El papel de Cristo como Redentor

Diciembre de 2000
El papel de Cristo como Redentor
por Richard D. Draper

El Libro de Mormón enseña que el acto redentor del Señor se llevó a cabo debido a Su amor por nosotros y a Su entendimiento de lo que somos y de que enfrentamos

Durante un discurso pronunciado a su pueblo en las Américas, aproximadamente en el año 124 a. de C., el rey Benjamín profetizó algo que a algunos de los que le escuchaban debió dejar maravillados. El testificó: “…viene el tiempo, y no está muy distante, en que con poder, el Señor Omnipotente que reina, que era y que es de eternidad en eternidad, descen­derá del cielo entre los hijos de los hombres; y morará en un tabernáculo de barro” (Mosíah 3:5). Aun hoy, la idea de que el gran Dios Jehová llegó a ser mortal es sorpren­dente, en especial cuando consideramos que, al venir a la tierra, retuvo tanto Su naturaleza eterna como Su poder divino. Por tanto, fue diferente de cualquier otro ser nacido en la mortalidad.

El rey Benjamín no fue el único profeta del Libro de Mormón que sabía en cuanto a la naturaleza del Mesías que vendría y de Su ministerio. Aun así, ninguno de esos profetas llegaría a conocer al Señor mortal. Ese privilegio se reservó a quienes ministraron con Él en Palestina. Así, todo lo que la gente del Libro de Mormón sabía sobre el Cristo mortal provenía de la revelación; en otras pala­bras, el Salvador decidió lo que ellos debían saber. Parecería, entonces, que el entendimiento que El dio a la gente del Libro de Mormón se concentraría en aquellos aspectos que El consideraba que era más importante que ellos y nosotros supiéramos.

«EL ETERNO DIOS, QUE SE MANIFIESTA A SÍ MISMO A TODAS LAS NACIONES»
En el Libro de Mormón, desde un principio se nos enseña sobre el Salvador. En la portada, Moroni testifica que “Jesús es el Cristo, el Eterno Dios, que se manifiesta a sí mismo a todas las naciones”. Hay dos cosas impor­tantes que surgen de esta declaración: el Salvador es y fue “el Eterno Dios” y sabemos que no sólo se ha manifestado a los judíos y a los nefitas, sino a otros pueblos también.

El rey Benjamín testificó que el Dios Eterno moraría en un tabernáculo de barro, pero, sin embargo, es impor­tante destacar que ese barro no ganó dominio sobre la divinidad eterna del Señor ni sobre Su omnipotencia. Amúlele entendió que al hacerse mortal, Jesús no se quedaría desprovisto de Sus poderes eternos. Cuando el abogado Zeezrom le preguntó: “¿Quién es el que vendrá? ¿Es el Hijo de Dios?”, la respuesta de Amulek fue un sí rotundo. Cuando Zeezrom volvió a preguntar: “¿Es el Hijo de Dios el mismo Padre Eterno?”, Amulek replicó: “Sí, él es el Padre Eterno mismo del cielo y de la tierra… y vendrá al mundo para redimir a su pueblo” (Alma 11:32-33, 38-40). En Su vida preterrenal, Jesús fue Jehová, el Creador. Aun así, aceptó venir al mundo como el Hijo Unigénito de Su Padre para redimir a todos los que aceptaran Su gran don.

La naturaleza eterna del Señor jugó un papel central en Su labor como Redentor, pero, además, lo hizo único entre todos los nacidos de mujer. Amulek compaginó ambas ideas cuando le habló a su pueblo sobre el grande y postrer sacrificio que algún día se tendría que realizar. Explicó que no sería “un sacrificio de hombre, ni de bestia, ni de ningún género de ave; pues no será un sacrificio humano” (Alma 34:10).

La idea de Amulek parece un poco sorprendente. ¿Cómo podría Jesús, nacido de una mujer mortal como el resto de nosotros, no ser humano? La respuesta se hace evidente cuando entendemos cómo estaba Amulek empleando los términos hombre y humano.

Amulek no los estaba empleando como sinónimos exactos para cualquier ser mortal. Es verdad que Jesús era un hombre porque, al igual que nosotros, era de carne y huesos y, por tanto, podía morir. Amulek explicó que el gran y postrer sacrificio no “será un sacrificio humano, sino debe ser un sacrificio infinito y eterno” (Alma 34:10). Pero para Amulek, los términos hombre y humano describían a todos los seres que todavía no tienen los atri­butos y los poderes de Dios, así que no son infinitos ni eternos. Por tanto, un sacrificio humano no satisfaría los requisitos del gran y postrer sacrificio.

