Abril de 1976
“Si tú estás dispuesto…”
por el élder PauL H. Dunn
A la edad de tres años empecé a prepararme para ser jugador profesional de béisbol y por mucho tiempo no pude sacarme esa idea de la cabeza. Dicha meta fue uno de mis problemas, porque no pensaba que la escuela o la Iglesia tuvieran ninguna importancia para un jugador de béisbol.
Durante mis doce años de educación primaria y secundaria, jamás llevé un libro a mi casa para estudiar. No me siento orgulloso de ello sino que, por el contrario, me avergüenzo y he tratado de arrepentirme; pero pasaré el resto de mi vida pagando el precio por el vacío que creé en mi propio intelecto, con la lógica sin sentido que aplicaba a la clase de álgebra o a la de inglés: “¿Qué valor tiene la escuela para un gran jugador de béisbol? Puedo tirar la pelota tan bien sin conocimientos de álgebra o de inglés, como con ellos”. En mi casa solía decir: “Claro que estoy preparado para enfrentar la vida. Puedo tirar la pelota tan fuerte como el mejor y correr tan rápido como el que más. Déjenme tranquilo.” Ahora veo lo equivocado que estaba.
Cuando llegaba el momento de ir a la Iglesia el domingo, yo lo tomaba como una afrenta personal; porque, ¿cómo me iba a ayudar la Iglesia a ser mejor como jugador de béisbol?
Así era mi manera de pensar. No es que piense que ser un gran deportista, o abogado o médico no tiene importancia, porque si, la tiene y es algo conveniente para la salvación temporal; pero no es el motivo más importante por el cual fuimos enviados a la tierra. Lo que es de verdadero valor para nosotros es todo lo relacionado con la eternidad y la persona que es realmente inteligente y perspicaz, es la que llega a esa conclusión en una etapa temprana de su vida y hace algo al respecto.
Finalmente, llegó el momento de graduarme en la escuela secundaria y pronto cumpliría los dieciocho años. Hacia quince años que estaba preparándome para lo que deseaba ser y había ocho agentes de importantes ligas de béisbol que estaban interesados en mí; por fin, mis padres me permitieron firmar mi primer contrato, con lo que entonces era un excelente salario. ¿Os imagináis lo que significa eso para un jovencito? ; ¡Ojalá tuviera la habilidad de describirlo! Y cuando me presenté ante mi equipo y entré en el campo de juego con mi propio número en el uniforme. . . ¿sabéis la emoción que sentí?
Pero a los tres años no había pensado en la guerra, la Segunda Guerra Mundial no había entrado en mis planes. No sabía qué iba a ocurrir, ni sabía que cuando cumpliera los dieciocho años recibiría una carta comunicándome que, durante los tres años siguientes, mi carrera de béisbol se vería interrumpida por el servicio militar.
De pronto, me encontré recibiendo el entrenamiento preparatorio; era una vida terrible y, aun cuando yo carecía del fundamento que hubiera necesitado, para ese entonces empecé a comprender el valor de algunas cosas que había despreciado, como los estudios, la cultura, la preparación. Me daban las peores tareas porque no estaba preparado para hacer nada más.
Unos once meses después, me encontraba con las tropas a bordo de un barco en el Océano Pacifico; era una de las muchas naves que formaban parte de un convoy con destino a la isla de Guaní, en la cual nos enfrentaríamos por primera vez en un combate con el enemigo.
Todas las tardes, a las cinco, temamos un servicio religioso para Lodos, ya fuéramos católicos, judíos, gentiles o mormones. Cantábamos un himno, el capellán nos hablaba por cuatro o cinco minutos y después nos quedábamos a conversar por un rato: hablábamos de nuestro país, las chicas, nuestra familia y otros temas que son importantes a esa edad. El servicio, en total, duraba más o menos una hora. De entre tres mil hombres, asistían a él unos treinta y cinco o cuarenta. ¡Treinta y cinco o cuarenta hombres, de tres mil! Si miramos a nuestro alrededor, vemos que esto es una de las características de la vida, ¿no es verdad?
