El partido que jugamos en la vida

Agosto de 1977
El partido que jugamos en la vida
por el élder Paul H. Dunn
del Primer Consejo de los Setenta

Paul H. DunnQuizás no os sorprenda saber que en todas las obras canónicas de la Iglesia hay escrituras que tienen que ver con el atletismo. Un profesor de la Universidad de Brigham Young, Robert Matthews, nos llama la atención sobre ciertos términos deportivos que usó el apóstol Pablo en varias de sus epístolas, y como prefacio a su obra, dice:

“En Corinto (y, por supuesto, en otras ciudades de Grecia), cada dos años se llevaban a cabo competencias deportivas donde tenían lugar todos los juegos que los griegos preferían, tales como carreras, saltos, lucha, lanzamiento de disco y jabalina, etc. El premio consistía solamente en una corona hecha de ramas de pino o de hiedra; pero el vencedor era recibido en su ciudad natal con grandes honores. A fin de que una persona fuera considerada digna de participar, debía someterse a largas horas de práctica y riguroso entrenamiento. Debía dedicarse a ello como algo más que un pasatiempo, y disciplinarse con un esfuerzo constante y severo, a fin de tener la posibilidad de ganar.

Al proclamar el mensaje del evangelio, Pablo hace diversas menciones a aquellos eventos deportivos. Nos habla de luchadores y corredores, y del curso que éstos seguían; de gladiadores, luchando contra las bestias salvajes; de una corona para el vencedor; de metas, recompensas, duro entrenamiento y preparación adecuada; y, sobre todo, nos habla del deseo de salir vencedor.

Sin duda, los primeros conversos cristianos estaban familiarizados con todos esos juegos y, por lo tanto, Pablo usó el vocabulario del atleta para estimular a los seguidores de Cristo a aplicar en su vida las enseñanzas del evangelio, y particularmente para hacerles comprender la importancia de la autodisciplina y el sacrificio.” (Adaptado de Speeches of the year, BYU Press, 1974, págs. 3-16.)

El hermano Matthews continúa diciendo que probablemente Pablo haya concurrido a uno de los grandes estadios griegos de su época, y allí haya observado a los corredores de maratón, cuando al prepararse para la carrera se quitaban la armadura y la dejaban a un lado; acostumbraban practicar con sus armaduras puestas, pero se las quitaban cuando llegaba el momento de la carrera. Cuando el árbitro daba la señal de partida, comenzaban a correr; la distancia que recorrían era de 42 km. e iban, hasta la población vecina y luego de regreso al estadio. Al final de la competencia el juez entregaba el trofeo al ganador. Probablemente Pablo, al observar estas carreras, viera en ellas una gran lección para la vida; de ahí, que pronunciara la siguiente declaración:

“…nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojemos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante,

puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe…” (Heb. 12:1-2.)

Pablo percibió en los deportes uno de los mayores beneficios que puede ofrecer el entrenamiento: el deseo de salir vencedor. Observando cómo coronaban a aquellos grandes campeones y viendo la guirnalda que recibían como recompensa, imaginó el día en que él habría de recibir la corona más preciosa de todas: la de la vida eterna.

Pablo sabía la forma en que aquellos hombres se habían preparado y esforzado para obtener la victoria, el celo y el entusiasmo con que habían participado en la carrera, y los comparó con la forma en que los cristianos abrazaban Su fe.

Los ejemplos que el Apóstol usó son particularmente adecuados por su significado religioso. Al igual que Jesús, él tenía la habilidad de ilustrar, sus vividos ejemplos con los acontecimientos diarios. Una de estas ilustraciones fue su indicación de que el precio de la victoria en el evangelio, al igual que en las competencias atléticas, depende exclusivamente del esfuerzo continuo, la autodisciplina y una total dedicación a la causa. Quisiera citar partes de sus famosas epístolas. Por ejemplo, a los santos de Corinto escribió lo siguiente:

“¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno sólo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis.”
(Como ya he mencionado, los corintios podían entender este lenguaje.)

Según dice Pablo, los atletas ejercen autocontrol en todos los aspectos de su vida. Ellos lo hacen para recibir una corona corruptible, un simple manojo de ramas; pero la que nosotros recibimos es incorruptible. Después continúa diciendo que él no corre como a la ventura, sin motivo, ni pelea como quien da golpes al aire, sino que castiga su cuerpo y lo domina, no sea que después de predicar a otros él mismo se encuentre descalificado. (Véase 1 Cor. 9:24-27.)

Y éstas son sus palabras a Timoteo: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe.

Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida.” (2 Tim. 4:7-8.)

También le había hecho anteriormente otra advertencia: la de que jamás se corona un atleta que no haya competido de acuerdo con las regías (véase 2 Tim. 2:5). Esta admonición, hecha en unas pocas líneas, encierra el significado de todo un sermón. La vida está compuesta de una serie de reglas y leyes, y en ella podemos salir vencedores, solamente si competimos de acuerdo con los reglamentos ya establecidos.

En un sentido muy real, nosotros hemos venido a la tierra para jugar un partido muy importante, y a fin de que lo hagamos se nos han dado algunas reglamentaciones maravillosas, A aquellos de vosotros que tenéis el sentido común, la comprensión y la habilidad de escuchar a los entrenadores, deseo testificaros que nosotros disponemos de un gran jefe de entrenadores, cuyo nombre es Spencer W. Kimball. Habéis tenido la oportunidad de oírlo hablar, y también a los miembros del Consejo de los Doce, las demás Autoridades Generales, a los presidentes de estaca, los obispos y los maravillosos maestros de la Iglesia. ¿Acaso pensáis que el interés de estas personas es tomaros en broma? ¿O, por el contrario, sabéis que ellos os son enviados en determinado momento de vuestra existencia para ayudaros a jugar el partido de la vida de acuerdo con las reglas del juego?

Os testifico que su objeto en la vida es éste último, y os desafío como participantes en esta competencia a que escuchéis los consejos de aquellos que son sabios y capaces.

A esta altura de vuestra existencia, en este partido de la vida, hay dos cosas muy importantes que debéis hacer:

1) Preparaos para hacer frente a los grandes desafíos y pruebas que el mundo os ofrece.
2) Una vez que os hayáis preparado, compartid con el mundo lo que tenéis, para hacer de él un lugar maravilloso donde podáis vivir,

Nuestra Iglesia es una Iglesia de misioneros, como ya sabéis. Las Escrituras están repletas de los consejos que el Padre nos ha dado por medio de su Hijo, de los cuales quisiera recordaros dos ejemplos; ninguno de ellos es nuevo, sino que son conocidos para nosotros. El primero es una revelación que recibió José Smith y que se encuentra en la sección 64 de Doctrinas y Convenios; esta revelación le fue dada en septiembre de 1831, poco después de ser organizada la Iglesia. Por entonces, los miembros no eran muchos, y tenían la enorme responsabilidad de compartir, de dar, de enseñar. Esto es lo que el Señor le dijo al Profeta:

“De modo que, siendo vosotros agentes, estáis en la obra del Señor; y lo que hagáis conforme a la voluntad del Señor es el negocio del Señor.

Y os ha puesto para abastecer a sus santos en estos últimos días, a fin de que obtengan una heredad en la tierra de Sión.”(D. y C. 64:29-30.)

Me gustaría ahora haceros una pregunta: ¿Cómo puede nadie obtener esa heredad si nosotros no se la damos, voluntaria y eficazmente? A continuación, el Señor dice:

“Y, he aquí, yo, el Señor, cuyas palabras con ciertas y no fallarán, os declaro que la obtendrán.

Más todas las cosas tienen que acontecer a su hora.

Por tanto, no os canséis de hacer lo bueno, porque estáis poniendo los cimientos de una obra grande. Y de las cosas pequeñas nacen las grandes.

He aquí, el Señor requiere el corazón y una mente obediente; y los que están dispuestos, y son obedientes, comerán de la abundancia de la tierra de Sión en los postreros días.” (D. y C. 64:31-34.)

Permitidme relataros una experiencia personal relacionada con esto. Allá por los años 40 mi hermano menor recibió su llamamiento para la misión,- y fue enviado a una localidad pequeña situada en la región de Nueva Inglaterra; allí trabajó durante la mayor parte de su misión. Como les sucede a muchos misioneros, cuando regresó a casa daba la impresión de que su misión había sido un fracaso, a juzgar por las pocas personas a quienes había podido predicar. Ya sabéis lo crueles que pueden ser los hermanos mayores, cuando los menores aparentemente han fracasado en su cometido, cualquiera sea éste; y yo, para no ser menos, no dejaba tranquilo a mi hermano con mis bromas respecto a lo poco fructífera que había sido su misión.

Veinte años más tarde, fui llamado para presidir sobre aquella misma misión. En la primera conferencia de distrito que tuvo lugar después que tomé posesión de mi cargo, después de la primera sesión de la conferencia se acercó a mí una hermana y me preguntó, muy emocionada: “Presidente Dunn, ¿tiene Usted un hermano que se llama David?” Al responderle yo afirmativamente, ella volvió a preguntar: “¿Fue él misionero en esta región?” Nuevamente mi respuesta fue afirmativa. La buena hermana abrió su bolso, sacó un paquete de fotografías y después de buscar un momento me mostró una, preguntándome si ése era mi hermano; efectivamente era él, veinte años más joven, y así se lo dije. Entonces, me preguntó dónde estaba mi hermano. Después que le respondí esta nueva pregunta, me dijo: “¡Cómo me gustaría poder comunicarme con él! Él fue quien me convirtió a la Iglesia”. “Creo que usted está confundida, hermana”, le dije. “David no convirtió a nadie a la Iglesia durante su misión.” Ella me respondió: “No. Lamento decirle que quien está equivocado es usted, presidente”. Luego se dio vuelta, llamó a seis personas que estaban por allí, todas ellas líderes del distrito y con hermosas familias, y continuó; “Todos estos hermanos son’ miembros de la Iglesia por las prédicas del élder Dunn. Y todos le estamos profundamente agradecidos al Señor por habérnoslo enviado”.

Indudablemente, de los actos pequeños pueden surgir grandes consecuencias.

Ya sabéis lo que dice el Señor en Doctrinas y Convenios, .sección 88, versículo 81: “…y le conviene a cada ser que ha sido amonestado, amonestar a su prójimo”. Ahora bien, vuestro prójimo puede ser cualquier persona que sea o no miembro de la Iglesia, pero que necesite cualquier clase de advertencia. Quisiera citar un ejemplo al respecto.

Hace algún tiempo, un conocido mío cayó gravemente enfermo, por lo que me apresuré a visitarlo para ver si necesitaba algo. Por supuesto, tenía algunos problemas y no era activo en la Iglesia. Estoy seguro de que vosotros también conocéis a alguien así. Cuando me vio entrar en su cuarto, se quedó muy sorprendido y hasta me preguntó cómo me había enterado de que estaba en el hospital.

Sufría de una seria enfermedad en la sangre, agudizada por tratarse de una persona ya mayor; su condición le producía grandes molestias y estaba en ese momento sufriendo de fuertes dolores en los tobillos. Después de saludarlo, me senté en el borde de la cama y le pregunté: “¿Cree que le aliviaría si le masajeara un poco las piernas?”

Mientras le daba el masaje, volví a preguntarle: “¿Puedo hacerle unas preguntas personales? ¿Se asustó un poco con esta repentina enfermedad? ¿Sabe su obispo que usted está aquí? ¿Le ofendería que yo se lo comunicara? ¿Le gustaría recibir una bendición especial?” A esta última pregunta, me respondió que sí con la cabeza; entonces le pregunté si tenía fe. “No,” fue su contestación. “¿Tendría usted fe en mí?”, volví a preguntarle. Me replicó afirmativamente. A mi pregunta siguiente, “¿Conoce el principio de la fe?”, su respuesta fue quemo. Entonces procedí a enseñarle.

Con el paso del tiempo he descubierto que la mayoría de las personas que no saben estas cosas, las ignoran porque nadie se ha tomado el trabajo de enseñarles y, simplemente, no las entienden. En aquella oportunidad, hablé por unos minutos sobre el principio de la fe. Como sabéis, los primeros principios del evangelio son: fe, arrepentimiento, bautismo y el don del Espíritu Santo. Volviendo al primero, dice “Fe en el Señor Jesucristo”. A veces, tendemos a olvidar esta última parte. Como dije, le enseñé los principios del evangelio, que él no recordaba haber oído nunca a pesar de tener ya 62 años, de haber nacido en un hogar mormón y de haberse criado como miembro de la Iglesia.

En el cuarto aquel había cuatro camas más, ocupadas por otros cuatro hombres que me eran totalmente desconocidos. Mientras yo le enseñaba al hermano a quien había ido a visitar, noté que los otros se esforzaban por oír lo que estábamos hablando. Al ponerme de pie y prepararme para darle a mi amigo una bendición, sentí que el Espíritu me indicaba lo que debía hacer; por lo tanto, me di vuelta y les hablé a los otros enfermos, “Señores”, les dije, “¿podrían prestarme atención por un momento?” Cuando vi que todos me miraban con interés, continué: “He venido a visitar a mi amigo quien, como yo, es miembro de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, conocida como ‘mormones’; soy lo que nosotros llamamos un ‘maestro orientador’. Por supuesto, no he tenido el gusto de conocer a ninguno de ustedes, ni sé si profesan alguna religión; pero nosotros creemos en la ayuda espiritual que debemos prestarnos unos a otros, y estoy aquí hoy por ese motivo: deseo darle a este hermano una bendición de salud”. Después, procedí a explicarles brevemente de qué se trataba, y agregué: “No pretendo que ninguno de ustedes la acepte, o la rechace, pero sí les ruego que permanezcan en silencio mientras yo hago esto por mi amigo”.

Mientras todos observaban reverentes, puse las manos sobre la cabeza de mi hermano y le di una bendición de salud. El Espíritu nos conmovió a ambos, y cuando terminé, las lágrimas corrían por las mejillas de aquel hombre que no había pisado una capilla de la Iglesia desde hacía más de veintidós años. Nos dimos un abrazo y entonces le hice nuevamente una pregunta: “Hermano, ¿lo ofendí?” “De ninguna manera, hermano Dunn”, me contestó. “Este ha sido uno de los momentos más sagrados de mi vida.”

Al despedirme, resultó que todos los demás también querían recibir una bendición, y algunos de ellos ni siquiera habían oído hablar nunca de la Iglesia.

Santos de los Últimos Días, nunca os avergoncéis de lo que sois. A cada uno de nosotros se le presenta un momento precioso para enseñar, el momento de compartir este invalorable tesoro que poseemos. Ruego a Dios que podamos tener un vislumbre de la gran importancia de esta obra.

No olvidéis que tenéis dentro de vosotros el potencial de llevar a cabo aquello para lo cual fuisteis enviados a esta tierra. Y recordad que ésta es una gran competencia y que en el partido de la vida podréis ganar solamente si jugáis de acuerdo con las reglas. Entonces, os encontraréis a vosotros mismos, encontraréis al Señor y podréis compartir con otros vuestro conocimiento.

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