Eso no significa que Amulek considerara los términos hombre y humano como términos despectivos. Como dijo el rey David: “¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites? Le has hecho poco menor que los ángeles [en hebreo elohim; que significa “dioses”], y lo coronaste de gloria y de honra” (Salmos 8:4-5). Ciertamente, los hombres no son ciuda­danos de segunda clase del cosmos, pero tampoco son Dios. El Salvador, por otro lado, aunque vestido de carne y sangre durante Su ministerio terrenal, es un Dios.

Amulek no fue el único que testificó que el Señor mortal era sin igual en rango y dignidad. Abinadí testificó al rey Noé y a los sacerdotes que el Mesías era el “Dios que redimiría a su pueblo”. Él cumpliría esa responsabi­lidad al bajar “entre los hijos de los hombres, y [tomar] sobre sí la forma de hombre, e iría con gran poder” (Mosíah 13:33-34). Fíjense en que Abinadí no dijo que el Señor sería un hombre, sino que tendría la forma de un hombre. El rey Limhi entendió esta distinción al explicar que Abinadí enseñó que “Cristo era el Dios, el Padre de todas las cosas”, y que El “tomaría sobre sí la imagen de hombre” (Mosíah 7:27). Una vez más, las Escrituras distinguen claramente entre lo que era el Salvador y lo que somos nosotros, Jesús pudo haber compartido nuestra imagen, pero todavía retuvo Su posición como Dios.

Debido a que fue Dios y no hombre, Jesús pudo minis­trar como lo hizo. Un ángel le dijo al rey Benjamín que el Salvador “sufriría tentaciones, y dolor en el cuerpo, hambre, sed y fatiga, aún más de lo que el hombre puede sufrir sin morir” (Mosíah 3:7; cursiva agregada). La razón por la que no podríamos soportar el sufrimiento, el hambre, la sed ni la fatiga que el Salvador soportó es porque no poseemos el poder divino que El poseía,

LA CONDESCENDENCIA DE DIOS
En el Libro de Mormón se nos recuerda continuamente este aspecto singular del Salvador, pues testifica que Jesús, aun en la mortalidad, era un Dios, Y  ¿por qué era un Dios? Porque era literal- mente el Hijo de EIohim.

Nefi aprendió eso a través de una visión poderosa. Un ángel le preguntó si entendía la condescendencia de Dios. El término condescendencia, en lo que respecta       a Jesucristo, denota que El asumió de forma volun­taria el aspecto de igualdad con la humanidad mientras que al mismo tiempo permanecía siendo un Dios, Nefi respondió que sabía “que [Dios] ama a sus hijos; sin embargo, no sé el significado de todas las cosas” (1 Nefi 11:17). Entonces el ángel le enseñó que Jesús condescendería de dos formas.

En primer lugar, el ángel le mostró a Nefi una virgen “llevando a un niño en sus brazos. Y el ángel [dijo a Nefi]: ¡He aquí, el Cordero de Dios, sí, el Hijo del Padre Eterno! (1 Nefi 11:20-21). El ángel había explicado anteriormente a Nefi que “la virgen que tú ves es la madre del Hijo de Dios, según la carne” (1 Nefi 11:18). Jesús condescendió a nacer como nace cualquier bebé mortal: “según la carne”.

En Nazaret primero experimentó la vida de niño, luego siendo adulto, “y se fortalecía, y se llenaba de sabiduría” (Lucas 2:40), Al crecer de gracia en gracia, y adquirir gracia sobre gracia, “recibió la plenitud de la gloria del Padre; y recibió todo poder, tanto en el cielo como en la tierra, y la gloria del Padre fue con él, porque moró en él” (D. y C. 93:16-17). Por tanto, aunque el Salvador condescendió a renunciar a Su privilegio divino y llegar a ser como nosotros, no renunció a Su oficio ni a Su naturaleza infinita y eterna. El nació con esos poderes esenciales intactos porque era literalmente el Hijo de Dios.

