Así dijo Jehová

Conferencia General Octubre 1971

Así dijo Jehová

Theodore M. Burton

por el élder Theodore M. Burton
Ayudante del Consejo de los Doce


Hace aproximadamente un mes,, recibí de la Primera Presidencia la asignación de efectuar una serie de conferencias en Sudamérica. Francamente, no sabía qué esperar de esos países. Al ver esas tierras y su gente, mi asombro no habría po­dido ser mayor.

Vi grandes ciudades con edifi­cios enormes y ultramodernos, y  con facilidades modernas por todos lados; el tránsito era sumamente denso; había edificios de apar­tamentos, oficinas, ferrocarriles subterráneos, modernas carreteras e industrias encaminadas con ardiente diligencia de afrontar las necesidades de una economía creciente.

Francamente, me quedé ena­morado de la gente sudamericana. Cuando llegué, no conocía a nadie, pero fui recibido con tanto cariño y hospitalidad que cuando salí de ahí unas semanas más tarde, me en­contré rodeado de muchos amigos nuevos y especiales, dándoles un abrazo de hermandad o afecto mientras nos despedíamos.

Al hablar con los líderes de la Iglesia, encontré que los sud­americanos afrontan los mismos problemas que las personas en otras partes del mundo. Mis amigos en Sudamérica me contaron que las personas de allí están tan in­teresadas en satisfacer sus necesi­dades materiales que descuidan

sus necesidades espirituales. Las iglesias están perdiendo a sus miembros; las personas no están interesadas en las religiones ac­tuales, y la influencia de la iglesia está decayendo. Las personas no encuentran ni consuelo ni solaz en las enseñanzas y filosofías re­ligiosas.

Lo mismo ocurre en Europa y los Estados Unidos. Supongo que es así en todo el mundo. En muchas partes, las iglesias se están convirtiendo en centros de acti­vidad política. Los ministros y sacerdotes están a la cabeza de movimientos de protesta de origen político. Los pastores se están volviendo hacia la sicología, si­quiatría y la ciencia social en su intento de servir y satisfacer las necesidades emocionales y espiri­tuales de sus parroquianos. Cuando se dan sermones son obras maes­tras intelectuales de hombres doc­tos entrenados como oradores en escuelas teológicas, pero el cora­zón ha salido de sus palabras. Imparten mensajes llenos de la sabiduría del hombre pero no de la de Dios.

Los líderes de las iglesias pal­pan y saben esto; como resultado, están tratando de reformar sus iglesias. Se han propuesto grandes cambios en las doctrinas y los procedimientos de las iglesias, y algunos de estos cambios se han llevado a la práctica. Se efectúan conferencias y sínodos con el pro­pósito de tratar de definir puntos de doctrina, métodos de procedi­miento o la fraseología de las ordenanzas del evangelio, etc.

Me da la impresión de que los hombres están tratando de hablar por Dios en vez de dejar que Dios hable por sí mismo.

Se ha dicho que lo que más se necesita hoy día no es la voz del hombre, sino la voz de Dios. ¿Cuál generación ha necesitado más la voz de un profeta de Dios para guiarla, que la actual? En un tiempo de la historia cuando nos encontramos acosados por un cla­mor de voces que dice: “He aquí la verdad» o «no, he aquí la verdad,» ¿dónde podemos en­contrar una voz autoritaria que diga «así dijo Jehová»? ¿Dónde está un Moisés, un Isaías, un Pedro, o un Pablo que pueda hablar de su conocimiento personal de Dios?

Veo, como vosotros, una di­sensión ideológica por todos los cabos de la tierra. En periódicos, revistas y libros, leemos varias propuestas de los hombres que tratan de resolver problemas morales y éticos por medio de la creación de nuevas leyes. Vemos que los hombres están acudiendo a la teoría, política o a la ciencia, en su intento de resolver los problemas espirituales o morales de la civilización actual. Estamos tratando de resolver nuestras dificultades mediante la filosofía y el conocimiento del hombre, así como la sabiduría humana. Nuevamente escucho las palabras de Isaías al expresar la voluntad de Dios:

«Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nues­tro, el cual será amplio en perdonar.

«Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová.

«Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vues­tros pensamientos.

«Porque como desciende de los cielos la lluvia y la nieve, y no vuelve allá, sino que riega la tierra, y la hace germinar y pro­ducir, y da semilla al que siem­bra, y pan al que come,

«así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié» (Isaías 55:7-17).

El camino de Dios es la vía para resolver nuestras dificultades políticas, morales, éticas, y aun económicas. La vía del Señor puede eliminar guerras, tumultos, dis­criminación, sufrimiento e inani­ción.

Por tanto, lo que el mundo ne­cesita es dirección de un verdadero profeta que, conociendo los desig­nios y la voluntad de Dios, pueda hablar en su nombre con poder y autoridad y decir «así dijo Je­hová.»

