Los dones del Señor
por el élder Ezra Taft Benson
Presidente del Consejo de los Doce
Durante el año hay diferentes oportunidades que se celebran dando o recibiendo regalos. Pero sería bueno que constantemente recordáramos algunos de los muchos regalos, o dones, que hemos recibido de nuestro Señor Jesucristo, y que pensáramos qué podemos hacer, a nuestra vez, para retribuir su amor.
El Maestro nos proporcionó el modelo perfecto para que imitemos: su vida misma. Él dijo que “nadie tiene mayor amor que éste, que ponga alguno su vida por sus amigos” (Juan 15:13). Y no sólo nos dejó el ejemplo perfecto para nuestra vida terrenal, sino que también dio la suya por nosotros voluntariamente, sufriendo una agonía espiritual y física que nuestra mente no puede siquiera concebir, a fin de obsequiarnos con la gloriosa bendición de la expiación y la resurrección. (Véase D. y C. 19:15-19.)
Algunas personas serían capaces de morir por su fe, pero no de vivir plenamente por ella. Jesucristo vivió y murió por nosotros. Por medio de su expiación y si seguimos sus pasos, podremos obtener el don más precioso de todos: la vida eterna, que es la que vive el Altísimo, nuestro Padre Celestial.
Cristo preguntó en una oportunidad qué clase de personas debemos ser, y El mismo la respondió diciendo que debemos ser así como es El. (Véase 3 Nefi 27:27.) La persona cuya vida se ajusta más al modelo que Cristo nos dejó, es indudablemente la mejor, la más bendecida y la más feliz; esto nada tiene que ver con las posesiones terrenales, el poder o el prestigio. La única prueba de grandeza, magnanimidad y gozo que puede dar un ser humano, es su semejanza con el Maestro. Él es el único camino, la Verdad Pura y la vida plena.
La pregunta que siempre debemos tener presente y hacer constantemente, la que debe guiarnos en todos nuestros pensamientos y acciones, es: “¿Señor, qué quieres que haga?” (He. 9:6). La respuesta sólo nos puede llegar por medio de la luz de Cristo y el Espíritu Santo, La labor que tenemos que llevar a cabo es seguir al maestro, y os testifico que el pago que Él nos dará por esta labor es el mejor y más alto que podemos lograr en éste o en cualquier otro mundo.
Además de ofrendarnos el modelo de su vida, Cristo nos da también el regalo de un Profeta que nos guíe. De entre todos los mortales, nuestra mirada debe estar fija en éste, el capitán del barco, el Profeta, Vidente y Revelador, e) Presidente de la Iglesia de Jesucristo de tos Santos de los Últimos Días. Este es el hombre que está más cerca de la fuente de “aguas vivas”, y hay algunas instrucciones celestiales que sólo podemos recibir por su intermedio. Una buena manera de determinar nuestra posición ante el Señor, es observar el efecto que tienen en nuestros sentimientos y acciones las inspiradas palabras de su representante terrenal, nuestro Profeta y Presidente; con éstas no podemos jugar. Todos tenemos el derecho a recibir inspiración, y cada uno puede recibirla para cumplir con su particular obligación; pero sólo hay un hombre que puede reclamar el derecho de ser el vocero del Señor para la Iglesia y el mundo, y éste es nuestro Profeta. De acuerdo con sus palabras, se han de medir y juzgar las de todos los demás hombres de la tierra.
Aunque su Profeta es un hombre mortal, Dios no permitirá nunca que él conduzca a la Iglesia por caminos errados. (Véase Discourses of Wilford Woodruff, págs. 212-213.) Dios tiene el conocimiento de todas las cosas, desde el principio hasta el fin, y no es por mera casualidad que un hombre pasa a ocupar el cargo de Presidente de la Iglesia de Jesucristo, ni es por azar que se va de este mundo.