En segundo lugar, el ángel mostró a Nefi el “profeta que habría de preparar la vía delante de él. Y el Cordero de Dios se adelantó y fue bautizado por él” (1 Nefi 11:27). Resulta útil recordar que fue Jesús, un Dios, quien condescendió a ser bautizado por un hombre mortal.

Mediante ese acto de sumisión logró dos cosas: Reveló la puerta por la que todos tienen que entrar en el cielo y humilló Su carne para hacer la voluntad de Su Padre (véase 2 Nefi 31:4-10).

EL AMOR DE DIOS
Es digno de destacar el que, tras tener esa visión, Nefi supo la respuesta a una pregunta que anteriormente le había eludido: qué representaba el árbol del sueño de su padre. Después de ver a la virgen con su Hijo divino, el ángel le preguntó;

“¿Comprendes el significado del árbol que tu padre vio?” (1 Nefi 11:21). Ahora Nefi pudo responder: “Sí, es el amor de Dios que se derrama ampliamente en el corazón de los hijos de los hombres” (1 Nefi 11:22). ¿Cuál era la conexión que existía entre la visión de la virgen, la del árbol y el amor de Dios? El Espíritu parece haber susurrado a Nefi la esencia del mensaje que el apóstol Juan oiría proclamar al Salvador: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). Un aspecto del Mesías mortal que no debemos pasar por alto es que Su vida misma es una revelación del amor que el Padre tiene por cada uno de nosotros.

El Salvador manifestó ese mismo amor de tres maneras durante Su ministerio: Primero, lo reveló en Su servicio a los demás al “[ejercer] su ministerio entre el pueblo con poder y gran gloria” (1 Nefi 11:28). Fíjense en que el Salvador manifestó Su amor a través del poder divino, “…vi al Cordero de Dios que iba entre los hijos de los hombres. Y vi a multitudes de personas que estaban enfermas y afligidas con toda clase de males, y con demonios y con espíritus impuros… Y fueron sanadas por el poder del Cordero de Dios” (1 Nefi 11:31). Alma también testificó que “el Hijo de Dios vendrá en su gloria” y que será “pronto para oír los clamores de su pueblo y contestar sus oraciones” (Alma 9:26). Los muchos milagros del Señor afirmaron que vino con el poder y la gloria de Dios para bendecir a los hijos del Padre.

La segunda forma en que el Señor demostró Su amor fue al reprimir Sus poderes divinos para experimentar la mortalidad en su plenitud. Alma destacó que el Señor sufriría dolores, aflicciones y tentaciones, “para que se cumpla la palabra que dice; Tomará sobre sí los dolores y las enfermedades de su pueblo” (Alma 7:11). Por tanto sabía “según la carne… cómo socorrer a los de su pueblo” (Alma 7:12).

Por último, el Señor mostró Su amor al entregarse en manos de gente malvada. Nefi vio que las multitudes expulsarían al Redentor de entre ellos y lo juzgarían de acuerdo con las normas del mundo. Además, entendía que el Salvador sería despre­ciado, humillado y azotado, y final­mente crucificado (véase 1 Nefi 11:32-33). El Inmaculado mismo sufriría causa de los pecados de Sus perseguidores y sufriría como ofrenda por todos los pecados debido al amor que tenía por Dios y por Sus hijos.

EL REDENTOR
Una de las mayores bendiciones que resultaron al someterse el Señor Jesucristo a la muerte fue Su don de redención. Alma testificó que “viene para redimir a aquellos que sean bautizados para arrepentimiento, por medio de la fe en su nombre” (Alma 9:27). Lehí afirmó que el Mesías sería el “Redentor del mundo. Por lo tanto, todo el género humano se hallaba en un estado perdido y caído, y lo estaría para siempre, a menos que confiase en este Redentor” (1 Nefi 10:5—6). El título que Lehi emplea para el Salvador es importante. Redimir significa liberar a alguien del cautiverio y del sufrimiento. En un sentido religioso, significa liberar a alguien de las conse­cuencias eternas del pecado, que es la segunda muerte.