El último día de viaje tuvimos nuestro servicio religioso final. Fue necesario (levarlo a cabo en la cubierta, porque el lugar donde nos reuníamos regularmente era demasiado pequeño. Aquel fue uno de los aspectos más interesantes de la personalidad humana que yo he contemplado: aquel 21 de julio de 1944, tres mil hombres se interesaron de pronto en la religión y se preocuparon por los valores más importantes de la vida. ¡Hay que ver cómo se vuelve la gente a la religión frente a las grandes crisis! Como ocurre generalmente sólo en las situaciones de peligro, sintieron de pronto la necesidad de un Ser superior; todos lo experimentaron al mismo tiempo, ya fueran comerciantes, criminales o jugadores de béisbol.
Nunca olvidaré aquel servicio, que fue dirigido por un maravilloso capellán protestante, un hombre sincero y honesto que nos habló con sencillez. Nuestras voces se unieron para cantar el himno, “Permaneced, es noche ya”. ¿Os imagináis un coro masculino de tres mil voces, expresando en canto sus sentimientos? Para muchos, aquélla quizás fuera la primera vez en su vida. Desde nuestro barco podíamos oír que en las otras naves del convoy se llevaba a cabo la misma actividad.
Después del himno tuvimos una oración y luego comenzó a hablarnos el capellán. Nunca había visto yo una seriedad tal como la suya al dirigirnos la palabra.
“Soldados”, nos dijo, “no voy a tratar de ocultaros la verdad esta noche. Durante todo el año pasado habéis recibido entrenamiento para lo que vais a hacer mañana; y todos sabéis muy bien de qué se trata. Las estadísticas militares nos dicen que, en una invasión como la que vais a llevar a cabo mañana por la mañana, una gran cantidad de soldados pierden la vida. Tenemos que pagar un precio para conquistar esta isla. Si nuestros registros son correctos, la mitad de vosotros morirá antes de las ocho de la mañana. Lo que estoy tratando de haceros comprender, soldados, es que la mitad de vosotros se encontrará frente a su Hacedor mañana a las ocho. ¿Estáis preparados para ello?”
Jóvenes, ¿qué contestaríais vosotros? Yo tenía sólo dieciocho años entonces. Si alguien os dijera: “Mañana a las ocho tenéis que dar al Salvador cuenta de vuestra vida, vuestra actitud, vuestras actividades”, ¿qué sentiríais? Allí estaba yo sentado, pensando en mis gloriosos días de béisbol. ¿Os imagináis lo triviales que me parecieron de pronto? Contratos, fama, fortuna. . . ¡cuán insignificantes resultan comparados con las cosas fundamentales de la vida!
Por primera vez en mi vida sentí el deseo de averiguar la autenticidad de la religión. “¿Es verdad que Dios vive? ¿Por qué estoy en el campo de batalla? ¿Por qué habría de matar a una persona a quien jamás he visto?” Miles de interrogantes como éstas cruzaron por mi mente en aquel momento. ¿Por qué, por qué, por qué? El mismo tipo de interrogantes deberíamos hacernos constantemente. ¿Por qué hacemos las cosas que hacemos en ésta, nuestra existencia terrenal? Así, el servicio religioso llegó a su fin.
A la mañana siguiente, cuando nos dieron la señal, nos preparamos para desembarcar. Todavía recuerdo el sentimiento que experimenté cuando me desembarcaron en aquel arrecife de coral. La marea estaba alta y tuve que vadear hasta la costa, con el agua a la altura del pecho y el rifle en alto para que no se mojara; tuve que pasar por entre los cadáveres de amigos y compañeros, con los cuales me había entrenado y relacionado. Que nadie me diga que no tiene interrogantes. ¿Por qué tenía que estar aquel magnífico muchacho de diecinueve años muerto, de cara contra el agua? ¿Por qué?
Muchas veces, en otros tiempos, me había arrodillado con mi padre y lo había oído expresar libremente los sentimientos de su alma a su Padre Celestial. Era un inteligente y hábil hombre de negocios respetado en la comunidad, un gran líder en quien muchas personas buscaban consejo; y sin embargo, con toda humildad a menudo se arrodillaba y preguntaba: “¿Cuál es tu consejo, Señor?” Y muchas veces lo vi levantarse con lágrimas en los ojos, mirar hacia lo alto y expresar gratitud por la respuesta que había recibido.