El Profeta que tiene para nosotros más importancia es, sin lugar a dudas, el que vive en nuestros días, porque él es quien recibe las instrucciones que el Padre quiera darnos en el presente. Las revelaciones de Dios a Adán no incluyeron instrucciones para Noé a fin de que pudiera construir el arca. Todas las generaciones han tenido y tienen necesidad de la Escritura antigua, pero también de la revelación que reciben por medio de su profeta, en su propia época; por lo tanto, la meditación más importante y crucial en nuestra vida, es aquella que haya sido motivada por las inspiradas palabras del Profeta del Señor. Por esto, es esencial que tengamos acceso a las publicaciones de la Iglesia, en las que podamos leer todo lo que él ha dicho. Sí, “te damos, Señor, nuestras gracias” por el Profeta que nos conduce en estos últimos días.
Conjuntamente con los dones que recibimos de la vida de Jesucristo y su Profeta, tenemos también el regalo que Él nos hace al darnos su Iglesia, la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, la única “verdadera y viviente sobre toda la faz de la tierra” (D. y C. 1:30); fuera de ella no habrá salvación ni exaltación para nadie; por medio de ella recibimos el bautismo, el sacerdocio, el convenio del matrimonio eterno, y otros poderes selladores; ella es la organización de la cual Dios se vale para establecer y expandir su obra, y es nuestro deber esforzarnos por ella, por edificarla y llevarla adelante.
Debemos estar siempre deseosos de dar nuestro tiempo, talentos y medios a la Iglesia. Sea cual sea el destino del mundo, la Iglesia se fortalecerá constantemente y permanecerá intacta hasta la venida del Señor.
Dios nos ha asegurado que jamás quitará su Iglesia de la tierra por causa de la apostasía. También ha dicho que está complacido con ésta como organización, lo cual ha manifestado “hablando a la iglesia colectiva y no individualmente” (D. y C. 1:30). Esto quiere decir que quizás muchas sean las personas que se inactiven y terminen por apartarse de ella, incluyendo a algunas que ocupen cargos de gran responsabilidad; ha sucedido en el pasado y sucederá en el futuro. Pero si ponemos nuestra fe en el Señor y no en el ser humano, sabremos que pertenecemos a la Iglesia de Jesucristo y no a la de ningún hombre. Cuando observamos a otros miembros hacer cosas que no deberían o pensamos que la Iglesia no actúa de la manera correcta, sería bueno que recordáramos los siguientes principios:
Dios ha llevado y lleva a cabo su obra por medio de mortales que se encuentran en diferentes grados de progreso espiritual. Muchas veces, El concede al hombre sus deseos imprudentes, a fin de que pueda aprender por medio de sus propias experiencias tristes. Hay quienes se refieren a este principio como “El principio de Samuel”, aludiendo a la época en que el pueblo de Israel quería tener un rey como todas las demás naciones; el profeta Samuel estaba disgustado y oró al Señor pidiéndole una solución, y ésta fue la respuesta que recibió de El: “no te han desechado a ti, sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos”; también le dijo que les advirtiera sobre las consecuencias que sufrirían si tenían un rey. Samuel obedeció. Pero ellos insistieron en que querían un monarca así es que Dios les permitió que lo tuvieran y que sufrieran por el resultado, y tuvieron que aprender por medio del sufrimiento. El Señor quería que las cosas fueran de otra manera; pero, dentro de ciertos límites, concede a sus hijos de acuerdo con los deseos de ellos. Las experiencias desagradables son una escuela de alto precio a la cual solamente los tontos van dos veces.
Otras veces, en un intento por imitar al mundo y contrariamente a los deseos del Profeta, nos dejamos engatusar por las falsas ideas mundanas en cuanto a la educación, la política, la música o la moda; entonces, las normas del mundo predominan, le sucede un derrumbamiento de principios y, gradualmente, después de mucho sufrir, una vez más el pueblo se muestra humilde y dispuesto a recibir una ley más alta.
Pero, durante ese período de rebajamiento, los justos deben vivir de acuerdo con las normas más altas que conozcan, sin tratar de obligar a otros a obedecerlas, sino preparándose con esperanza para los días mejores que seguramente han de venir. Esto me hace recordar otro principio, el de que un líder no puede conducir si no tiene seguidores. Si se desea establecer mejores normas de vida, es necesario que haya un pueblo que esté preparado para observarlas.
El Libro de Mormón compara esta situación con un árbol que tiene ramas en mal estado:
“. . .disminuirás las ramas que dan fruto amargo, según la fuerza y tamaño de las buenas; y no quitarás todas las ramas malas de una vez, no sea que las raíces resulten demasiado fuertes para el injerto, y éste perezca, y pierda yo los árboles de mi viña…
Por tanto, quitarás lo malo a medida que crezca lo bueno para que la raíz y la copa tengan igual fuerza, hasta que lo bueno sobrepuje a lo malo, y lo malo pueda ser arrancado y echado en el fuego. . .” (Jacob 5:65-66.)
Solamente el pueblo de Sión puede producir una sociedad de Sión; y a medida que el pueblo de Sión aumente, podremos incorporar cada vez más principios buenos, hasta que tengamos a un pueblo listo para recibir al Señor.
A su debido tiempo habrá más libros escritos por personas inspiradas de la Iglesia; entonces disminuirá la tendencia a aceptar las falsas enseñanzas de los hombres. También aumentará la propensión a establecer primeramente el fundamento de la verdad del evangelio en todas las cosas y, si es necesario, mostrar al mundo su deficiencia con respecto a esa norma.
A su debido tiempo aumentará la enseñanza por medio del Espíritu de Dios; pero esto sólo podrá ocurrir después que disminuya la promoción de los preceptos de los hombres.
Aspiramos a todo lo que sea digno de alabanza, virtuoso o bello, y admiramos a Beethoven, Rembrandt, Miguel Angel, y todos los grandes genios. A su debido tiempo tendremos entre nosotros gigantes como ellos. Cierto tipo de música, arte y modas se desvanecerán con el tiempo, no porque los estilos cambien según la usanza, sino porque las normas de vida han de mejorar.
Cuando las acciones de algunos miembros de la Iglesia nos disgustan, hay otro principio que debemos considerar: el principio de la mayordomía. A medida que el reino se expande, es necesario delegar cada vez más responsabilidad y entregar mayor cantidad de mayordomías, a las cuales las personas responden con diferentes grados de valor. Dios es muy paciente para esperar que nos elevemos a la altura de nuestras responsabilidades y, usualmente, nos da suficiente margen y suficiente tiempo como para que nos esforcemos por llegar hasta su presencia. Mas, aunque Él es muy paciente, no habrá hombre alguno, por mezquino que sea en su mayordomía, que pueda impedir o pervertir la obra del Señor. Los telares de Dios hilan muy lentamente, pero hilan muy fino.
Puesto que nuestro Padre nos ha dado el libre albedrío, siempre existirán aquellos que hagan abuso de él. La red del evangelio abarca a los buenos y a los malos, a los mejores y a los peores. A éstos últimos, porque antes de que llegue el día de la purificación final, el diablo ha puesto a algunos de sus seguidores en el reino de Dios, a fin de que traten de destruirlo; los tenemos entre nosotros hoy, y a su debido tiempo sabremos quiénes y cuántos son. Con el tiempo todas las situaciones se aclaran, lo bueno se eleva y lo malo cae. Si vemos en el reino de Dios cosas que nos disgustan, primeramente tenemos que resolver si el asunto está dentro de nuestra mayordomía y, si es así, hablar con aquellos que lo han provocado. Si por otra parte, se trata de algo que creemos debe ser llevado ante una autoridad más alta, entonces, con bondad y serenidad, daremos los pasos que consideremos necesarios.
Ventilar en público las diferencias que creemos tener con los líderes de la Iglesia, creando contención y división, es un camino seguro hacia la apostasía, Nuestro deber es mantenernos firmes en el reino, sin permitir que nada ni nadie cambie nuestra disposición o nos cause amargura hacia ese magnífico regalo que Cristo nos ha dado: su Iglesia.
La Iglesia es verdadera. Obedezcamos sus leyes; asistamos a sus reuniones; apoyemos a sus líderes; aceptemos los llamamientos; vayamos al templo; disfrutemos de las bendiciones que recibiremos por hacer todo esto.
Además de las mencionadas ofrendas que recibimos de Cristo, tenemos también la de las Escrituras, particularmente el Libro de Mormón.
En la oración dedicatoria del Templo de Washington, el presidente Kimball se refirió al Libro de Mormón diciendo, al igual que el profeta José Smith, que es el libro más correcto de todos. José Smith lo llamó también la clave de nuestra religión, diciendo que “una persona podría acercarse a Dios más viviendo sus preceptos que los de cualquier otro libro” (History of the Church, 4:461). Este es un libro que fue escrito para nuestra época. Mormón, el Profeta que hizo la recopilación, vio nuestros días en una visión y recibió las instrucciones de poner en el libro todo aquello que fuera útil para nosotros, de acuerdo con nuestras necesidades.
En la Universidad de Brigham Young es obligatorio asistir a la clase del Libro de Mormón. Todos los miembros de la Iglesia deben conocerlo, mejor que a cualquier otro libro; y no solamente debemos conocer la historia y los relatos de fe y valor, sino también comprender sus enseñanzas. SÍ pusiéramos verdadero interés y estudiáramos el Libro de Mormón empapándonos de la doctrina, fácilmente encontraríamos en él las verdades que necesitamos para combatir muchas de las teorías y filosofías falsas de los hombres, exponiendo ante el mundo sus errores.
No he podido menos que notar la diferencia que existe en discernimiento, percepción, convicción y poder espiritual entre los que conocen y aman el Libro de Mormón y aquellos que no se interesan en él. Este libro es un tamiz del carácter.
Todos los que he mencionado, la vida de Cristo, su Profeta, su Iglesia y el Libro de Mormón, no son sino unos pocos de los muchos obsequios y dones con los que el Señor nos bendice durante nuestra vida terrenal.
Ahora bien, amigos míos, ¿qué podríamos darle nosotros al Señor? Considerando todo lo que Él ha hecho y hace por nosotros, seguramente habrá algo que podamos darle en retribución.
La gran dádiva que hemos recibido de Cristo es su propia vida. Y ése debería también ser nuestro regalo para El: nuestra vida y nuestro sacrificio, no sólo ahora sino en todos los años por venir. Hace algún tiempo mi compañero en el apostolado, el élder Boyd K. Packer dijo lo siguiente:
“No me siento avergonzado de decir que quiero ser bueno. Y me he dado cuenta de que es sumamente importante que quedara establecido este entendimiento entre el Señor y yo, a fin de que El supiera bien en qué empresa he puesto mi libre albedrío. Por lo tanto, me presenté ante Él y le dije: ‘Señor, puedes hacer conmigo lo que quieras; si necesitas mi voto, puedes contar con él. No importa lo que decidas hacer con mi persona. No es necesario que me quites nada; todo lo que tengo, te lo doy: mi vida, todo lo que poseo, todo lo que soy, es tuyo’. Y esta conversación con El hizo una gran diferencia en mi vida.”
Ciertamente, aquellos que le entregan su vida al Señor verán que Él puede hacer con ella algo mucho más productivo que ellos mismos. El hará que su gozo sea más profundo, su visión más amplia, su mente más alerta, su cuerpo más fuerte; elevará su espíritu, multiplicará sus bendiciones, aumentará sus oportunidades, reconfortará su alma y derramará sobre ellos su paz. Quienquiera que pierda su vida en el servicio al Señor, encontrará vida eterna.
Con respecto al sacrificio que podemos hacer por El, diré que el sacrificio es la prueba fundamental del evangelio. En esta vida, el hombre es probado para ver si es capaz de buscar primeramente todo lo relativo al reino de Dios, (véase Mat. 6:33). Para alcanzar la vida eterna debemos estar dispuestos a sacrificarlo todo por el evangelio. Jesús le dijo lo siguiente al joven rico, cuando éste le preguntó qué debía hacer para obtener vida eterna:
“. . . anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme.”
Al oír sus palabras, Pedro le dijo: “He aquí, nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido; ¿qué, pues, tendremos?”. La respuesta del Señor fue:
“Y cualquiera que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna.” (Mat 19:16-29. Véase también D. y C, 132:55.)
Y el profeta José Smith dijo lo siguiente con respecto al sacrificio:
“Para que una persona lo sacrifique todo, su carácter y reputación, su honor, su buen nombre, su casa, sus tierras, sus hermanos, su cónyuge y sus hijos, y aun su vida misma, todo esto por llegar a conocer al Señor Jesucristo, se requiere algo más que la simple creencia o suposición de que. está cumpliendo con la voluntad de Dios; es necesario que tenga un verdadero conocimiento, con la seguridad absoluta de que cuando este sufrimiento llegue a su fin, entrará a su eterno descanso y será participe de la gloria de Dios … Una religión que no requiera el sacrificio de todas las cosas materiales, tampoco tendrá el poder para inspirar la fe necesaria para la salvación; porque, desde el principio de la existencia, la fe que se necesita para obtener gozo en esta vida y salvación en la eternidad, no se ha podido adquirir jamás sin el sacrificio de las cosas terrenales. Sólo por medio de éste el hombre podrá gozar de vida eterna.” (Lectures on faith, págs. 58-60.)
En el libro Mormon Doctrine, por el élder Bruce R. McConkie, pág, 664, dice lo siguiente:
“El sacrificio es parte de la mortalidad solamente; en la eternidad, no existe. Sacrificar en este caso, significa desprenderse de las cosas de este mundo por ganar las bendiciones que se nos han prometido en un mundo mejor. En la perspectiva eterna no hay sacrificio alguno al entregarlo todo, aun la propia vida cuando sea necesario, si al hacerlo logramos obtener la vida eterna.”
En la misma forma en que si uno pierde su vida por servir a Dios, en realidad encuentra una vida plena, también si se sacrifica todo por el Señor, en retribución El compartirá con nosotros todo lo que tiene.
Si lo intentáis, veréis que jamás podréis tener al Señor como vuestro deudor, puesto que cada vez que tratáis de cumplir su voluntad El derrama sobre vosotros abundantes bendiciones. Quizás haya veces en que os parezca que las bendiciones tardan demasiado en llegar—esto puede ser una prueba para vuestra fe—, pero os llegarán y en abundancia, “Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás”, y volverá transformado por la mano del Señor, y te será dulce al paladar.
En una oportunidad, dijo el presidente Brigham Young:
“Muchas veces he oído decir a las personas cuánto han sufrido por causa de Cristo. Me siento feliz de declarar que yo no puedo decir lo mismo. He gozado de muchas cosas, pero en lo que respecta al sufrimiento, sólo puedo compararlo con un hombre que tuviera un abrigo viejo, sucio y gastado, y alguien viniera y le diera uno nuevo, limpio y hermoso; es la comparación que se me ocurre cuando pienso en lo que he ‘sufrido’ por causa del evangelio: sólo me he quitado un abrigo viejo y me he puesto uno nuevo.” (Discourses of Brigham Young, pág. 348.)
