1977 Conferencia de Área en la ciudad de Lima, Perú
Las Escrituras, eternas guías del viajero
por el élder L. Tom Perry
del Consejo de los Doce
Sesión General del domingo por la mañana
Mis queridos hermanos y hermanas, ¡qué gustoso estoy de estar entre vosotros! Hemos gozado mucho de vuestro espíritu. Cuando os estrechamos la mano, tenemos un sentimiento especial. Vosotros irradiáis amor, gran calidez, y hermandad. ¡Cuán grato ha sido encontrar este espíritu entre vosotros! Hemos gozado de esta dudad y de todo lo que aquí tenéis, espero que la oportunidad se nos presente para regresar otras veces, y visitaros en este vuestro gran país.
Vivimos en un tiempo cuando las presiones de los días modernos nos dificultan mantener una vida balanceada. Muchos de nuestros contemporáneos pasan por la vida en un estado de turbación, no sabiendo dónde encontrar ayuda y satisfacción.
Recuerdo haber estado hace poco con una pareja de jóvenes estudiantes; uno de ellos me dijo: “No tengo valores porque no hay base para ellos. No tengo metas, porque no sé dónde ir. No sé a qué quiero aspirar.” El otro, un joven atleta, declaró: “Usted es un ingenuo si puede creer lo mismo que todos los demás, Usted dice que tiene algo adentro de sí mismo que le advierte entre lo bueno o lo malo. ¡Ojalá que yo tuviera algo semejante!”
Mirad al mundo a vuestro alrededor, y veréis que no hay ningún interés en las cosas decentes, sólo en el poder y en privar a otros de sus derechos. ¿Qué ha causado la destrucción de estos sistemas de valores en nuestros semejantes? Parecería que estamos tan absortos en los valores mundanales, que demasiado a menudo nos hemos olvidado de las grandes lecciones de la historia: servid al Señor, y encontrad razón para vivir. Si nos alejamos de sus vías, ciertamente perderemos las nuestras, o iremos por nuestra existencia terrenal sin tener dirección ni propósito.
Quisiera repasar con vosotros el capítulo 6 del evangelio de Juan, y recordar las grandes verdades que fueron enseñadas por nuestro Salvador cuando Él estaba en la tierra. La historia nos cuenta lo siguiente: Nuestro Salvador había ido al otro lado del Mar de Galilea. Una gran multitud lo había seguido, porque lo había visto sanar a los enfermos, a los lisiados, al ciego y al cojo. Jesús probablemente deseaba estar solo con sus discípulos, porque los llevó a una colina donde se sentó con ellos, probablemente para recordar la Pascua, porque era esa época del año. Cuando levantó los ojos, notó la gran multitud que lo había seguido, y teniendo un corazón muy compasivo, se volvió a Felipe, a quien preguntó: “¿De dónde compraremos pan para que coman éstos?” Y Felipe le contestó diciendo: “Doscientos denarios de pan no bastarían para que cada uno de ellos tomase un poco”.
Entre ellos había un muchacho que solamente tenía cinco panes y dos pececillos. El Salvador invitó a la multitud a que se sentase en un suave y verde declive; los presentes eran cinco mil. Tomando los panecillos y los peces del muchacho, dio gracias y los distribuyó a sus discípulos, instruyéndoles a que dieran de comer a la multitud que se hallaba reunida. Y el hambre de la multitud fue satisfecha. Y después que estuvieron satisfechos, recogieron todo lo que había sobrado, y fue suficiente para llenar 12 cestos. Ahora cuando los cinco mil vieron esto, estaban asombrados, y el Salvador percibió la intención que surgía en ellos, porque estaban dispuestos a tomarle por la fuerza y hacerle su Rey. Y dejando la multitud, se encaminó solo hacia la cima del monte.
Después que los cinco mil se dispersaron, los discípulos descendieron a la orilla del mar, y comenzaron a cruzarlo en una barca, yendo hacia el otro lado, a la ciudad de Capernaun. Cuando estaban a mitad de camino, les sorprendió una gran tormenta lo que les hizo temer por su vida. En el medio del tumulto, vieron una figura caminando por el mar, lo que los llenó de pavor, mas en ese momento, oyeron la voz del Salvador diciendo, “Yo soy, no temáis” (Juan 6:20). Y lo acogieron cariñosamente: casi inmediatamente, la barca llegó a su destino. A la siguiente mañana nuevamente la gran multitud se congregó alrededor del Salvador, y Él tomó ventaja de esta situación para enseñarles una gran lección. Les dijo;
“De cierto, de cierto os digo, que me buscáis, no porque habéis visto las señales, sino porque comisteis el pan y os saciasteis.” (Juan 6:26.)
Apreciaban al Salvador no por los dones espirituales que les había dado, sino solamente por las cosas materiales y los milagros que le habían visto hacer. Después, el los instruyó, diciendo:
“Trabajad, no por la comida que perece, sino por la comida que a vida eterna permanece, la cual el Hijo del Hombre os dará; porque a éste señaló Dios el Padre.” (Juan 6:27.)
A medida que el Salvador les enseñó acerca de los dones espirituales, y les dio a entender que Él no les daba cosas materiales, muchos le dejaron; las Escrituras dicen: “Desde entonces muchos discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con El” (Juan 6:66). Con pena en su corazón se tornó a los doce y les preguntó: “¿Queréis acaso iros también vosotros?” (Juan 6:67); a (o que Pedro respondió en muy profunda manera; “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Juan 6:88).
La asociación de Pedro con el Salvador le había enseñado que solamente había un curso hacia la vida eterna. Para ganar ésta, la más grande de todas las bendiciones, se requiere orar, y meditar, y, por cierto, estudiar las palabras del Señor y aprender sus vías, El Señor nos ha dado desde el principio, instrucciones acerca de cómo vivir; estas instrucciones se encuentran en las Sagradas Escrituras. Si vamos a ganar la vida eterna, necesitamos estudiar y aprender las palabras del Señor, porque esto nos dará el mapa del camino a seguir.
¿Puedo alentaros hoy a estudiar las Escrituras? En el transcurso de mi vida he encontrado que en ellas están las respuestas para cada problema que he tenido. Permitidme citaros algunas experiencias personales que atestiguan de su grandeza, ocasiones en las que he encontrado respuestas a problemas, y oportunidades en la vida.
Os mencionaré uno o dos simples ejemplos de cómo las respuestas no fueron halladas en las doctrinas del hombre, sino en las Escrituras.
Cuando fui bendecido con mis primeros dos hijos, llegaron con solamente catorce meses de diferencia. La primera fue una niña, y el segundo un niño. ¡Cómo disfrutaban al jugar juntos, durante esos primeros años! Sin embargo, pronto comenzaron a competir el uno con el otro; uno elegía un juguete, y el otro inmediatamente lo quería, y comenzaban a pelear para ganar control sobre él. Esto continuaba hasta que mi esposa o yo los separábamos. En esos días escuchamos un discurso pronunciado por un profesor muy conocido aconsejando a los padres cómo se debía actuar con niños que se peleaban. Su consejo era dejar que se peleasen: “Tómenlos y pónganlos solos dentro de un cuarto con el juguete; pronto se cansarán ambos de pelear, y entonces la paz retornará.” Pusimos esta técnica a prueba, pero no surtió el efecto deseado; mis hijos parecían capaces de seguir peleando para siempre, y esto causaba demasiada confusión en nuestro hogar.
Un día leímos en las Escrituras, algo diferente de lo que el catedrático nos había dicho. Encontramos que sus palabras eran contrarías a las del Señor, y decidimos tratar de seguir los mandatos del Señor, Esto es lo que leímos:
“Ni permitiréis que vuestros hijos anden hambrientos o desnudos, ni que quebranten las leyes de Dios, ni que contiendan y riñan unos con otros y sirvan al diablo, que es el maestro del pecado, o el espíritu malo de quien nuestros padres han hablado, ya que es el enemigo de toda justicia. Mas les enseñaréis a andar por las vías de verdad y prudencia; les enseñaréis a amarse mutuamente y servirse el uno al otro.” (Mosíah 4:14-15.)
Cuando enseñamos a nuestros hijos a amarse y servirse mutuamente, ¡qué diferencia hubo en nuestro hogar! Cesaron las peleas y los argumentos. Como podéis ver, el método del Señor fue más eficaz.
Permitidme compartir otra anécdota con vosotros. Poco después de haberme casado, fui trasladado por mi trabajo a una nueva comunidad. Me habían avanzado mucho más alto del nivel para el cual estaba preparado, y fui trasladado a una ciudad de Idaho a ser administrador de una tienda. Había tomado este empleo seis meses antes, y el trabajo estaba muy por encima de mi capacidad. Dejé a mi familia atrás en mi primera casa mientras trataba de venderla, y el primer mes en ese trabajo, lo pasé solo. Había encontrado que tenía tanto trabajo que solamente podía dormir cada dos noches, y adquirí un horario de trabajo que comprendía un día, una noche y un día; entonces dormía una noche, y nuevamente trabajaba un día, una noche y un día.
Al final del mes mi esposa me llamó para decirme que había vendido la casa, y fui a buscarla para traerla a la nueva localidad. Le expliqué cuán difícil era el trabajo, y el horario que me estaba imponiendo. A ella no le complacían mis prolongadas jomadas y se quejaba un poco cuando yo tenía que trabajar toda la noche. Mientras estaba envuelto en este tren de vida, un día vi llegar un auto a mi casa, y un hombre que yo jamás había visto llamó a la puerta, y me invitó a salir y sentarme con él en su automóvil.
Pronto me enteré que este desconocido era mi nuevo presidente de estaca, quien me dijo que el próximo domingo iban a reorganizar el obispado de nuestro barrio. Mencionando el nombre de quién sería nuestro nuevo obispo, preguntó si yo lo podía apoyar. Yo le contesté que había elegido un buen obispo. Entonces, me dijo que quería que yo fuera el segundo consejero. “¡Oh, no!” pensé. ¿Cómo me sería posible hacer eso? Como estaban las cosas, yo ya estaba durmiendo solamente noche por medio. Más él me aseguró que el Señor se ocuparía de mi trabajo si yo le servía a Él en el obispado, y decidí aceptar.