Los líderes judíos rechazaron al Señor principalmente porque El testificó que era el Redentor. En el Libro de Mormón se revela que, a pesar de las obras divinas que el Salvador realizó, los judíos lo “considerarán , como hombre, y dirán que está endemoniado, y lo azotarán, y lo crucificarán” (Mosíah 3:9). Lehi entendía por qué iba a ocurrir eso; como parte de su llamado, Lehi “vio a Uno que descendía del cielo, y vio que su resplandor era mayor que el del sol al mediodía” (1 Nefi 1:9). Cuando Lehi testificó “claramente [de] la venida de un Mesías y también [de] la redención del mundo” (1 Nefi 1:19), los líderes judíos de su época se llenaron de ira y repug­nancia. Ellos no aceptaban la idea de que el Mesías viniera como Redentor; querían un libertador. Esperaban con fervor que su Mesías les liberara de la esclavitud polí­tica y les hiciera señores de la tierra. No tenían interés alguno en otro tipo de mesías. Por lo tanto, se negaron a escuchar el testimonio de Lehi. Las palabras de él les herían profundamente, pues insinuaba que estaban viviendo en un estado de pecado del que tendrían que arrepentirse. En vez de admitir sus pecados y de tener que cambiar su actitud, ideas y estilos de vida, buscaron quitarle la vida a Lehi.

Sin embargo, el ferviente deseo de los líderes judíos no se cumpliría. La obra que Dios asignó para la primera venida del Señor, tal como se expone claramente en el Libro de Mormón, no era la de liberar al pueblo de la esclavitud política, sino ofrecerles la redención del pecado. El Salvador no vino a salvar a la gente de la tiranía política, ni a salvarles en sus pecados. El testificó: “. . .he venido al mundo para traer redención al mundo, para salvar al mundo del pecado” (3 Nefi 9:21).

Amulek explicó el porqué: El Salvador “no puede salvarlos en sus pecados; porque yo no puedo negar su palabra, y él ha dicho que ninguna cosa impura puede heredar el reino del cielo; por tanto, ¿cómo podéis ser salvos a menos que heredéis el reino de los cielos? Así que no podéis ser salvos en vuestros pecados” (Alma 11:37).

El Salvador pudo traer la redención a la humanidad mediante Su doble naturaleza mortal e inmortal. Abinadí dijo a las personas de su época que “…Dios mismo descenderá entre los hijos de los hombres, y redimirá a su pueblo” (Mosíah 15:1). Explicó que, debido a que Jesús iba a morar en la carne, se le llamaría el Hijo de Dios; pero por motivo de que EIohim le había conferido poder divino, Jesús sería también el Padre de nuestra vida eterna. De este modo, Abinadí declaró que Jesús llegó a ser “el Padre e Hijo” (Mosíah 15:3). Hizo hincapié en que, aunque Jesús era el Hijo de Dios en la carne, también era “el verdadero Padre Eterno del cielo y de la tierra” (Mosíah 15:4). Abinadí dijo que, aunque Jesús era el Padre y el Hijo, no se declararía inmune a la tentación ni a las artimañas de la gente. De hecho, “será llevado, crucificado y muerto, la carne quedando sujeta hasta la muerte, la voluntad del Hijo siendo absorbida en la voluntad del Padre” (Mosíah 15:7).

Fue a causa de la carne, es decir, de que era el Hijo de Dios, que Jesús sintió las frustraciones, las tentaciones y los dolores de la mortalidad. Así, Su carácter como Hijo fue crucial para Su ministerio, pues por medio de él sintió lo que nosotros sentimos, comprendió lo que nosotros comprendemos y supo lo que nosotros sabemos. Aunque era divino, experimentó la vida como un ser mortal de manera plena, tanto lo placentero como lo desagradable. De esa manera ganó una absoluta empatía y, aunque no era hombre ni humano en el mismo sentido en que lo somos nosotros, “sus entrañas [fueron] llenas de miseri­cordia”, tal como lo testificó Alma, para que pudiera “socorrer a los de su pueblo, de acuerdo con las enferme­dades de ellos” (Alma 7:12),

El mensaje profético del Libro de Mormón concer­niente al Señor mortal se centra en Su papel como Redentor. Llevó a cabo Su acto de redención debido a Su amor por nosotros y, en gran medida, por su entendi­miento de lo que somos y de lo que enfrentamos. Aunque siempre fue Dios, la mortalidad fue parte íntegra de Él; por consiguiente, comprendía nuestras luchas y nuestros fracasos; Él nos conoce, pues llegó a ser uno con noso­tros. Pero al condescender ser como nosotros, ahora puede edificarnos para que seamos como Él (véase 3 Nefi 27:14-22).

Esta entrada fue publicada en Sin categoría y etiquetada . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario