Podéis llegar allí desde donde estáis

Conferencia General Octubre 1971

Podéis llegar allí desde donde estáis

Marvin J. Ashton1

por el élder Marvin J. Ashton
del Consejo de los Doce


Al contemplar este gran audi­torio de poseedores del sacerdocio, y meditar sobre lo que se encuen­tra en mi corazón y que quiero comunicaros en este día, mis pen­samientos se vuelven hacia el joven perdido y confuso en una gran ciudad. Se, había perdido, y en su desesperación, había deteni­do a un hombre en la calle para preguntarle: «¿Cómo puedo llegar a tal dirección?» Después de con­siderarlo por algún tiempo, to­mando en cuenta los rascacielos y el denso tránsito, las calles con­fusas, los sinuosos ríos, super- carreteras, puentes, túneles, etc., el hombre contestó: «Desde aquí no puede llegar hasta allá.»

Frecuentemente he meditado so­bre este consejo, al observar par­ticularmente a algunos de nuestros jóvenes en sus actuales situaciones en la vida; algunos se encuentran perdidos, desviados, confusos, temerosos, enfermos, inseguros y desalentados. Qué tragedia encontrarnos en estos aprietos y que se nos diga, en respuesta a las pre­guntas «¿Cómo puedo volver a donde estaba?» o «¿Cómo puedo llegar a donde quiero ir?», «No puede llegar a su destino desde donde está »

Los discípulos del diablo ense­ñan que no hay manera de volver: «goza de la vida, todo el mundo lo hace, únete al grupo ya que es mucho más divertido permanecer perdidos.» El diablo es un enemi­go de los caminos de Dios, y tienta a los hombres.

«Por consiguiente, toda cosa buena viene de Dios, y lo que es malo viene del diablo; porque el diablo es enemigo de Dios, y siempre está contendiendo con él, e invitando e incitando a pecar y a hacer lo que es malo sin cesar» (Moroni 7:12).

Qué día feliz será, cuando, en contraste a la experiencia que este joven tuvo en la gran ciudad, él u otros puedan encontrar a alguien que les diga: «Sí, desde aquí puedes llegar a tu destino. Ven, sígueme.»

Humildemente, pero con todo el poder que poseo, declaro a nues­tra juventud «perdida», jóvenes y señoritas de todo el mundo: po­déis volver al buen camino desde donde estáis. El gran programa de servicios sociales de la Iglesia, que funciona como un auxiliar del sacerdocio, les brinda una mano de ayuda a nuestros jóvenes que tienen problemas sociales y emo­cionales. Como el presidente Smith nos ha declarado esta noche, honrando nuestro sacerdocio podemos ayudarlos a encontrar su camino hacia el gozo y la estabilidad.

Jóvenes, no seáis engañados, Dios os ama, El se preocupa por vosotros, El os quiere ver en sus senderos, donde hay consuelo, compañerismo y propósito. Como líderes, debemos comunicar eficaz­mente a nuestros jóvenes que Dios los ama no obstante donde se encuentren. Necesitamos sacrifi­car nuestro tiempo y talentos en este propósito.

«Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios» (Hebreos 13:16).

Le ruego a Dios que en lo futuro podamos comunicarles a las per­sonas que nos rodean el aspecto positivo, feliz y pleno de la vida.

Me gustaría compartir con voso­tros brevemente unas cuantas ex­periencias de algunos de nuestros amigos, que están probando que podemos llegar a nuestro destino desde donde estamos.

Roger Locke, un amigo mío, se encuentra actualmente confi­nado en la Prisión del Estado de Utah. (Cabe mencionar que visité a Roger en estos últimos días y que tengo su permiso, así como el del guardián John Turner, para revelar su nombre y pensamientos.)

