Como nos ayuda el templo a enseñar el evangelio a nuestros hijos

Abril de 1975
Como nos ayuda el templo a enseñar el evangelio a nuestros hijos
por Roger y Rebecca Merrill

Hallamos en la casa del Señor un modelo perfecto para nuestro hogar. El ambiente del templo es siempre placentero. . .

Cuando el año pasado nos establecimos la meta de asistir al templo con más frecuencia, no comprendíamos el tremendo impacto que esto habría de tener en nuestra vida diaria.

Con tres hijos en edad pre-escolar y. otro en camino, comenzamos a preocuparnos seriamente por criar a nuestros hijos en una manera que agradara al Señor. Ambos trabajamos de una forma más eficaz y con más tranquilidad en cualquier proyecto, cuando nuestras metas y objetivos son claros; los esfuerzos que hacíamos para aclarar nuestras metas en cuanto a la crianza de nuestros hijos eran frustrantes; las clases de pedagogía, los libros de psicología y las técnicas de administración, todo proponía muchas soluciones diferentes para los problemas de la vida familiar.

De la misma forma que el joven José Smith, nos sentimos perdidos entre las diferentes filosofías de los hombres, cada una de las cuales afirmaba que su método de criar una familia era el correcto. Fue entonces que comenzamos a preguntarnos, ‘‘ ¿cuál de los métodos es el apropiado?»

Al asistir en forma periódica al templo para realizar el trabajo por los muertos, de pronto se nos ocurrió la idea de que los principios allí enseñados, ya sea por precepto o ejemplo, se aplican al diario vivir. Al pensar en ello, hallamos en la casa del Señor un modelo perfecto para nuestro hogar; hallamos en el ejemplo de nuestro Padre Celestial un modelo perfecto de paternidad, y en las escrituras un texto perfecto, pleno de historias y ejemplos de la forma en que Dios trata como Padre, a sus propios hijos.

El Señor ha dado instrucciones específicas en relación con su propia Casa de Kirtland y un plano divino para todas las casas en una revelación dada a José Smith. Instruyó a los santos para que establecieran «una casa de oración, de ayunos, de fe, de instrucción, de gloria, de orden, una casa de Dios» (D. y C. 88:119). Estas instrucciones pueden también aplicarse a nuestro hogar.

Nuestra obediencia a ellas crea una atmósfera de «templo», una atmósfera que hará que nuestro hogar se asemeje al cielo en la tierra.

La Casa del Señor es siempre limpia y agradable. El orden es la «primera ley de los cielos», es una norma de Dios en cuanto a la conservación del hogar, creando una atmósfera de paz. Cuán revitalizante es para un ama de casa comprender que sus esfuerzos de mantener su hogar brillante y encantador van más allá de la rutina. En esencia, ella es la cuidadora de un templo para su familia, y siguiendo el ejemplo del orden del Señor en el medio ambiente del hogar, puede inspirar y mejorar la vida de su familia.

La Casa del Señor es funcional. Cada uno de los elementos en el diseño, la decoración, la atmósfera y el programa del templo contribuye a su función, que es la de enseñar. Cada uno de los salones contiene cómodos asientos desde los cuales uno escucha, lugares apropiados desde los cuales se enseña, ayudas visuales didácticas tales como figuras y murales en la paredes y, en algunos casos, una película. Pero, ¿cuán a menudo reflejan nuestros hogares las normas del mundo en su diseño y adornos? Las figuras que colgamos en nuestras paredes, los libros que tenemos a nuestro alcance y el arreglo de nuestros muebles, todo refleja nuestros valores.

No hay nada en el templo que no enseñe a Cristo, y si ponemos nuestros valores del lado del Señor en vez del lado del mundo, nuestro hogar se ajustará a ese molde divino. Libros para niños en la sala, pizarrones, títeres, un buen archivo de ayudas visuales y padres siempre dispuestos a ayudar, a enseñar y a aprender nuevas cosas ellos mismos; todo eso contribuye a crear una atmósfera de aprendizaje.

La Casa del Señor está llena de su Espíritu. Para entrar al templo, una persona debe tener una recomendación que indique que es digna. Antes de entrar al hogar, procederíamos correctamente si nos detuviéramos y consideráramos si somos dignos de tener un hogar y una familia amorosa. Un hogar, ya sea el del Señor o el nuestro, debe ser el lugar en el que una persona conserve sus mejores modales y sus más bondadosos actos; no es un lugar para palabras duras, risas ruidosas, empujones, juegos de manos, discusiones ni para ignorar a los demás. Tiempo y energía deben ser utilizados en preocuparse, ayudar y hacer algo por los demás.

