Compartid vuestro tesoro

8 de marzo de 1975, Conferencia General de Área en Buenos Aires
«Compartid vuestro tesoro»
por el élder Alien E. Litster
Representante Regional de los Doce Apóstoles

Mis queridos hermanos y hermanas. Estoy sumamente agradecido por estar en esta conferencia. Considero que el poder testificaros de la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, es un sagrado privilegio, porque yo sí sé, que vive mi Señor.

Si yo fuera una persona adinerada —no lo soy, pero supongamos que tal fuera el caso— y desease obsequiaros a cada uno de vosotros una fortuna, ¿estaríais dispuestos a aceptarla para usarla como quisierais? Antes de contestar, permitidme explicaros las condiciones de la supuesta oferta. Primero, aunque podríais utilizar este tesoro en lo que gustaseis, os pediría que lo compartierais generosamente con los pobres y segundo, me comprometería a reponeros, con intereses, todo lo que compartierais con otros. De acuerdo con tales condiciones, ¿estaríais dispuestos a aceptar el tesoro?

Hermanos, el Señor ya nos dio un tesoro de valor inmensurable. Me refiero a la bendición de ser miembros de su Iglesia y conocer el plan de salvación. Lo que El exige es sencillo; pide que compartamos este tesoro con los que son pobres espiritualmente. El Señor mismo dijo:

«, . . Os doy el mandamiento de que todos los hombres, tanto los élderes, presbíteros y maestros, así como también los miembros, se dediquen con su fuerza… Y sea vuestra predicación la voz de amonestación, cada hombre a su vecino, con mansedumbre y humildad.» (D. y C. 38:40-41). En otra revelación, el Señor habló de la recompensa que espera a los que lo hacen, diciendo, «Así que, si sois fieles, seréis premiados con muchas gavillas y coronados con honor, gloria, inmortalidad y vida eterna.» Claro es que el Señor manda que compartamos el gran tesoro del evangelio con el prójimo, y que promete que los que cumplen serán recompensados. Tal vez, vosotros, al ver que vuestros vecinos no miembros son aparentemente felices, os preguntéis, «Si son tan felices, ¿por qué molestarlos con el evangelio? No les hace falta.» Pero fijaos en las maneras equivocadas en que ellos buscan la felicidad. El hecho es que la felicidad verdadera se encuentra solamente por medio de esta Iglesia. El tiempo me permite daros sólo dos ilustraciones.

Hace varios años trabajaba en una funeraria que servía a familias de diferentes religiones. Era notable la diferencia entre los de nuestra fe y los que no conocían la verdad, especialmente al llegar el momento de cerrar por última vez el ataúd. Para los que no conocían el evangelio, ese momento siempre iba acompañado de lloros de desesperación, mientras que los miembros de esta Iglesia lo aceptaban con calma y paz. Esto se manifestó en el caso del fallecimiento de una fiel hermana de unos setenta y cinco años. Unos momentos antes de que cerráramos el ataúd, su esposo de cincuenta años, acercándose al féretro, tomó la mano de su esposa, y con voz calma y tierna dijo, «Adiós por ahora, mamá, pero no te preocupes porque no tardaré en acompañarte. Saluda a mis hermanos Jaime y Roberto, y diles que los veré dentro de muy poco. Hasta luego.» ¿Por qué pudo este hermano enfrentar con tanta tranquilidad el momento que para muchos es desesperante? Porque por causa del evangelio restaurado comprendía el misericordioso plan de Dios. Comprendía cuál es el propósito de esta vida y comprendía cuál es el propósito de la muerte. Los del mundo no conocen estas hermosas verdades, ni las conocerán a menos que vosotros y yo compartamos el tesoro de nuestro testimonio con ellos. ¿Lo haremos, hermanos?

Mi señora y yo hemos sido bendecidos con cuatro hermosas hijitas. Hace un tiempo una de ellas tuvo una infección en el oído. La tratamos con los medicamentos indicados y la acostamos, pero al poco rato la oímos llorar. Fui a su dormitorio y me di cuenta de que su oído la molestaba mucho; lloraba, daba vueltas en su cuna, quería que la tuviera en los brazos, luego quería acostarse otra vez. Vosotros, los que sois padres, sabéis cómo es cuando los niños se enferman. Yo la acariciaba, le cantaba suavemente, la tenía en los brazos. Se dormía y se despertaba, pero no encontraba la tranquilidad. Durante una hora hice todo lo que cualquier padre puede y está dispuesto a hacer. Pero, al ver que no se aliviaba, hice lo que relativamente pocos padres podemos hacer por los hijos. Decidí darle una bendición. Me arrodillé al lado de su cuna, metí las manos por la barandilla y las puse sobre su cabeza. La, bendición fue sencilla y no muy larga, pero antes que terminara, la niña se quedó dormida, y descansó tranquilamente hasta la mañana. No tuve que salir a la calle en busca de un cura o ministro. A cada padre que está dispuesto a cumplir con los requisitos, la Iglesia de Jesucristo proporciona el sagrado privilegio de recibir el sacerdocio. Podemos bendecir a nuestra familia y administrarles las ordenanzas salvadoras. Pensad en vuestros amigos y parientes no miembros. ¿No hay entre ellos padres que aman a sus hijos? No hay entre ellos padres que quisieran poder bendecir a sus hijos? Y vosotros, hermanos, que conocéis el gozo de bendecir a vuestra esposa y vuestros hijos, ¿no querríais que vuestro hermano, vuestro primo, vuestro tío y vuestro amigo tuvieran el mismo privilegio? Estáis dispuestos a compartirlo con ellos?

Si deseareis hacerlo y no sabéis dónde comenzar podéis hacer dos cosas: primero, pedir la ayuda del director misional de vuestro barrio o rama y segundo, leer las sugerencias presentadas en la revista Liahona del mes pasado.

Hermanos, el ser miembro de esta Iglesia es un verdadero tesoro. El Señor manda que lo compartamos con otros, cada familia con sus vecinos. Os aseguro que las experiencias de compartir este tesoro con otros serán dulces y hermosas. Y además, a medida que seamos generosos con este tesoro, el Señor hará crecer nuestra propia porción. En verdad, seremos «coronados con honor, gloria, inmortalidad y vida eterna.»

Os testifico que Jesús es el Cristo y que vive. Os testifico que Spencer W. Kimball es un Profeta, tal como lo fue José Smith. Os doy mi testimonio de que nuestro Padre Celestial quiere que todos sus hijos reciban las bendiciones del evangelio, y que es nuestra la responsabilidad y la oportunidad de llevárselas, en el nombre de Jesucristo. Amén.

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