De paso, quisiera que vosotros, jóvenes poseedores del Sacerdocio Aarónico, recordarais que cuando voy a la prisión a hacer visitas, en cierto respecto tengo los mismos problemas que los prisioneros. O sea, me es muy fácil entrar, pero muy difícil salir. Esta dificultad se presenta cuando soy detenido por prisioneros que quieren ha­blar. Durante mi última visita, me detuvo un joven, y hablamos por aproximadamente quince minu­tos, tiempo del que yo pensé no disponía; al despedirme de él, dijo algo que nunca olvidaré: «Gracias por hablarme.» Al volver a casa esa noche, me puse a pensar que en quince minutos quizás haya dicho veinticuatro o veinticinco palabras; no obstante, creo que esa es la manera en que debemos hablar y escuchar más frecuentemente. Pero ése es ya otro tema; volvamos nuevamente a Roger, que dijo:

«No quisiera culpar a nadie por encontrarme en la prisión, pero la verdad es que yo no tuve rela­ciones familiares. En la prisión estoy participando en el programa de la noche de hogar; sin los «pa­dres» que me fueron asignados a través de este programa de servi­cios sociales, en muchas ocasiones me hubiera dado por vencido; estas personas me quieren como si fuera su propio hijo, cosa que nunca había experimentado, ni siquiera cuando era pequeño. Ahora, con su ayuda y la de otras personas, creo que puedo tener éxito día tras día. No me siento orgulloso de estar prisionero, pero me siento orgulloso de mis recien­tes experiencias mientras me en­contraba en la prisión. Muchas veces tenemos la tendencia de culpar a otros por nuestros errores. No queremos culpar a nuestros padres por no querernos, porque sabemos que en realidad nos quieren; pero quizás no tuvieran la guía y «dirección que necesitaban para ayudarnos mientras crecía­mos.»

Quizás en el fondo muchos de nosotros pensáramos que este joven tendrá razones para creer que no podría regenerarse, por haber estado en error por mucho tiempo; pero él no cree eso. En vez de ello, está agradecido a los que actualmente lo están ayudando, y tiene sincera gratitud por el rum­bo que ha tomado ahora en su vida.

Desafortunadamente, los que asisten a la Iglesia en las prisiones se encuentran en la minoría, y muy a menudo son clasificados por sus compañeros en términos poco halagüeños; pero este buen joven, gracias a su valor, no se siente avergonzado de sus sentimientos, y parece estar resuelto a llegar a su destino desde donde está.

Hace algunas semanas, conver­saba con un élder en el campo de la misión. Durante nuestra entre­vista, le pregunté: «¿Es su padre miembro de la Iglesia?»

Respondió: «No.»

«¿Y su madre no es activa?» le pregunté.

Respondió con una sonrisa: «Casi.»

Luego le dije: «¿Quería su padre que usted saliera en una misión?»

«No.»

«¿Y su madre?»

«En realidad no le importaba si iba o no.»

«¿Qué es lo que más influyó en su decisión para salir a cumplir una misión?»

Sin vacilar, respondió: «Yo. Siempre quise hacerlo, y sabía que podría tener mucho éxito.»

Miré a este joven directamente a los ojos y le dije: «Por lo que he escuchado y lo que puedo sentir de su espíritu, tendrá éxito.» Es una persona resuelta, que hace algunos meses podría haber dicho: «A mi papá no le interesa, ni tampoco a mi madre. ¿Por qué había de im­portarme a mí?» Este maravilloso misionero conoce la importancia de seguir adelante y tiene el valor para continuar en los senderos que conducen hacia la felicidad. Me ha admitido que en una ocasión esta­ba perdido, pero que ahora sabe definitivamente a dónde va y cómo llegar a su destino.

Hace algunos meses, durante mi visita a una institución correc­cional, estuve observando a tres jovencitas que conversaban antes de nuestro servicio religioso. Pare­cían tener entre 10 y 12 años de edad; más tarde me enteré de que habían sido detenidas por algunos días, para ver si podían resolverse algunos problemas. Mientras es­perábamos para participar en el servicio, parecían involucradas en una seria conversación. «¿De qué podrían estar hablando?» me pregunté. Mi curiosidad me impul­só a acercarme con el propósito de captar algunas de sus palabras. Me sentí conmovido al escuchar a una de las niñas hacerle una pregunta a sus amigas: «¿Me pre­gunto si vendrá alguien hoy que quiera llevarme a su casa? Sería agradable vivir con alguien que me quisiera.»

He aquí una niña de diez años que había sido rechazada. Sus padres les habían dado a entender a personas encargadas, que se sentían contentos al verla confi­nada, porque de esa manera se verían libres de tener que sopor­tarla. Qué alegría fue enterarme más tarde de que la niña había sido colocada por los agentes de servi­cios sociales de la Iglesia en un nuevo hogar, donde era amada y estaba recibiendo dirección pater­nal. Sus nuevos padres amorosos están ahora ayudándola a encon­tar su camino en el cálido amor de la unidad familiar. Hay actualmen­te muchos jóvenes que abusan de las drogas, que están tratando desesperadamente de volver al buen camino. El camino es difícil; el desafío, tremendo. Me complace informar que muchos están lo­grándolo, gracias a los amigos y miembros voluntarios, poseedores del sacerdocio, que están preocu­pados, se interesan y los compren­den. Muy frecuentemente, nues­tras miradas, nuestra indiferencia, nuestros violentos comentarios y falta de paciencia, transmiten el mensaje: «No tienes remedio. No puedes regenerarte; has caído de­masiado bajo.»

Después de conversar con una de nuestras jovencitas que se en­contraba perdida en el mundo de las drogas por muchos meses, sus únicas palabras de aliento después de más de tres horas de una comu­nicación sincera fueron: «Gracias por no regañarme.» Después de dos visitas, preguntó: «¿Cree que yo podría ser una buena maestra de escuela?» Como respuesta a un «sí» sincero, respondió: «Gra­cias, trataré. Unicamente me faltan tres semestres para obtener mi certificado.» Esta joven está lo­grándolo. Alguien confía en ella. Alguien la ha convencido de que puede volver a su destino desde donde se encuentra. Esta vez podrá volver a casa.

Esta noche quisiera exhortar a todos los poseedores del sacerdo­cio, jóvenes y adultos, para que localicen y dirijan vigorosamente a aquellos que se han desviado temporalmente. Conduzcámoslos por medio de nuestro ejemplo, amor y persuasión. Ellos merecen nuestra ayuda; desean nuestra di­rección; necesitan nuestro amor. A los poseedores del sacerdocio que se encuentran congregados aquí esta noche os digo, honrad vuestro sacerdocio, edificaos vosotros mis­mos al deteneros para ayudar a alguien que temporalmente se haya desviado del camino. Recor­dad esa poderosa verdad que se encuentra en Mateo 23:37:

«. . .¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!»

Con vuestro permiso, quisiera repetir esa cita una vez más y agre­gar únicamente una palabra de admonición: «…¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste ayudarme!”

¿Cuántos de nosotros estamos ayudando activamente al Señor a juntar su rebaño? ¿Cuán cumplidos somos en las responsabilidades de nuestro sacerdocio? ¿Cuántos de nosotros estamos ayudando como asesores del Sumo Consejo, volun­tarios profesionales y ayudantes con habilidades naturales para nuestros miembros que nos necesi­tan? Cuando nuestro Salvador declaró: «Si me amas, apacienta mis ovejas» (véase Juan 21:16), no se estaba refiriendo a aquellos que se encuentran seguros en el redil. Os declaro esta noche que El ne­cesita de nuestra ayuda para bus­car a los que se encuentran perdi­dos y traerlos al redil.

El campo está blanco, listo pa­ra la siega. Los que se encuentran perdidos desean saber cómo pue­den volver al camino. Desean que se les muestre que pueden llegar a su destino desde donde se en­cuentran. No nos demos por ven­cidos, no nos cansemos.

«No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos» (Gálatas 6:9).

Jesús nos puso el ejemplo en esta invitación: «Venid, seguidme » Creo que es de gran signifi­cado que nuestro Salvador Jesu­cristo haya declarado: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre,» en vez de «El que me ha oído a mí, ha oído al Padre.» El ejemplo dio testimonio. El sermón fue su vida misma. Su vida fue el camino.

Os testifico que Dios vive, que ésta es su obra, y que Jesucristo es nuestro Salvador y Redentor. También testifico que haciendo su voluntad y guardando sus man­damientos, podemos compartir este gran gozo que se encuentra en la tercera epístola de Juan: «No tengo yo mayor gozo que éste, el oír que mis hijos andan en la ver­dad» (3 Juan 4).

Y digo estas palabras en el nom­bre de Jesucristo. Amén.

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