La Casa del Señor es un lugar de ordenanzas sagradas. El presidir en una noche de hogar, dirigir las oraciones familiares y bendecir a los niños enfermos; en realidad, todas las actividades que se relacionen con traer a los niños al mundo y educarlos de una forma satisfactoria, contribuyen a que la familia crezca junta y santifique a sus miembros. Como lo indicó en forma repetida el presidente Harold B. Lee la obra más importante que un poseedor del sacerdocio pueda realizar, está dentro de las paredes de su propio hogar.

«Un hogar, ya sea el del Señor o el nuestro, debe ser el lugar en el que una persona observe sus mejores modales y sus actos más bondadosos».

La casa del Señor está dedicada a sus propósitos. Hemos hallado un gran gozo al arrodillarnos juntos en nuestro hogar, dedicárselo y dedicarnos al servicio del Señor. Esta experiencia nos ha hecho saber que todo aquello que hagamos dentro de las paredes de nuestro hogar puede ser agradable ante la vista del Señor. Más aún, la dedicación ha ayudado a cada miembro de la familia a apreciar más su hogar haciendo crecer su deseo de cuidarlo apropiadamente.

En todas las cosas, la Casa del Señor es un modelo de lo que nuestro hogar puede llegar a ser.

De entre todos los títulos que podríamos utilizar, nuestro Creador desea que nos dirijamos a Él por el nombre de «Padre». Desde el comienzo de la creación hasta el infinito, podemos comprender que nuestro Padre lo ha centrado todo en la meta de llevar a cabo nuestra inmortalidad y vida eterna. Por lo tanto, en todas las cosas, Él es el modelo de la paternidad. En su condición de Ser perfecto, El no comete errores; utiliza principios que son eternos y verdaderos en el trato con sus hijos, principios que surtirán el mismo efecto en nosotros como padres con nuestros propios hijos. Su ejemplo nos ayuda a saber qué debemos enseñarles a nuestros hijos. Una de nuestras experiencias más frustrantes como padres es la de tratar de decidir sobre este asunto. Existen tantas verdades, tantas historias, mandamientos, leyes y conceptos que ellos necesitan saber. ¿Por dónde empezamos? Esa respuesta descansa en lo que nuestro Padre nos enseña a través de la ceremonia del templo.

En la Casa del Señor tomamos sobre nosotros un orden progresivo de convenios. El presidente David O. McKay enseñó: «Contamos con la ‘investidura’ del templo, que es. . . una ordenanza correspondiente al transcurrir eterno del hombre, y posibilidades y progreso ilimitados que un padre justo y amoroso ha dado a sus hijos a quienes creó de acuerdo a su imagen, para toda la familia humana». («El propósito de los templos», Ensign, enero de 1972, pág. 41.)

Tanto la secuencia como la progresión de estos convenios son importantes: Cada ley se enseña en un momento específico. Al estudiar las tendencias naturales de los niños durante las varias fases de su crecimiento, nos fascinó hallar una relación entre su típica conducta y la presentación de las leyes de la vida por parte del Señor.

Aun cuando los psicólogos de niños difieren en cuanto a los detalles, la mayoría de ellos coincidirían en que el desarrollo incluye por lo menos 4 niveles generales:

(1)La edad de preocuparse totalmente por sí mismos (2) la edad de razonamiento, cuando un niño puede comprender las implicaciones y los resultados de sus decisiones (3) la edad de crecer, en cuanto a madurez física y (4) la edad de la preparación final para aceptar el papel de responsabilidad que le cabe en una sociedad adulta. Si tomamos estas fases de desarrollo y las leyes del Señor y las ubicamos en forma correlacionada en una línea de tiempo en la vida del niño, veremos que coinciden plenamente.

 (1) La edad de preocuparse por sí mismo. Los padres no desconocen la tendencia natural egoísta de un niño pequeño, pero los padres y psicólogos infantiles difieren abiertamente en cuanto a la forma de encarar esta situación. El plan simple del Señor ilustra la importancia de enseñar a los niños pequeños a obedecer a sus padres y a sacrificar sus propios deseos por la felicidad de otros, importancia en la que han puesto énfasis los consejos de muchos profetas y apóstoles de los Últimos Días.

Entre los libros canónicos, la Biblia es una herramienta tremendamente útil en la enseñanza de estos principios, los repetidos temas de obediencia y sacrificio en las historias del Antiguo Testamento se ajustan en forma especial a los niños de esta edad.

Al procurar enseñar a nuestros hijos estos conceptos, nos hemos asombrado de su comprensión. Al sacarlos un día del baño en una fría noche de invierno, nuestro hijo de 4 años de edad dijo: «Seca primero a Micah, papá; quiero sacrificar. Me sentaré aquí y me congelaré por un minuto».

 (2) La edad del razonamiento. A medida que un niño crece y comienza a ser responsable por sus hechos delante del Señor, la ley del evangelio provee con Cristo, de algo en qué fundarse y de la compañía del Espíritu Santo para ayudarle a sobreponerse a la influencia de las malas compañías. Los principios de fe, como los explican tan hermosamente la Biblia y el Libro de Mormón, arrepentimiento, bautismo y don del Espíritu Santo, aclaran el propósito y la seriedad de la vida, le dan sentido, y al mismo tiempo proveen un plan para permanecer en el sendero correcto o para regresar a él correctamente cuando se cometa un error.

 (3) Preparación para la paternidad. La madurez física y las actividades sociales más amplias proporcionan mayores tentaciones, pero éstas se pueden atacar directamente obedeciendo la ley de castidad. Durante el período de adolescencia es importante que los padres enseñen por precepto y ejemplo los beneficios positivos de mantener, pureza en el cuerpo y en el espíritu. Además, la investidura del templo en sí misma ayuda a preparar a los padres para definir la modestia en cuanto a la vestimenta.

(4) La época de la responsabilidad. Cuando un joven adquiere más independencia y se prepara para poner a prueba sus habilidades fuera de la familia, la ley del Señor en cuanto a la consagración, tal copio se explica en Doctrinas y Convenios, le darán una perspectiva apropiada para entender por qué recibió sus talentos y cómo puede ponerlos mejor en práctica: son la mayordomía que le dio el Señor para que la utilice en la edificación del reino y el establecimiento de Sión.

¿Qué mejor preparación puede un padre dar a su hijo que enseñarle estos principios? A medida que un niño aprende a ser obediente y a sacrificarse por otros, a medida que establece su vida sobre el fundamento de Cristo y recibe el Espíritu Santo para guiarle y dirigirle, a medida que vive una vida limpia y pura, consagrando todo lo que tiene y es al servicio del Señor, se prepara para ser una herramienta santificada en las manos del Señor.

Además de estas leyes específicas, contamos con algo que constantemente nos está recordando que debemos enseñar a nuestros hijos y aprender nosotros mismos a guardar los deseos dentro de los límites prescriptos por el Señor, de buscar siempre su dirección y guía y de asegurarnos una nutrición continua de cuerpo y de espíritu. El conocimiento de .que un día «toda rodilla se doblará y toda lengua confesará» que Jesús es el Cristo (D. y C. 76:110), recuerda los valores eternos, tanto a los niños como a sus padres; comprender que nuestros compañeros, no obstante las creencias que puedan tener actualmente, llegarán a reconocer la divinidad de Cristo, reduce la tentación a buscar justificativo a lo que hacemos.

Como nuestro Padre Celestial nos enseña en una forma ordenada, también podemos nosotros enseñar a nuestros hijos las cosas de Dios.

Su ejemplo nos ayuda a saber cómo enseñar a nuestros hijos.

Primeramente, nuestro Padre es constante.

«Yo soy el mismo ayer, hoy y para siempre», ha dicho El. Por ser sus hijos, sabemos que podemos confiar en Él. Si reprendemos a nuestro hijo por no hacer lo que se le había pedido el lunes y no le decimos nada cuando sucede lo mismo el miércoles, le negamos la seguridad que da la constancia.

Segundo, nuestro Padre nos da mandamientos. Todo mandamiento revela solamente una parte de la ley eterna siendo que se da de acuerdo a nuestra habilidad para entenderlo y vivirlo. Nefi dijo: «Sé que El nunca da mandamientos a los hijos de los hombres sin prepararles la vía para que puedan cumplir lo que les ha mandado» (2 Nefi 3:7). Nuestros hijos necesitan saber que nosotros como padres no les mandaremos hacer algo que ellos son incapaces de lograr.

Le hemos dado un mandamiento a nuestro hijo de 2 años: «no cruzarás la calle solo». Llegará el día en que recibirá una ley mayor «similar» a la que le dimos a su hermano de 5 años: «Mirarás para ambos lados antes de cruzar la calle solo». Los mandamientos cambian, basados en el aumento de nuestra habilidad para vivir de acuerdo a ellos; pero Tas leyes eternas en las cuales éstos se basan, no cambian.

Cuando el Señor da un mandamiento, como aconteció con Adán en el Jardín de Edén, establece claramente las consecuencias de la desobediencia. Algunas veces la consecuencia es «natural», pero frecuentemente, el Señor interviene misericordiosamente con un castigo tal como el hambre, las plagas, la pestilencia o una invasión enemiga, para hacer que los pueblos se arrepientan y lo recuerden, antes de que sufran más permanentemente las consecuencias del pecado, o la separación eterna de Su presencia.

Algunas veces, podemos permitir que nuestros hijos sufran las consecuencias naturales de sus acciones. Pero frecuentemente tenemos que intervenir con una mano amiga u otro tipo de reprensión, siendo que la consecuencia natural de correr en una calle de mucho tránsito puede ser desastrosa. De cualquier forma, los niños obtienen así el sentido de responsabilidad y seguridad cuando la consecuencia se les explica claramente por adelantado.

Tercero, nuestro Padre Celestial nos da el libre albedrío. Cuando le dijo a Adán en el Jardín: «Podrás escoger según tu voluntad» (Moisés 3:17), le dio la responsabilidad de tomar sus propias decisiones. Le enseñó principios correctos y dejó que él se gobernara.

«Debemos respetar cada mayordomía que damos a nuestros hijos, una vez que se la enseñamos.»

Los niños aprenden rápidamente que la recompensa y el castigo son un resultado directo de sus propias decisiones y, si la consecuencia se les ha explicado claramente, podrán ver que un castigo es justo.

Cuarto, nuestro Padre hace convenios con nosotros. Cuando se hace un convenio entre un padre y un hijo, ambos cuentan con un punto de referencia en caso de que surja un problema. Cuando los niños se comprometen a cumplir con cierta tarea o a disciplinarse de cierta forma y cumplir con lo convenido, aumentan su integridad y aprenden el constante proceso del crecimiento.

Quinto, nuestro Padre nos da mayordomías. Nos da algo por lo cual somos responsables y debemos rendir cuentas y espera que nosotros volvamos y nos presentemos ante El para informarle de la forma en que administramos lo que nos fue dado.

Al dar mayordomía a nuestros hijos, tal como que limpien su dormitorio regularmente o alimenten a sus animalitos, hemos visto que es importante respetarla y nunca quitársela. Nuestros niños saben que tender las camas es su responsabilidad, que no lo haremos por ellos, y que no arreglaremos las frazadas si las tienen en forma inapropiada.

Cuando les dimos esa mayordomía, Ies enseñamos los principios correctos, les demostramos los pasos que tenían que seguir y los ayudamos hasta que estuvimos convencidos de que podían hacerlo por sí mismos. Al igual que cuando se dan mandamientos, nunca procuramos dar una mayordomía que vaya más allá de la habilidad del niño.

Sexto, nuestro Padre nos cobija. Nos acerca a El de una forma amorosa y bondadosa que nosotros, como padres, podemos emular en la siguiente forma: (1) hacer las cosas con nuestros hijos, paso a paso; (2) arrodillarnos con ellos en oración; (3) comprenderlos íntimamente; (4) estimularlos, y (5) escucharlos tratando de entender y no de juzgar.

Saber qué y cómo debemos enseñar a nuestros hijos es vital, si deseamos tener éxito en llevarlos nuevamente a la presencia del Señor. En esta responsabilidad tan sagrada, nuestro Padre nos ha dado un molde perfecto a seguir y libros para estudiar; sus propias escrituras inspiradas nos dan cuenta de cómo Él ha criado a sus hijos.

El templo nos da fe. Nos permite ver esta vida terrenal a través de la perspectiva real de la creación, el plan de salvación, y nuestro destino. Los valores y las filosofías del mundo pierden su importancia al comprender que hemos sido instruidos por el Señor para llegar a ser como Él es. Verdaderamente, todas las cosas están en sus manos, y no hay mayor tragedia en esta vida que el pecado.

Cuando debe adaptarse a la rutina diaria de la convivencia familiar, esta perspectiva puede ser de gran valor para el logro de nuestra paz y felicidad. A través de la tribulación, las crisis financieras y aun la muerte, podemos saber que la obediencia a las leyes y los principios verdaderos por los que se rige nuestro Padre, nos hará poseedores de una dicha inmensa.

Mientras luchamos por ser iguales a Él, cada vez que vamos a su Casa aprendemos más cosas que no pueden escribirse a causa de lo sagradas que son. Y al buscar la forma de seguir su ejemplo en todas las cosas luchamos por crear dentro de nuestro propio hogar el medio ambiente, la atmósfera y el espíritu que lo transformará en una Casa de Dios.

 

Roger Merrill es ayudante del director de personal de la Iglesia y sirve como integrante de un comité de la Organización del Sacerdocio Aarónico. Su esposa, Rebecca, es directora de música en la Sociedad de Socorro.

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