¡Ese día ha llegado! Los profetas del Antiguo Testamento predije­ron que en los últimos días Dios establecería su reino sobre la tierra y que no sería jamás destruido. Daniel habló acerca de una piedra que Dios cortaría del monte con su propia mano, y que rodaría hasta llenar toda la tierra. Miqueas dijo que esto ocu­rriría en los últimos días cuando la tierra estaría llena de conmo­ción y trastornos. Malaquías predijo la venida de Elias y la restauración de todas las cosas. Jesús dijo que un mensajero, o Elias, sería enviado antes de su segunda venida a restaurar todas las cosas en preparación para este gran acontecimiento. Pedro testificó que en los últimos días vendrían los tiempos de refrigerio y que Jesús permanecería en el cielo «hasta los tiempos de la restaura­ción de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo» (Hechos 3:21).

Esta restauración, que había sido predicha comenzó tan serena­mente y sin ostentaciones que el mundo ni siquiera se dio cuenta de lo que había acontecido. Llegó tan tranquila y discretamente como «ladrón en la noche» (3 Tesalonicenses 5:2). No vino por medio de la sabiduría del hombre, sino en respuesta a una sencilla ora­ción de José Smith, un joven que vivía en el estado de Nueva York, que se dirigió a los bosques cer­canos a Palmyra para hacerle a Dios una sencilla pregunta: «¿Cuál iglesia es la verdadera?» Este joven no tenía idea que estaba por em­pezar una nueva dispensación de la misericordia y bondad de Dios. En ese tiempo no había ningún profeta viviente sobre la tierra que pudiera contestar la pregunta de José. No había manera de que Dios diera respuesta a esa pre­gunta, excepto contestándola El mismo.

El verdadero conocimiento de Dios se había perdido durante los siglos siguientes a la muerte de Cristo. Cuando José Smith se internó en el bosque para orar, no sabía más acerca de Dios que lo que sabían sus contemporáneos. Hasta ese tiempo todas las iglesias cristianas creían y enseñaban acerca de una trinidad fundida en una sola persona. Creían en un Dios de espíritu, desconocido e imposible de conocer. Bien podéis imaginaros el asombro de José cuando no uno, sino dos Persona­jes le aparecieron en respuesta a esa sencilla oración. Cuando uno de los Personajes habló y señaló al otro, los presentó con estas palabras: «¡Este es mi Hijo Amado: Escúchalo!» (José Smith 2:27), Era el Jesucristo viviente y resucitado, el Hijo de Dios, que instruyó a José y que de esta manera intro­dujo una nueva dispensación del verdadero conocimiento de Dios. Le dijo a José que ninguna de las iglesias que existía en la tierra esta­ba autorizada para hablar en su nombre; le dijo que después de la preparación adecuada y el con- ferimiento de la autoridad del sa­cerdocio, él sería el primero de una serie de profetas vivientes en este día y época, que habrían de instruir y bendecir a la humani­dad, tal como lo hicieron los profetas antiguos.

Tal como fue predicho por Jesucristo, los mensajeros celes­tiales que poseían las llaves del santo sacerdocio vinieron a la tierra y confirieron ese poder del sacerdocio sobre José Smith y Oliverio Cowdery. Le dieron a estos hombres la autoridad para conocer los designios y la volun­tad de Dios por estos últimos días. Este mismo poder ha continuado hasta la actualidad.

Se dieron escrituras adicionales a fin de que por boca de dos o más testigos se pudiera establecer la verdad de todas las cosas. Se dieron nuevas revelaciones con el propósito de restaurar los proce­dimientos correctos del sacerdo­cio y restablecer ordenanzas tal como habían sido usadas y practi­cadas en los días de Jesucristo. Nuevamente la Iglesia de Jesucristo fue restaurada con los mismos poderes, dones y autoridad que en los días antiguos. De nuevo tenía Dios portavoces en la tierra que poseían el don de conocer los designios y voluntad de Dios y que tenían la autoridad para de­cir: «¡Así dijo Jehová!»

Cuando José Smith se puso de pie después de estar arrodillado en esa arboleda sagrada, sabía más acerca de la naturaleza, el poder y los atributos de Dios, de lo que los eruditos podrían descu­brir a través de una vida de estu­dios. Este es el don de la Iglesia de Jesucristo en la actualidad; es el testimonio y el poder del Espíri­tu Santo que la distingue de otras iglesias. No es necesario convocar concilios de hombres sabios para debatir sobre los propósitos y voluntad de Dios. Tenemos pro­fetas vivientes y apóstoles para dirigirnos. Si seguimos su consejo, podemos evitar las maldades de la actualidad y gozar de tranquilidad y una conciencia tranquila.