Hasta que desembarqué en la isla de Guam, jamás había conocido a Dios. Pero en cambio, sabía que mi papá conocía la existencia de Dios y que recibía respuesta a sus oraciones; y mientras cavaba un foso para refugiarme en él, pensé que yo podía hacer exactamente lo mismo que mi padre hacía y supe que le estaría eternamente agradecido por su guía y sus enseñanzas. Después de arrodillarme con la cabeza descubierta, aun a riesgo de que me mataran, le pregunté a mi Padre Celestial en una forma muy directa; “¿Es verdad que vives? ¿Eres un Ser real? ¿Es cierto que Jesucristo es el Salvador? ¿Fue José Smith un Profeta de la Iglesia como lo he oído siempre y no he podido llegar a creerlo?” Y entonces sucedió. Recibí una verificación interior y el Santo Espíritu se comunicó con el mío, diciéndome silenciosamente: “Así es”. Tan absoluto fue el sentimiento que me invadió en aquel momento, que pensé que podría salir al descubierto y cruzar el campo de batalla sin recibir daño alguno; tal era mi sensación de paz y seguridad.
Mi testimonio había nacido porque yo había preguntado “con verdadera intención”. Mil veces antes había orado sin sentimiento, simplemente porque mi familia y la Iglesia me empujaban para que lo hiciera. Pero en aquel momento, realmente deseaba saber. “¿Estás ahí Señor? ¡Dintelo, por favor!” Y El me lo dijo. Desde aquel día, le he dedicado mi vida y he tenido la verificación, una y otra vez, de que esta Iglesia es la verdadera y que José Smith fue llamado y ordenado para restaurar el evangelio de Jesucristo.
Sin embargo, deseo aclarar que no he aceptado la verdad basándome únicamente en aquel testimonio. Después de la guerra, para continuar mis estudios asistí a una escuela teológica protestante y me gradué junto con sus ministros porque quería saber, si desde el punto de vista de las Escrituras, la Iglesia podría resistir la prueba a que quisiera someterla el mundo. Y con gran satisfacción debo decir que, no sólo obtuve un testimonio cuando lo pedí tal como Moroni nos indica (Moroni 10:4), sino que también lo puse a prueba durante varios años en una de las mejores instituciones teológicas del país. El evangelio es verdadero, mis queridos hermanos. ¿Estáis dispuestos a invertir el tiempo, la energía y la voluntad de orar, a fin de saber sí estoy en lo cierto?
Antes de ir a la guerra, recibí una bendición patriarcal a instancias de mi padre. Esta bendición, de manos de aquellos que poseen el sacerdocio, nos da la oportunidad de tener dones espirituales, de conocer nuestras posibilidades que se nos revelan en forma tal, que podemos bosquejar nuestra vida futura aplicando los principios del evangelio. La mía declaraba que yo viviría hasta llegar a la vejez, que me casaría y tendría una familia y que pasaría por determinadas experiencias en la Iglesia; y terminaba, como muchas, con la frase condicional “Si tú estás dispuesto. …” Como veis, existe una condición. “Si estás dispuesto, Paul, estas promesas se cumplirán.” Una de ellas indicaba que tendría intervención divina en una experiencia de combate.
Mil fuimos los que nos embarcamos en el puerto de San Francisco para aquella funesta jornada, y seis los que regresamos dos años y medio más tarde; de los seis, cinco recibieron graves heridas en dos o más ocasiones. Hubo miles de incidentes en los cuales yo podría haber dejado este mundo terrenal; sin embargo, por algún motivo, mi vida fue preservada siempre. Me gustaría contaros uno de esos incidentes.
Mi escuadrón recibió la orden de atravesar las filas enemigas e informar sobre su posición y la ubicación de sus pertrechos; teníamos que alejarnos de los nuestros, cumplir nuestra misión en el término de un día y una noche y regresar a la mañana siguiente. Después de cierta estrategia, logramos pasarnos detrás de la línea, descubrir su posición y la ubicación de las municiones; las marcamos en el mapa que llevábamos y nos dispusimos a regresar. Pero la línea de combate de nuestras tropas había cambiado y el enemigo ocupaba el lugar donde nosotros habíamos estado el día anterior; rodeamos una colina y entramos en un valle, pensando que allí encontraríamos a los nuestros, pero el enemigo dominaba ambas colinas y el punto en que nos hallábamos quedaba entre éstas. Encontramos un profundo agujero dejado por una granada y allí buscamos refugio hasta decidir lo que habíamos de hacer.
Para entonces ya estaba bien entrada la tarde y sabíamos que tendríamos que salir de allí antes de que anocheciera, porque de acuerdo a la posición de combate, el enemigo ocuparía el lugar donde nos encontrábamos. Así que nos quedamos sentados en el hoyo, haciendo planes de lo que haríamos para salvarnos. Estábamos a una distancia bastante corta de nuestras filas, tanto que hasta pudimos oír lo que nos gritaban al comprender nuestra situación; pero no podían ayudarnos. Les gritamos que habíamos decidido arriesgarnos a cubrir corriendo la distancia que nos separaba y que les haríamos saber el momento en que llevaríamos a cabo nuestro plan. Finalmente, resolvimos que saldríamos de allí al atardecer, corriendo todos juntos, aunque bien sabíamos que algunos no llegarían nunca; aquella era la única forma en que alguien pudiera salvarse. Puedo aseguraros que en una situación así, hay tiempo de sobra para la meditación.
Decidimos que intentaríamos la huida a las seis y cuarto, pues a esa hora estaría lo bastante obscuro como para que al enemigo le fuera difícil vernos, pero habría suficiente luz como para que viéramos nuestro camino. Llamamos a nuestros compañeros y les pedimos que cubrieran nuestra carrera todo lo que les fuera posible. A continuación, nos deshicimos de todo peso innecesario: rifles, municiones, mochilas, granadas y las desarmamos para que no fueran de valor para el enemigo; después nos quedamos meditando y conversando y mis compañeros me preguntaron si estaría dispuesto a ofrecer una oración por todos. Por último, nos prometimos mutuamente hacer ciertas cosas por los que cayeran en la empresa.
Siempre llevaba conmigo mi bendición patriarcal y recuerdo que a las seis y cinco la saqué y la volví a leer; en resumen me decía: “Paul, vivirás para ver el cumplimiento de estas promesas, si tú estás dispuesto.
Me es imposible describir la situación en que nos encontrábamos; sólo quien hubiera vivido una experiencia similar, la entendería completamente. Parecía que no había manera en que pudiéramos escapar con vida de ella.
Por fin llegó la hora, nos estrechamos las manos y salimos. Nunca habréis visto a nadie correr en esa forma. Hubo tres o cuatro que ni siquiera llegaron a salir del foso; apenas se asomaron al borde, cayeron barridos por una lluvia de balas. Uno de mis buenos amigos quedó casi partido en dos por las descargas de las ametralladoras; me detuve para tratar de ayudarlo, pero al ver que era inútil, comencé a correr. Había estado lloviendo y el suelo estaba resbaloso y lleno de barro; el aire era helado; casi con cada paso sobrevenía una caída. Traté de correr en zigzag para eludir mejor el fuego enemigo; a ambos lados de mi camino veía cómo las balas levantaban el lodo a mí alrededor, salpicándome todo. Corría con todas mis fuerzas moviéndome de un lado al otro y las balas me seguían en todas direcciones. Habría recorrido unos cincuenta metros, cuando una bala me pegó en el talón derecho arrancándome la bota entera; la violencia del golpe me hizo girar en torno y caí de rodillas; pero no me tocó el cuerpo. Al caer, otra lluvia de balas me cortó el cinturón y me arrancó la cantimplora y la mochila de las municiones, sin hacerme daño. Cuando me levanté para seguir corriendo, una bala me dio en el casco, en la parte de acero y, rebotando hacia arriba partió en dos el casco; pero no me tocó. Seguí corriendo y otra descarga me dio en la parte de la camisa agitada por el viento, cortándola al medio en tal forma que hubiera podido sacarme las mangas sin sacar el resto; pero tampoco me tocó. Y, por fin, después de otra corta carrera, caí en nuestra línea, en los brazos de un sargento. Él había observado todo y me dijo: “Paul, has tenido suerte. Mira”. Al mirar el camino que había recorrido unos segundos antes, pude ver que yo había sido el único de los once que había llegado con vida; los demás, no habían alcanzado a recorrer ni siquiera los cien primeros metros,
¿Suerte? Podéis llamarle así. Yo he recibido una verificación detrás de la otra. Durante los años de combate, me ocurrieron mil incidentes como ese.
Os he hecho este relato sólo porque pienso que es necesario para los jóvenes, tanto los miembros de la Iglesia como que no lo son, comenzar una seria exploración de su alma y de las metas que desean alcanzar. Esta es la época de su vida en que tienen tiempo para prepararse.
