Los Santos jamás sufren como sufren los pecadores. Y continuando con las palabras del gran Profeta:
“En cuanto a las pruebas, hermanos míos, el hombre o la mujer que gozan del espíritu de nuestra religión, no pasan por pruebas, Pero el que trata de vivir de acuerdo con el evangelio del Hijo de Dios, y al mismo tiempo se aferra al espíritu del mundo, ése tiene pruebas y grandes aflicciones, y las tendrá de continuo mientras no cambie.
Quitaos el yugo del enemigo y llevad sobre vosotros el yugo de Cristo. Veréis entonces que su yugo es fácil y su carga es liviana. Yo lo sé por experiencia propia,” (Discourses of Brigham Young, pág. 348.)
Una de las razones por las cuales los padres amamos tanto a nuestros hijos, es que nos sacrificamos por ellos. Nos sacrificamos por aquellos a quienes amamos y viceversa. Pero cuando damos poco, también recibimos poco, ¿Por qué no hemos de sacrificarnos por el Señor en todo, absolutamente, y no sólo en parte? ¿Por qué no sacrificar por El todo aquello que pueda hacemos pecar, en lugar de renunciar sólo a ciertas cosas?
Había una joven que, después de sacrificar todos sus deseos mundanos por cuidar de un hermano menor, y habiendo trabajado largas y tediosas horas a fin de mantenerlo, se había enfermado y yacía en su lecho de muerte. Su obispo fue a visitarla cuando estaba a punto de morir, y mientras hablaban, él sostenía entre las suyas la mano callosa y áspera de la joven. Ella le preguntó: “Obispo, ¿cómo sabrá Dios que yo soy suya?” y él le respondió suavemente: “Muéstrale las manos”.
Algún día nosotros también veremos esas manos que tanto se sacrificaron por nuestra salvación. ¿Podremos mostrarle las nuestras, limpias y con señales de haber estado a su servicio? ¿Podremos mostrarle nuestro corazón puro y rebosante con sus enseñanzas?
Todas las semanas renovamos el convenio solemne de ser como El, de seguirlo como nuestro guía, de recordarlo siempre en todas las cosas y de guardar sus mandamientos; a cambio, Él nos promete su Espíritu.
Hace sólo unos pocos años conocimos muy bien a nuestro Hermano Mayor y a nuestro Padre Celestial, y nos regocijamos ante la inminente oportunidad que llegaríamos a tener de disfrutar de la vida terrestre, lo que haría posible para nosotros lograr la plenitud del gozo, del mismo modo que ellos la tenían. Estábamos ansiosos por demostrarles, a nuestro Padre y a nuestro Hermano, el Señor, lo mucho que los amábamos y cuán obedientes habíamos de ser, a pesar de la oposición terrenal que nos presentaría el maligno. Ahora estamos aquí, velada nuestra memoria, demostrando a Dios y a nosotros mismos lo que podemos hacer. Nada podrá sorprendernos más cuando pasemos el velo hacia el otro lado, que comprender cuán bien conocemos a nuestro Padre y cuán familiar nos es su rostro. Entonces, como dijo el presidente Brigham Young, nos preguntaremos porqué fuimos tan tontos mientras estábamos en la tierra.
Dios nos ama; Él nos cuida y quiere que logremos el éxito en nuestra lucha; algún día sabremos que no quedó absolutamente nada que El no planeara cuidadosamente para el eterno bienestar de cada uno de nosotros. ¡Si tan sólo lo supiéramos! Hay huestes celestiales enteras que se preocupan por nosotros, amigos en los cielos que ahora no podemos recordar y que nos alientan para que logremos la victoria. Esta es la oportunidad que tenemos de demostrar lo que podemos hacer, la vida y el sacrificio que podemos brindarle a Dios diariamente, cada hora y cada instante de nuestra vida. Si nos damos por entero, recibiremos la eterna herencia del Altísimo.
Démosle al Señor lo mejor de nosotros mismos, y hallaremos lo mejor de Él,

























que hermoso mensaje de el profeta Ezdra un ejemplo.a seguir
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