Por esta razón hay un gran poder inherente en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días, que influye las vidas de los hombres para lo bueno. Aquellos que sepan que están haciendo la voluntad de Dios estarán listos para sacrificar, compartir, servir y vivir en paz el uno con el otro. La paz no se puede lograr por medio de la legislación o la afiliación con cualquier filosofía políti­ca. Los métodos del hombre para resolver sus problemas están sujetos al abuso del poder y los errores que resultan a causa de la inexperiencia y la carencia de conocimiento. La paz, el gozo y la felicidad solamente se pueden lograr aceptando el plan de vida revelado por Dios.

Encontré en Sudamérica el mis­mo rápido crecimiento de la Iglesia que presenciamos, durante los últi­mos tres años, en la costa occidental de los Estados Unidos y Canadá. Nuestro problema no es el de iglesias vacías, sino el de edificios llenos hasta el límite. Estamos edi­ficando tan rápidamente como nos es posible, pero es una lucha con­tinua. Me quedé gratamente sor­prendido al encontrar que nuestros edificios en Sudamérica se usan no solamente los domingos, sino durante la semana. Los jóvenes estaban ocupados casi todos los días usando los edificios e instala­ciones, como un club social. Juga­ban fútbol en los terrenos, efectua­ban ensayos teatrales y musicales en los salones de recreo, y en los salones de clase se llevaban a cabo seminarios para los jóvenes y clases para los niños de la Primaria. En Buenos Aires asistí a un ban­quete para la juventud. En Monte­video visité un proyecto donde nuestras hermanas estaban apren­diendo a coser, a remodelar ropa, y a tejer mientras edificaban el compañerismo mutuo. En Sao Paulo, Brasil, tanto jóvenes como adultos trabajaban juntos para construir un nuevo campo depor­tivo.

Quizás os preguntaréis: «¿Cómo es que usted, un extraño, pudiese ser tan bien recibido en esos países cuando ni siquiera podía hablar su idioma?» La razón es que fui aceptado como su hermano en Jesucristo; hablábamos el mismo idioma del corazón. Teníamos los mismos ideales, los mismos deseos, las mismas metas. En Brasil asistí a una conferencia donde los her­manos estaban tan contentos al conversar juntos que fue un poco difícil establecer el orden en la reunión. Esas personas se amaban unas a otras; eran las personas más sonrientes y felices que vi en toda Sudamérica. Con esa clase de hermandad, ¿es de extrañarnos que las tres estacas en Sao Paulo estén creciendo en una forma tan acelerada que anualmente ingresen aproximadamente mil conversos en la familia del Señor, en cada una de esas estacas?

Al ver a esas personas tan felices y disfrutar tanto de la compañía mutua, pensé en cuán poderoso puede ser el evangelio restaurado. Cuando un hombre está convencido de que él es en verdad un hijo de Dios, o una mu­jer está convencida de que ella es verdaderamente una hija de Dios, no existen límites para el desa­rrollo de dicha persona. Este es un concepto fundamental de los miembros de nuestra Iglesia, Como miembros de una familia real, ya no nos sentiremos contentos de ser como otros hombres y mujeres; somos diferentes. Nos damos cuenta de que nada nos puede alejar del triunfo cuando estamos haciendo la obra del Señor, Estamos dispuestos a tra­bajar más arduamente, a sacrificar más y a compartir nuestros talentos y bendiciones con otros, porque sabemos quienes somos. Como Pedro les enseñó a los miembros de la Iglesia en esa época:

«Mas vosotros sois linaje es­cogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las ti­nieblas a su luz admirable;

«vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios; que en otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis alcanzado misericordia» (1 Pedro 2:9-10).

Si os sentís desalentados, si estáis buscando una luz más brillante, más gozo y felicidad, investigad estas verdades revela­das. Descubridlo por vosotros mis­mos; venid y escuchad la voz de un profeta; unios al pueblo de Dios para llegar a ser un hijo del convenio del Dios verdadero y viviente. Obtened vuestra heren­cia en el reino de los cielos, que se os asignen vuestros derechos de linaje y obtened un conoci­miento del verdadero propósito de la vida. A aquellos que ya son miembros de la Iglesia de Jesu­cristo, desarrollemos los dones que yacen dentro de nosotros. Practi­quemos esa bondad el uno para con el otro, y mostremos ese amor por nuestro prójimo que se logra al aceptar devotamente los principios de verdad. Os doy mi testimonio sagrado de que Dios vive, de que Jesucristo es su Hijo viviente, nuestro Salvador, nuestro Señor, nuestro Rey. Os testifico que Jesucristo habla actualmente a los habitantes de este mundo, en este día y época, a través de sus profetas vivientes. Os testifico que el Sacerdocio de Melquisedec se encuentra de nuevo en la tierra en toda su ma­jestad y poder, y que ahora viven apóstoles y profetas verdaderos que pueden decir, y dicen: «¡Así dijo Jehová!»

Os dejo este testimonio personal en el nombre de Jesucristo. Amén.

Esta entrada fue publicada en Sin categoría y etiquetada . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario