El poder de la justicia

El poder de la justicia
por Harry J. Haldeman

En una conferencia de área de Jóvenes Adultos llevada a cabo en la Isla Catalina, los delegados de la región de Santa Bárbara tuvieron que reunirse durante una sesión en el salón del Tribunal de Justicia. Al final de la sesión, el hermano Haldeman, director del programa para jóvenes Adultos de la región, relató esta historia a la audiencia silenciosa de atentos jóvenes.

La historia que os voy a relatar es verídica, y la contaré tal como ocurrió en la realidad.

Por el año 1950, yo era obispo de un barrio de la Estaca Este de Los Angeles, que tenía un promedio aproximado de unos quinientos miembros; también teníamos misioneros regulares que iban predicando de puerta en puerta en nuestra calle. Un día llegaron a la casa de un hombre que los hizo entrar y ellos le explicaron su mensaje y le dieron la primera lección del evangelio. Por un extraño motivo que ni él mismo comprendía, este hombre a quien llamaré Bob, los invitó a volver.

En visitas subsiguientes le enseñaron el evangelio, encontrándose presentes también su esposa y su hijito, Al finalizar las lecciones, Bob decidió que deseaba ser miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; pero su esposa estaba totalmente desinteresada y afirmaba que ya no quería a su marido, que hasta entonces había sido un bebedor empedernido, aunque siempre se las había arreglado para mantenerse sobrio durante la semana y conservar así un buen trabajo. Su afición por la bebida databa de muchos años y era tal, que había destruido todo su amor por él; a ella no le importaba un bledo lo que él hiciera; tampoco creía que se uniría a la Iglesia y pensaba que si lo hacía, no podría abstenerse del uso del alcohol. Por lo tanto le dijo:

—Si deseas unirte a esa iglesia, hazlo, Pero yo no tengo interés. Creo que la única razón por la cual sigo contigo es la seguridad económica que representas para mí y para nuestro hijo.

Y con esta perspectiva tan poco halagüeña, Bob entró a las aguas bautismales. Debido al compromiso que había contraído y para gran sorpresa de su esposa, desde aquel día se abstuvo totalmente del alcohol y del tabaco. Os imaginaréis que ella comenzó a observar los frutos de la conversión de su marido y la realidad de su nueva vida; su actitud hacia él empezó a sufrir un cambio y poco a poco fue interesándose en la Iglesia, hasta que ella y el hijo fueron bautizados.

En el año que siguió, Bob hizo excelentes progresos; lo llamé para servir como Maestro Scout de la tropa de escultismo del barrio, cargo que desempeñaba muy bien.

Por motivo de sus muchos años de afición a la bebida, tenía una larga lista de convicciones por manejar en estado de ebriedad y finalmente, le habían quitado su licencia para conducir. Por lo tanto, no podía manejar el auto y como él obedecía escrupulosamente esta pena, su esposa era quien lo hacía siempre. Vivían lo bastante cerca de la capilla como para ir caminando a las reuniones.

Pero un día dejó el empleo que tenía por otro mucho mejor en una compañía diferente. Como había sucedido hasta entonces, esperaba poder conseguir alguien con quien viajar todos los días hasta su trabajo, pero en el primer día no tenía a nadie que lo llevara. Así es que, con gran temor y nerviosismo, decidió que no le quedaba otra solución sino manejar él mismo.

En el camino, trató de conducir en forma cuidadosa y ordenada, obedeciendo todas las reglas de tránsito; pero cometió una pequeña infracción al cambiar de vía y un policía lo detuvo. Por supuesto, inmediatamente quedó al descubierto el hecho de que no tenía licencia de conducir y él sabía perfectamente cuál había de ser la consecuencia de su acción.

Aquel día, al volver a casa del trabajo, recibí una llamada telefónica de Bob:

—Obispo —me dijo—, lamento comunicarle que renuncio a mi cargo de Maestro Scout del barrio y al de maestro de clase; tampoco concurriré a la Iglesia por mucho tiempo. Deseo que se me excluya de toda actividad y que me dejen tranquilo. Eso es todo.

Y colgó. No necesito deciros la desagradable sorpresa que su declaración me produjo. Aunque me costaba dar crédito a mis oídos, sabía que Bob hablaba en serio. Lo llamé y traté de conseguir que me explicara lo que le pasaba; pero él no quería ni siquiera discutirlo. Finalmente, después de mucha insistencia de mi parte, me dijo que lo habían detenido por una infracción de tránsito y que, por su larga historia de conducir en estado de ebriedad, sabía perfectamente que el juez lo enviaría a la cárcel. Y agregó:

—Usted no querría tener un convicto como Maestro Scout y a la Iglesia no le interesa tener esa clase de miembros; así es que he decidido apartarme, dejar mis llamamientos y la Iglesia; y si me dejan solo y no se ocupan más de mí, finalmente volveré.

Rehusó decirme dónde había incurrido en la infracción ni cuándo tenía que presentarse ante el Tribunal y su esposa no lo sabía; pero con un poco de investigación, me fue posible averiguar la gravedad del problema, el lugar donde tenía que comparecer ante el juez y la fecha en que había de hacerlo. Hice algunos arreglos en mi trabajo, a fin de poder estar presente. Él no sabía que yo iría y no recuerdo si su esposa lo sabía; pero ella y yo llegamos al Tribunal al mismo tiempo.

El lugar era como todos los de su clase: se entraba por la parte de atrás y en el salón había filas de asientos donde podían sentarse los testigos y las personas interesadas en el caso; a continuación de dichos asientos había una barandilla y del otro lado de ésta, un espacio grande con varias mesas donde se sentaban los acusados con sus abogados; detrás, estaba el asiento del juez.

Entramos y nos sentamos en la segunda fila, a la derecha.

Se llamó uno por uno a los acusados, que se declaraban culpables o inocentes según el caso; el juez fallaba entonces, condenando a unos y dejando en libertad a otros, dictando sentencia y decidiendo las penas o multas. Finalmente, llamaron a mi amigo Robert y al mismo tiempo, le entregaron al juez un grueso folio con el largo registro de violaciones cometidas por este hombre en todo el Estado de California.

Mientras Robert se encontraba de pie frente a él, el juez procedió a revisar brevemente, página por página del grueso registro; finalmente, levantó la vista y le preguntó:

— ¿Se declara inocente o culpable de conducir sin licencia?

—Culpable, Su Señoría —respondió él.

Se notaba que el juez estaba molesto y hasta un poco indignado por la amplia lista dé infracciones cometidas por aquel hombre que, no sólo se había atrevido a desafiar la ley conduciendo en estado de ebriedad en tantas oportunidades anteriores, sino que también había perpetrado el grave delito de conducir sin licencia. Después de unas breves y agrias palabras de amonestación, pronunció la implacable sentencia:

—Un año de prisión en la cárcel del condado.

A continuación, le indicó que vaciara los bolsillos en una caja y que se sentara a esperar el momento en que sería conducido a la cárcel.

Yo había ido allí con el propósito de testificar en su favor; me había preparado y había orado al Señor rogándole que, como siervo suyo y como obispo de aquel hombre, me diera la oportunidad de hablar ante el Tribunal y quizás mitigar en algo el castigo que pudiera tocarle en suerte. Pero, en cambio, me quedé sentado allí, inmóvil y como paralizado, mientras se llevaba a cabo la convicción de mi amigo. Lo vi dirigirse al lugar donde debía sentarse, mientras yo continuaba como atontado, pero al mismo tiempo anonadado por el remordimiento. Sentía que le había fallado y pienso que si me hubiera quedado allí el tiempo suficiente, habría llegado a preguntarme si el Señor me habría fallado a mí; yo había llegado lleno de fe y entusiasmo, sabiendo que había hecho todo el esfuerzo para averiguar la situación y disponer del tiempo a fin de estar presente, que había orado fervientemente y esperaba poder decir algo en su favor, Pero, todo había terminado y el hombre había recibido su sentencia.

En aquel momento el ujier le alcanzó al juez el registro del siguiente acusado; él comenzó a mirarlo detenidamente. Yo no me había movido, no levanté la mano, ni hice movimiento alguno con la cabeza o el cuerpo, ni ningún gesto en particular. Sin embargo, sin razón aparente, de pronto el magistrado levantó la cabeza, me miró directamente a los ojos a través del cuarto y me preguntó con voz clara y firme:

—Señor, ¿tiene usted algo que decir a esta corte?

Se hizo un pesado silencio en la sala. Su pregunta era extraña e inesperada, siendo que yo no había dado ninguna muestra de lo que pasaba por mi mente; me sentí más anonadado que al principio y me llevó un momento encontrar la compostura suficiente como para hablar. Por fin, me puse de pie penosamente y con voz débil y temblorosa respondí:

—Sí, Su Señoría. Yo vine hoy a este Tribunal para hablar en favor del hombre que usted acaba de sentenciar.

Al mismo tiempo que el juez dirigía una mirada a Bob, el ujier volvió a pasarle el registro de mi amigo.

—Y bien, ¿qué desea decirnos?

Tragué con dificultad un par de veces; miré a Robert y me encontré con su mirada de asombro; me armé de valor y empecé a hablar:

— Su Señoría, yo soy Obispo de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. El hombre que usted acaba de condenar a la cárcel, es miembro del barrio sobre el cual presido; desempeña el cargo de Maestro Scout. Yo he venido a hablar en su defensa, a decirle a Su Señoría todo lo que sé de él. Hubo un largo período en la vida del acusado en que fue un ebrio y violó la ley en repetidas ocasiones. Pero hace un año y medio este hombre decidió hacerse miembro de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y ha sido siempre fiel; desde que fue bautizado jamás volvió a probar una gota de alcohol, ni un cigarrillo, ni una taza de café, pues al bautizarse prometió que no lo haría. Ha aceptado el llamamiento de Maestro Scout y lo ha desempeñado en forma excelente; los muchachos de su tropa lo quieren y lo necesitan; yo lo necesito; y él ha prometido que seguirá honrando su condición de miembro. Pensé que quizás a Su Señoría le interesara saber estas cosas.

Cuando terminé de hablar, hubo un silencio que a mí me pareció muy largo aunque tal vez no durara más que unos pocos segundos. Entonces, el magistrado se dio vuelta a mirar a Bob y le preguntó:

— ¿Es verdad lo que me ha dicho este hombre?

—Sí, Su Señoría; todo es verdad.

— ¿Cree usted que podrá mantener la promesa que le ha hecho? —volvió a preguntarle.

—Su Señoría —respondió mi amigo—, nunca podré quebrantar la promesa que le hice a mi Obispo.

El juez hizo una pausa y después dijo:

—Uno de los hombres mejores que he conocido fue un compañero de clase que tuve cuando estudiaba leyes; su nombre era J. Reuben Clark y era una gran persona, que dejó en mí una permanente impresión por su manera de actuar. Según tengo entendido, es uno de los oficiales presidentes en su Iglesia. En consideración al sentimiento de admiración que él me inspira y al conocimiento que tengo de la influencia que ejerce la Iglesia Mormona sobre sus miembros y que resulta obvia en este hombre, teniendo en cuenta además la promesa que él ha hecho, queda suspendida la sentencia.

Con estas palabras, dio un breve golpe con su martillo y agregó:

—Se levanta la acusación. El acusado queda en libertad.

Bob se puso de pie y el ujier le alcanzó la caja con sus pertenencias. Su esposa y yo nos dirigimos a su encuentro y los tres salimos juntos de la Sala del Tribunal, con lágrimas corriéndonos por las mejillas.

Indudablemente, éste es uno de los ejemplos más magníficos de que si una persona hace todo lo que puede, empleando lo mejor de sus esfuerzos por cumplir con sus responsabilidades, ora y deposita su fe en el Señor, cuando llegue la hora de su prueba El la ayudará en su lucha por vencer las dificultades.

El nombre limpio, la influencia personal y la excelente reputación del presidente J. Reuben Clark, la fidelidad de un miembro que había cumplido la promesa hecha en las aguas bautismales y un obispo que, aunque inepto, había hecho todo lo que estaba a su alcance, se combinaron para cambiar el curso de la vida de un hombre.

Como afirmé al principio, este relato es verídico y espero que sea de valor para alguien. Tengo un testimonio de que el evangelio de Jesucristo es verdad y que nuestro Padre Celestial está muy cerca de nosotros. Ofrezco este relato y este testimonio con el solo fin de que puedan servir de provecho a otras personas.

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