí escuchar a sus padres agradecerle al Señor el privilegio que habían tenido de criarlo durante el tiempo que lo tuvieron y porque era una criatura tan hermosa, y después le suplicaron al Señor que los hiciera dignos para poder reunirse con él y vivir juntos en el más allá.

Cuando una persona siente que las cosas no están marchando como debieran o como quisiera que marcharan, cuando llega el desa­liento, como nos sucede a todos en ocasiones, entonces es el momento en que puede obtener gran consuelo, valor, fortaleza y una verdadera felicidad al acudir privadamente al Señor, y con toda humildad, arrodillarse y darle las gracias, enumerando una por una sus bendi­ciones, rogando que pueda ser digno de ellas. Os sorprenderá ver lo que el Señor ha hecho y el tiempo que os requerirá contar vuestras muchas bendiciones.

No esperéis estos tiempos de desaliento ni hasta que os encontréis en dificultades para orar. Se nos ha dicho que debemos orar a menudo y por todos los propósitos justos. Todos los profetas, desde antes de Adán, y aun Jesucristo, sintieron la necesidad de acudir en ora­ción y súplica a nuestro Padre Celestial. Los hombres que han ocupado altos puestos en todas las sendas de la vida, originarios de los diferentes países del mundo, han acudido al Señor para recibir guía, y su grandeza ha sido realzada a causa de su reconocimiento de un Ser Supremo y un Poder Divino.

Por ejemplo, casi todos los presidentes de los Estados Unidos de América, consideraron necesario implorar al Señor, y en muchas oca­siones, la mayoría exhortó a la nación para que invocara al Señor, comprendiendo, como dijera el presidente Abraham Lincoln: «En muchas ocasiones fui guiado a ponerme de ro­dillas por la abrumadora convicción de que no tenía ningún otro lugar adonde ir. Mi propia sabiduría y la de aquellos que me rodeaban parecían insuficientes por el momen­to.»

Samuel F. B. Morse, inventor del telégrafo, dijo: «Siempre que no podía ver claramente el camino, me arrodillaba e imploraba por luz y entendimiento.»

Tenemos también esa dulce y sencilla ora­ción del astronauta Gordon Cooper, mientras se encontraba en órbita: «Padre, gracias, es­pecialmente por permitirme realizar este vuelo. Gracias por el privilegio de poder estar en este puesto, de estar en este lugar tan maravilloso, contemplando todas estas cosas asombrosas y maravillosas que has creado.»

Las palabras de personas humildes e ilustres que ascienden en oración a su Padre Celestial son ilimitadas y forman parte de nuestra litera­tura más bella. Llega un momento en la vida de todo hombre en que siente la necesidad de cierta ayuda externa. La persona que aprende a temprana edad cómo orar, y por qué motivo, le lleva esa gran ventaja a aquel que no haya aprendido o que no crea que la oración puede ser una influencia poderosa.

Recientemente recibí una copia de una carta en la cual el autor, refiriéndose en forma un tanto crítica y sarcástica a un hombre que ocupa un puesto de bastante responsabilidad en la Iglesia dijo: «Ahí está un muchacho que real­mente necesita ayuda.»

Mientras la leía, pensé cuán cierto es que todos necesitamos ayuda y guía; y que si existe alguna diferencia en el grado de ayuda que necesitamos, parece aumentar con la cantidad de responsabilidad, con la importancia del puesto que ocupemos, lo cual nos hace respon­sables, no solamente por nosotros mismos, sino por otras personas. He llegado a la con­clusión de que mientras más humilde sea la persona, más probabilidades tendrá de triunfar y gozar del amor y la confianza de aquellos con quienes tenga el privilegio de asociarse y traba­jar.

Es muy importante que los padres junten a sus hijos en la noche y en la mañana, cada día, y le den a cada miembro de la familia uno por uno, el privilegio de dirigirse al Señor en nombre de la familia, expresando gratitud por las muchas bendiciones que la familia ha recibi­do, preocupación por los problemas individua­les y familiares que pueden existir y suplicar por su ayuda en la mañana con el conoci­miento de que en la noche le rendirán cuentas.

A muy temprana edad en su vida, los niños deben aprender que pueden acudir a su Padre Celestial como lo hacen con sus padres terre­nales, con el pleno conocimiento de que El escuchará y contestará sus oraciones. Siempre me he sentido impresionado con la anécdota que el élder Hugh B. Brown ha relatado acerca de las palabras de aliento de su madre cuando él salía a la misión, aproximadamente a los veinte años de edad. En esencia, éste era el mensaje:

«Hugh, cuando eras pequeño, a menudo tenías sueños desagradables o pesadillas, y me llamabas porque yo dormía al lado de tu cuarto. Con miedo preguntabas: ‘Mamá, ¿estás ahí?’ y yo te contestaba y trataba de consolarte y mitigar tus temores. Ahora que saldrás a predicar en el mundo, habrá ocasiones en que te sentirás atemorizado, te sentirás débil y tendrás problemas, y quiero que sepas que puedes llamar a tu Padre Celestial como acos­tumbrabas a hacerlo conmigo, y decir: ‘Padre, ¿estás ahí? porque necesito tu ayuda’ y hazlo con el conocimiento de que Él está ahí, que estará listo para ayudarte si cumples con tu parte y eres digno de sus bendiciones.»

Que podamos descubrir, si es que ya no lo hemos hecho, que la oración es un eslabón vibrante y vital con nuestro Padre Celestial, el cual le da significado y propósito a nuestras vidas, y que la felicidad y progreso eterno solamente puede llegar a aquellos cuyo Dios es el Señor.

Esta entrada fue publicada en Sin categoría y etiquetada , , . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario