Lealtad al Señor

Diciembre de 1976
Lealtad al Señor
por el élder Rex D. Pinegar
del Primer Consejo de los Setenta

Rex d .PinegarEn aquellos tiempos en que los misioneros viajaban a pie, sin bolsa ni alforja, y en que para suplir sus necesidades confiaban en el Espíritu del Señor y en la hospitalidad de la gente, en las vecindades del poblado de Smithville, en el Estado de Tennesse, Estados Unidos, una cálida y húmeda tarde de mayo de 1895, dos misioneros, después de haber sufrido el rechazo de las gentes del pueblo, dirigieron sus pasos hacia los boscosos cerros del lugar con la esperanza de lograr conversos entre los montañeses que vivían allí del producto del escaso terreno cultivable que las circunstancias les permitían.

En aquella comarca vivía mi abuelo, Harvey Anderson Pinegar, con su esposa y sus pequeños hijos. Habiendo él asistido a una reunión en la que escuchó predicar a los misioneros, invitó a éstos a su humilde cabaña ofreciéndoles alimentos y un techo bajo el cual pasar la noche, lo que ellos aceptaron inmediatamente y llenos de gratitud. Los élderes llegaron a la vivienda al anochecer; después de cenar, la familia les facilitó para dormir la única cama de que disponían, durmiendo los niños en el desván y mis abuelos en un jergón en el suelo. Al calor de aquel modesto hogar enclavado en las montañas, los misioneros enseñaron a mi abuelo y su familia el verdadero evangelio de Jesucristo.

El abuelo escribió lo siguiente en su diario de vida:

“Después de estudiar la doctrina que nos enseñaron los misioneros, llegué al convencimiento de que eran de la única Iglesia verdadera sobre la faz de la tierra. Por lo tanto, el 14 de mayo de 1895… el élder Owen M. Sanderson nos bautizó a mi esposa y a mí en las aguas del arroyo Sink . .. con gran disgusto de mis parientes, a pesar del cual seguí haciendo la voluntad de mi Padre Celestial, pues sabía a ciencia cierta que la doctrina era de Dios y no de los hombres.”

Unas cien personas presenciaron el bautismo de Harvey y Josie Pinegar.

La aversión de la gente de esos contornos hacia la “religión mormona” era considerable. La felicidad de mi abuelo al convertirse en miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, no fue en absoluto compartida por sus padres, sus hermanos, ni sus vecinos, y no tardó en descubrir que sería objeto de la más abierta oposición de parte de todos éstos. En aquel tiempo él ocupaba el cargo de alguacil, el cual subvencionaban varios varones de la localidad, quienes al enterarse de que se había unido a la Iglesia, se negaron a seguir apoyándolo económicamente, siendo uno de ellos su propio primo.

En numerosas ocasiones la cabaña de Harvey Pinegar sirvió de refugio a los misioneros, oportunidades en que los élderes ayudaban a mi abuelo a reforzar puertas y ventanas con travesaños de madera a fin de protegerse de las turbas de malhechores que los amenazaban con embrearlos y emplumarlos.

Cuatro años después, el frío 3 de diciembre de 1899, el grupo integrado por mi abuelo y su familia —del que formaba parte mi padre, que en ese entonces era un muchachito de ocho años—, y otras dos familias de la vecindad, se dirigieron a un arroyo cercano con el propósito de efectuar allí un servicio bautismal en el que el padre de mi progenitor había de bautizar a la menor de sus hijas y a las hijas de una de las familias que les acompañaban; en el camino, les salieron al encuentro tres hombres a caballo que les preguntaron a dónde iban. Al responderles mi abuelo cuál era el objeto de la comitiva, el que al parecer era jefe, intentó amedrentarlos lanzándoles amenazas de que iría en busca de un grupo de hombres que se encargarían de impedirles llevar a cabo el servicio bautismal. A pesar de sus amenazas, mi abuelo le respondió que no importaba qué hicieran ellos por su parte, pues él y las veinte personas que le acompañaban, sencillamente seguirían adelanté con sus planes conforme a lo que se habían propuesto; dicho lo cual procedieron a reanudar la marcha.

Al llegar al arroyo buscaron un lugar apartado donde realizar el bautismo. Entre la vegetación que cubría los cerros circundantes se destacaban frondosos árboles, bajos y espesos robledales y hiedra. Mi padre, con el fin de observar todos los detalles de la sagrada ordenanza, se encaramó en el tronco de un árbol caído que descansaba mitad en un banco de arena y mitad en las lentas aguas del arroyo. Desde allí observó al abuelo meterse en el agua, buscar un sitio de profundidad conveniente, y volver luego a la orilla para elevar una oración. En medio de la quietud reinante, mientas el abuelo oraba, mi padre oyó el crujido de una rama al quebrarse; abriendo los ojos y levantando rápidamente la vista hacia el cerro, divisó entre los árboles a los mismos hombres que un rato antes los habían detenido en el camino; sólo que entonces los acompañaban otros individuos, y esa vez iban evidentemente dispuestos a llevar a cabo su amenaza, estando uno de ellos junto a un montón de piedras, en actitud de comenzar a apedrear a los del grupo. De pronto, todos levantaron la cabeza al oír los feroces ladridos y gruñidos del enorme perro del jefe de la turba, que corrió hasta llegar a pocos pasos de mí abuelo, para terror de mi padre que contemplaba espantado la escena. Sin embargo, no obstante el peligro que se cernía sobre todos ellos con aquellos malvados hombres resueltos a impedir los bautismos, mi abuelo continuó valientemente con el servicio. Convencido entonces de que aquellos mormones no temían a sus amenazas, el jefe de la chusma ordenó enérgicamente a su perro que atacara a mi abuelo. En los siguientes segundos sucedió algo absolutamente sorprendente; de pronto el can lanzó un débil gruñido, se le erizó el pelo, y enseñando los dientes se lanzó contra su amo tirándolo al suelo. Los demás hombres de la turba, al ver aquello, huyeron despavoridos, lo que también procedió a hacer el jefe una vez que pudo librarse del enfurecido perro que, no obstante, continuó persiguiéndolo encarnizadamente.

Ciertamente allí se verificó un milagro, y todos los que lo presenciaron, naturalmente agradecieron al Señor su ayuda providencial. Luego de lo ocurrido, el servicio bautismal prosiguió sin interrupción.

Después del bautismo, todos los presentes regresaron a la cabaña de mis abuelos. Cuando hubo caído la noche, los atacantes llegaron nuevamente hasta la humilde vivienda a proferir nuevas amenazas en contra de los mormones. Entonces, en medio de los insultos y los vituperios de aquellos hombres, mi abuelo, saliendo a enfrentarlos, alzó la voz y les ordenó emprender la retirada en el nombre del Señor Jesucristo, ante lo cual los malvados huyeron para no volver.

Esta experiencia, relatada infinidad de veces tanto por él como por mi padre, por generaciones ha servido a los Pinegar como fuente de fortaleza. En lo que respecta a mí personalmente, me ha hecho experimentar un profundo agradecimiento por la lealtad de mi abuelo hacia el Señor, infundiéndome a la vez la certeza de que la rectitud prevalecerá contra toda adversidad.

El valor que pusieron de manifiesto, tanto mi abuelo como aquellos que le acompañaban, para mantenerse firmes en defensa de los principios justos, les valió la ayuda del Señor; todos ellos sintieron que la paz los embargaba, brindándoles la fortaleza interior para enfrentar a sus atacantes con valor y confianza. Ocasiones ha habido en mi propia vida en que él solo recuerdo de aquel suceso me ha infundido valor para resistir las persuasiones de otros a hacer lo indebido.

Sí, y lo repito, me siento sumamente agradecido por la lealtad y la fe de mi abuelo, pues su valiente corazón dejó a sus descendientes un legado de fe en el Señor y amor por Él. Los sacrificios que hicieron él y otros de mis antepasados han hecho posible las muchas bendiciones de que hoy disfruto, y a mi vez, anhelo ser leal a ellos siendo yo también leal al Señor.

Todos podemos probar nuestra lealtad al Señor siendo obedientes a nuestros padres, siendo respetuosos con los demás, siguiendo los consejos de nuestros líderes, cumpliendo con nuestros llamamientos en la Iglesia y nuestras responsabilidades del sacerdocio, observando las leyes civiles y cumpliendo los mandamientos de Dios. También parte de nuestra lealtad al Señor es trabajar al máximo de nuestra capacidad por el dinero que ganamos, así como pagar honestamente el trabajo que otros realizan para nosotros, puesto que lo que hacemos a nuestros semejantes, a Él lo hacemos. Ser leal a Dios significa asimismo defender los principios que sabemos son rectos cuando nos encontremos solos enfrente de la mayoría.

También vosotros podéis examinar la vida de los miembros de vuestras respectivas familias y encontrar ejemplos de lealtad a Dios, semejantes al que acabo de referiros y que del mismo modo, pueden constituir una fuente de fortaleza y valor para vosotros.

Ruego que todos lleguemos a sentir gratitud por el riquísimo legado que nos hayan dejado nuestros leales antepasados, y que podamos esforzarnos con verdadera fe por ser fieles a aquellas nobles almas siendo también nosotros leales al Señor.

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