En nuestra primera reunión como obispado, nuestro obispo abrió las Escrituras y leyó ese gran pasaje acerca de Moisés y Jetro, su suegro. Esto es lo que dice;
“Entonces el suegro de Moisés le dijo: No está bien lo que haces. Desfallecerás del todo, tú, y también este pueblo que está contigo; porque el trabajo es demasiado pesado para ti; y no podrás hacerlo tú solo.” (Éxodo 18:17-18.)
Esta escritura me impresionó profundamente: ése había sido mi problema en el trabajo; yo estaba tratando de hacer demasiado por mí mismo; sin embargo, había muchas personas en la tienda que me podían ayudar. Así que comencé a observar cómo el obispo organizaba el barrio; entonces yo lo repetía en mi propia tienda. Cuando llamó a dos consejeros para ayudarlo, yo llamé dos consejeros en la tienda; cuando llamó a un secretario, llamé también a un secretario, y de repente las cosas comenzaron a funcionar más fácilmente. Una vez más había hallado la respuesta en las Escrituras. Esa es la forma en que el Señor quiere que entendamos, leyendo las Escrituras y aprendiendo sus vías.
Quisiera alentaros a que comenzarais un programa sistemático de estudio de las Escrituras; esto debería ser un proceso diario en vuestros hogares. Mi esposa y yo las estudiamos casi todos los días. Cuando ambos estamos en casa, tratamos de estudiarlas inmediatamente después de levantarnos. Hemos desarrollado un plan, estableciendo cuánto queremos estudiar de las Escrituras cada año, y hemos decidido que cada año deseamos aumentar nuestro conocimiento del Libro de Mormón, de Doctrinas y Convenios, la Perla de Gran Precio, y el Nuevo Testamento. ¡Cuán sorprendidos nos quedamos, cuando contamos todos los capítulos en esas Escrituras, y descubrimos que podíamos completar todo nuestro plan de estudio en un año para completar esas cuatro Escrituras básicas!
Cuánto ha mejorado mi entendimiento de las Escrituras, desde que las leemos juntos en voz alta, porque el gran conocimiento que mi esposa tiene de ellas me ayuda a comprenderlas. Si las leyera a solas, tendría solamente una interpretación, la mía, que a veces suele no ser la mejor; pero cuando mi buena esposa me ayuda a entenderlas, entonces me desarrollo aún más.
Quiero desafiamos a tener un programa sistemático para estudiar las Escrituras y aprender los caminos del Señor, para descubrir la esencia de lo que nos están enseñando, como han enseñado a los profetas a través de los siglos. Nosotros también debemos adquirir la misma comprensión de las Escrituras que hizo a Pedro exclamar, “Señor, ¿a quién iremos?” (Juan 6:68). Solamente el Señor tenía la palabra de eterna salvación, y cuanto más tas integremos a nuestra vida, más seguridad tendremos de encontrar las vías del Señor. Os apremio a comenzar mañana mismo en vuestros hogares un programa sistemático de estudiar las Escrituras.
Ahora mis queridos hermanos y hermanas, no quisiera dejar pasar esta gran ocasión de daros mi testimonio de la divinidad de este evangelio. Si el presidente Kimball me disculpa, quisiera relatar una experiencia personal que tuvimos: Un día durante la reunión semanal del Consejo de los Doce, al fin de la cual el presidente Kimball llama a cada uno de nosotros a dar un informe de las actividades de la semana, le llegó el turno a él quien nos dijo que la semana anterior había disfrutado del raro privilegio de quedarse en su casa, lo que le permitió asistir a su propia reunión sacramental.
“Al final de la reunión sacramental”, nos contó, “un muchachito de tres o cuatro años corrió hacía mí, se abrazó a mis rodillas y mirándome directamente al rostro, me preguntó: ‘¿Es usted verdaderamente un Profeta de Dios?’ La pregunta me llenó de pavor; mas al ver la profunda seriedad reflejada en los ojos de este tierno niño, no pude negarle mi atestiguamiento. Sí, eso lo que el Señor me ha llamado a ser.”
Cuando ahora, en mis viajes entre los miembros de la Iglesia soy presentado como un testigo especial de Jesucristo, esa presentación me asusta a mí también y como el presidente Kimball no pudo negar su testimonio a ese niño, así tampoco puedo yo negar mi testimonio especial a vosotros, de que Dios vive, que Jesús es el Cristo y que ésta es su Iglesia porque El la ha restaurado en estos días. Quiero también que vosotros sepáis que poseo un testimonio absoluto de que este hombre que hoy está ante vosotros es un Profeta del Señor.
Que el Señor os bendiga para que cada uno de vosotros reciba este testimonio en forma personal; y para que podamos estudiar las Escrituras, y que nos guíen en el camino que nos lleve a la vida eterna, humildemente oro en el nombre de Jesucristo. Amén.
























